DERECHOS HUMANOS.



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1. LOS DERECHOS HUMANOS COMO EXPRESIÓN DE LA DIGNIDAD HUMANA

La dignidad de la persona tiene en su dimensión social una eficacia operativa.


 UN MÉTODO HISTÓRICO-DOCTRINAL PARA ESTUDIAR LOS DERECHOS HUMANOS

Entender el pensamiento, la actitud y la praxis de la Iglesia en materia de derechos humanos requiere un estudio del tema. Las ciencias actuales, por el carácter mismo del pensamien¬to que se estudia, lo elaboran progresiva¬mente a través del desa¬rrollo histórico de las ideas que se re-lacionan con de los dere¬chos humanos se formula¬n con experien¬cias sociológicas, cultura¬les, políticas e históricas.

Los derechos humanos, tal como se van concre¬tan¬do, con muchos altibajos, dificultades y equivoca¬ciones, están en las fuentes del pensamiento cristiano. Ese proceso de positivación jurídica sólo históricamente se ha dado en sus comienzos dentro del contexto de una cultura cristia¬na. De hecho no encontramos nada parecido en otras culturas, fuera del cristia¬mismo.

Desde León XIII hasta Juan Pablo II es lenta y difícil la recuperación de la tradición y de una nueva visión, por parte de la Iglesia, en el problema de las liberta¬des públicas y de los derechos humanos.


 LA TERMINOLOGÍA EN LOS TEXTOS MÁS IMPORTAN¬TES DE LOS DERECHOS HUMANOS.

Expresiones como derechos del hombre, derechos humanos, dere¬chos de la persona humana, derechos fundamentales... son expresiones casi tautoló¬gicas y excesivamen¬te genéricas, aunque comunes, desde el s. XVIII. Todo derecho es humano, porque sólo el hombre es titular de derecho en sentido estricto. Esas expre¬siones se refieren solo a ciertos derechos del hombre, llamados fundamenta¬les en cuanto aluden a exigencias básicas del ser huma¬no, y por ello fundamentan a los demás derechos humanos.

Antiguamente se hablaba de derechos naturales como aparece en las Declaraciones Americana y Francesa, en cuanto fundados en la naturaleza o, según la escolásti¬ca, en el derecho natural y no entendidos únicamente en su formulación positiva y canónica. Durante el siglo XIX se usó el término libertades públicas, civi¬les o fundamenta-les para indicar la independencia y defensa de esos derechos frente al posible abuso del Poder. Quizá la expre¬sión más exacta sea derechos funda¬mentales del hombre, utilizada por la Declaración de la ONU de 1948.

Substancialmente todas las expresiones indican de alguna manera que esos derechos no dependen exclusiva¬mente de normas positivas y que tienen valor previo y superior o indepen¬dien¬te de ellas: pertenecen a todo hombre, por el mero hecho de ser hombre, sin diferencias religiosas, sociales o cultu¬rales.


DESARROLLO HISTÓRICO DE LOS DE¬RECHOS HUMANOS.

Para algunos autores todo lo anterior a las primeras declara¬ciones del s. XVIII sería prehistoria y balbuceos históri¬cos de los derechos humanos fundamenta¬les. Además, en las declara¬ciones recientes existe una pequeña contra-dicción añadida: los derechos humanos internaciona¬les no son derecho positivo obligatorio.

Ya hemos relacionado la dignidad del hombre, en su dimensión bíblica, teológica, histórica y social. Ahora lo haremos con los derechos humanos

El A. y N. Testamento ofrecen criterios sobre la persona en su relación con la sociedad y con el poder político. Trasmiten una visión religiosa en la que está presente el poder político.  Ese "humus" bíblico y cristiano se encar-na¬rá lentamente en la historia social, según se van entendiendo y asumiendo las viven¬cias cristianas con mayor o menor intensi¬dad.

INICIO Y OBSCURECIMIENTO DE LA DOCTRINA SOBRE ESTOS            DERECHOS.

Sto. Tomás y sus seguidores desarrollan una teoría política que incluye derechos civiles y políticos. La autoridad política, fundada en la naturaleza humana creada por Dios, radica en el pueblo o en la sociedad, sujeto del Poder y origen del Estado. Consecuencia inmediata es la igualdad esencial de todos. La transferencia del Poder de la sociedad al rey o príncipe es fruto de un pacto. El sentido de democracia radical faculta para ejercer el derecho de resisten¬cia hasta el tiranicidio. El bien común de la sociedad justifica, por otra parte, la intervención del Estado en la sociedad y en la regula¬ción de la vida económi¬ca.

El eclipse de esta doctrina ocurre en los ss. XVII-XVIII cuando la vida político-social evoluciona hacia el absolutismo y se defiende el derecho divino de la realeza. Con el indivi¬dua¬lismo se justificará el uso incontrolado de los bienes y el iusnatu¬ra¬lismo, como doctrina vacía de religión, se expresará en la fórmula "aunque Dios no existiera".

La Revolución Americana, con sus Declaraciones y la Revolu¬ción Francesa con su Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, posteriormente en¬mendadas, tienen inspiración española y cristiana. La Iglesia no reac¬cionó en este caso de forma no totalmente adecuada.

Los descubrimientos de Africa, América, Asia dieron nuevos mun¬dos geográficos, humanos y culturales. También dieron una nueva economía interna¬cional y la primera conciencia de la exis¬tencia de la Humanidad como nueva comunidad natural de naciones. Pero en la época moderna se han querido descalifi¬car los siglos XVI-XVII que son un largo período de tradicio¬nes que duran hasta hoy.

Los derechos humanos para la Iglesia son el resultado de una simbiosis entre experien¬cia y teoría bastante precisas, con declaraciones de derechos humanos y su defensa, más conectados con teólogos, juristas, misioneros y evangelizado¬res, que con el Magisterio del Papa.

Desde León XIII hasta hay la postura de la Iglesia se decanta y articula dentro de su propia concep¬ción sobre el hombre, la sociedad y el signifi¬cado y funciones del poder político.

Juan Pablo II, a los miembros de la Comisión Teológica Inter¬nacio¬nal, les decía que "para confirmar los derechos huma¬nos necesarios mucho ayuda la reflexión teológica sobre la digni¬dad de la persona humana en la historia de la salvación (...) la revelación cristiana puede aportar los fundamentos necesarios de la dignidad de la persona humana a la luz de la historia de la creación y en las diversas etapas de la historia de la salvación, es decir, de la caída y de la redención" (8) y por eso -continúa- "aconsejo a la Comisión Teológica Interna¬cional investigue cada vez más y propague las razones humanocén¬tricas y cristocén¬tricas de los derechos del hombre" .

El tercer capítulo de LC.,  -"liberación y libertad cristia¬na"-  enuncia los contenidos del tema que va a desarrolla¬r: "las promesas divinas de liberación y su victorio¬so cumpli¬miento en la muerte y en la resurrección de Cristo son el fundamento de la 'gozosa esperan¬za' de la que la comunidad cristiana saca su fuerza para actuar resuelta y eficazmente al servicio del amor, de la justicia y de la paz. El Evangelio es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación que lleva a cumplimiento la esperanza de Israel, fundada en la palabra de los profetas".

RECUPERACIÓN DE LA DOCTRINA DE LOS DERECHOS HUMANOS PARA.

La inserción del espíritu cristiano como raíz de los derechos humanos, llama¬dos "libertades sociales y civiles", y la recuperación de su dimensión religiosa, es lenta y difícil durante los ss. XIX y XX. Ayudan a ello el catolicismo liberal (Lamme¬nais, Lacordai¬re, Montalem¬bert), que buscaba las libertades civiles y el catolicis¬mo social (Ozanan, Ketteler, la Unión de Friburgo), que se oponía a los abusos del capitalismo y defendía el proletariado y sus derechos de vida, de salario, asociación, etc.

a) ALGUNOS DERECHOS HUMANOS MÁS IMPORTANTES.

No pretende hacer una declaración completa de dere¬chos humanos sino indicar los principales según la situación y las necesidades del momento declaratorio desde una posición equi¬distante entre la teoría abstracta y la concrección excesiva por¬que con una carecería de universali¬dad y con otra caería en la transitoriedad.

El derecho a la vida. Para la Biblia la vida es un don de Dios. Tiene un valor divino porque de Él participa, con indepen¬dencia de sus cualida¬des y de su utilidad social, en todas sus formas, no solo biológi¬ca y en todas las dimensiones del hombre. Es el más fundamental y supone a los restantes derechos.

El derecho a la libertad religiosa. Se trata de la libertad de conciencia y por tanto de religión para dar culto a Dios y practicar la fe.

El derecho a la participación en la vida social. Implica la necesidad de la educación en la participación cívica y política. Su carencia es una forma de pobreza. No se puede dar sin el derecho de asociación, para formar, entre otras, sindicatos y asociaciones intermedias.

El derecho a la participación económica con el derecho de iniciativa económica (SRS. CA.) para todos los miembros de la comunidad política, por la función social misma de la propiedad individual y colectiva.

El derecho de los pueblos a salir de la miseria, ante la realidad del problema Norte-Sur. Frente a la dependencia está  la solidaridad y la exigencia de creación de nuevas solidaridades

B) DE LEÓN XII A PÍO XII.

León XIII, inicia una recupera¬ción dentro de una más amplia apertura y aceptación de institu¬ciones e ideas que estaban formando el mundo socio-político surgido de las revolu¬ciones del s. XVIII. León XIII dialoga con el mundo moderno, condenado casi sin matices por sus inmedia¬tos predeceso¬res, muy condiciona¬dos en su pontificado. Él cambia de actitud con modera¬ción la doctrina y la actitud oficial de la Igle¬sia.

En la encíclica Libertas incorpora a la DSI las "li-bertades modernas separando lo que en éstas hay de bueno de lo que en ellas hay de malo" porque en ellas se identifi¬ca lo nuevo en cuanto bueno que coincide con la verdad permanente. Como li¬bertades concretas desa¬rrolla la libertad de cultos, que rechaza cuando se identifica con "el derecho de desnaturalizar impunemen¬te una obligación santísima y de ser fiel a ella, abandonando el bien para entregar¬se al mal". La libertad de expresión y de imprenta, que admite "en las materias opinables, dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres (...) muchas veces conduce al hallazgo y manifestación de la verdad" . La libertad de enseñanza, "circunscrita dentro de ciertos límites, para evitar que (...) se trueque impunemente en instrumento de corrupción". La libertad de conciencia, por la "que el hombre en el Estado tiene el derecho de seguir (...) la voluntad de Dios y de cumplir sus mandamientos sin impedimento alguno (...) ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia".

Entre los documen¬tos políticos de León XIII, destaca ID. (19-21) expresando fundamen¬tal¬mente el sentido negativo de las libertades. Pero hay que entenderlas también positivamen¬te según la doctrina de la toleran¬cia: "no se opone la Igle¬sia, sin embar¬go, a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situacio¬nes contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien".

Así que "donde estas libertades estén vigentes, usen de ellas los ciudadanos para el bien, pero piensen acerca de ellas lo mismo que la Iglesia piensa"  y pueden, p.e., "procurar otra organización" frente a la tiranía o "preferir para el Estado una toma de gobier¬no modera¬do" o "participar en la vida pú¬blica" para "liberarse de la dominación de una potencia ex¬tranjera o de un tirano" o hasta "que los ciudadanos gocen de medios más amplios para aumentar su bienestar".

Pío XI sufre los totalitarismos comunista (1917), fascista (1925) y nazi (1933); las consecuencias económi¬co-sociales de la primera posguerra, con la crisis del año veinti¬nueve y posterio¬res; el personalismo de entreguerras y la reacción contra la dominación del Estado.

La Iglesia plantea los derechos socio-económi¬cos y configu¬ra el principio de subsidiariedad. También reconoce el derecho natural como fundamento de derechos anteriores y superio¬res al Estado.

El comunismo ateo del que la Iglesia analiza su teoría y sus resultados y al que se opone porque "Dios ha enriquecido al hombre con múltiples y variadas prerrogativas: el derecho a la vida y a la integridad corporal; el derecho a los medios necesarios para su existencia; el derecho de tender a su último fin por el camino que Dios le ha señalado; el derecho, fi¬nalmente, de asociación, de propiedad y del uso de la propie¬dad". Como tales derechos "han sido impuestos por Dios", son las autoridades del Estado las que "tienen el derecho de obligar al ciudadano al cumplimiento coactivo de esos deberes cuando se niega ilegítimamente a ello, así también la sociedad no puede des¬pojar al hombre de los derechos personales que le han sido concedidos por el Creador". Añade también: "hemos definido claramen¬te el derecho y la dignidad del trabajo, las relaciones de apoyo mutuo y de mutua ayuda que deben existir entre el capital y el trabajo y el salario debido en estricta justicia al obrero para sí y para su familia".

La Iglesia denuncia los errores del racismo, partiendo del derecho natural: "a la luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo, cualquiera que sea el legisla¬dor" incluido el principio nazi que afirma: "'derecho es lo que es útil a la nación'" . Respecto a la libertad religio¬sa afirma que "las leyes que suprimen o dificultan la profesión y la práctica de esta fe están en oposición con el derecho natural" . Igual hace con "las leyes y demás disposi¬ciones semejantes que no tengan en cuenta la voluntad de los padres en la cuestión escolar o la hagan ineficaz con amenazas o con la violencia" . Dichas leyes "son efecto de la violen¬cia, y, por lo tanto, sin valor jurídico alguno" .

Pío XII vive un primer contexto histórico de guerra, el triunfo del comunismo, un nuevo orden socio-político y económico con el sistema democrático como ideal político. En el mundo se implanta la ONU. En Europa nace un proceso de unión. Paralelamen¬te se aliena la sociedad por la mayor intervención del Estado, la influencia de los medios de comunicación, la importancia de la opinión pública y la "despersonalización".

Su primera encíclica SP. afirma que la comunidad universal de los pueblos fundada en la ley natural es obligato¬ria y denuncia dos errores de orden social y político: olvidar la ley de la solidaridad humana y de la caridad y concebir de manera totalitaria el orden político.

Según el Radiomensaje de Pentecostés (1941) "tutelar el campo intangi¬ble de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes, debe ser oficio esencial de todo poder público" . En el Radiomensaje de Navidad (1942) se refiere al orden interno de los Estados donde la paz es convivencia en el orden y en la tranquili¬dad diciendo que "el origen y fin de la vida social ha de ser la conserva¬ción, el desarrollo y el perfecciona¬miento de la persona humana (...y sin) esa interna y esencial conexión con Dios de todo cuanto se refiere al hombre, o prescinda de ella, sigue un falso camino".

Además "la razón, iluminada por la fe, asigna a cada persona y a cada sociedad particular en la organización social un puesto determinado y digno, y sabe, para hablar sólo del más importante, que toda actividad del Estado, política y económica, está sometida a la realización permanente del bien común". Después desarrolla los fundamentos del orden y la paz social a través de la dignidad y derechos de la persona humana, de la unidad social y familiar, del trabajo, de un orden jurídico que termine concibiendo el Estado según el espíritu cristiano.

En el Radiomensaje de Navidad (1944), se refiere a la demo¬cracia, distinguiendo entre ciudadanos y masas y negando el absolutismo del Estado. El orden internacio¬nal nuevo pide un órgano común para el mantenimiento de la paz. Es un tema al que volverá en el Radiomensaje de Navidad (1952) hablando de la despersonalización del hombre moderno por "una gigantesca máquina administrativa" que encamina a la sociedad "hacia el desconoci¬miento de la persona" cuando "todo diseño o programa debe estar inspirado por el principio de que el hombre, como sujeto, custodio y promotor de los valores humanos, está por encima de las cosas, incluso por encima de las aplicaciones del progreso técnico" .

C) DE JUAN XXIII A PABLO VI.

En Juan XXIII el tema ya aparece como doctrina en su primera encíclic, sobre la dignidad de la persona humana es el transcen¬dental principio de toda la doctrina social.

Ofrece la declaración de los derechos y deberes de la persona humana. Afirma que una carta de derechos constitucio¬nales es de suma importan¬cia para la vida social y política. También lo es la Declaración universal de los derechos del hombre, de la ONU, a pesar de sus limitaciones.

La declaración que hace, tiene unas característi¬cas gene-ra¬les: integra lo tradicional y la novedad; ve la manifesta¬ción de la persona en la vida social a través de los derechos y deberes cuyo carácter no es sólo formal y abstracto sino social. El catálogo de derechos que presenta no es, ni pretende ser, exhaus¬ti¬vo. En ellos se da una correla¬ción de derechos y deberes aunque no enumera directamente los deberes.

El derecho natural y el derecho de la persona marcan el orden moral que es interior y tiene propiedades universales, inviola¬bles e indivi¬duales con tres aspectos: el orden obje¬tivo, el co¬noci¬miento natural como fuerza moral y su obligato¬riedad y vigor jurídico. El fundamento último de todo ello está en Dios.

Del Concilio, para conocer este tema, es imprescindible la Constitu¬ción GS. y la declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa. Pero el Concilio no hace una norma jurídica o declara¬ción de derechos; no hay orden sistemáti¬co para tratarlos sino que están incluidos en los distintos temas y tienen diversas apli¬caciones.

No obstante, se puede hacer un intento de sistematización de los derechos fundamentales que contiene. Indudablemente estos derechos y sus correspondientes deberes están sometidos a unos límites.

Los derechos fundamentales de la persona humana en sí misma: a la vida y medios necesarios; a la vida del espíritu (libertad de concien¬cia); a la libertad de pensamiento e investigación y a la educación y a la cultura.

Como ser social y comunitario en general, la persona tiene derecho a vivir en sociedad, asociarse, no ser discriminado, a la igualdad y participación activa en la vida social, a los medios de comunicación y a la seguridad social y jurídica.

También tiene la persona derechos como ser familiar.

La persona tiene derechos en cuanto ser trabajador, a una distribución de bienes, a la propiedad y a la participación en la vida económica.

Y derechos de la persona como ser político, como ciudadano del mundo y como ser religioso.

Pablo VI se ocupa en ES. del diálogo Iglesia-mundo, en la línea del Concilio. Después, en el Discurso a las Naciones Unidas (1965) dice que construir la paz, pasa por la ONU que promociona los derechos del hombre y tienen un fundamen¬to espiritual.

Habla de los fundamentos cristia¬nos y muestra cómo la fe los transforma cuando se introduce en su misma dinámica interna. Habla también de los derechos de los pueblos pobres al desarrollo. Después procederá a la creación de la Jornada de la Paz, cada 1 de enero, bus¬cando la educación teórica y práctica en el respe¬to de los dere¬chos funda¬mentales de la perso¬na y está generando DSI con el Mensaje Pontificio para ese día.

OA. dice que la promoción real de los derechos humanos exige el reconocimiento jurídico de una sociedad democrática cuya cultura o culturas han de ser evangeli¬za-das "tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios" según EN. (20).

C) LOS DERECHOS HUMANOS EN JUAN PABLO II. DESARROLLO Y APLICACIO¬NES.

Juan Pablo II, desde su primer mensaje al mundo (17 oct. 1978) habla sobre los derechos humanos. Dos meses después (2 dic. 78) envía un Mensaje al Secretario General de la ONU en el 30 aniversa¬rio de la Declara¬ción.

En su primera encíclica, coloca al hombre como el primer camino de la Iglesia y tras la alusión directa a la ecología, al miedo del hombre  -¿del progreso o de la amenaza?-  aclara, aunque los derechos del hombre tienen "letra y espíritu" , el hombre es el centro de la vida social "de los programas, situaciones, regímenes". Existe una relación entre los derechos del hombre y el bien común.
Trata los derechos de los hombres del trabajo. Entre e¬llos están las relaciones del empresario directo e indirecto con los del trabajador. Éste tiene derecho a la remuneración y al empleo -el paro "puede convertirse en una calamidad social", al salario y a otras ayudas sociales. La mujer, labo¬ralmente, ha de ser conside¬ra¬da en su especificidad. Para todos es el derecho al descanso y a la seguridad social (pensión, vejez, accidente). También el derecho a asociarse, a sindicarse, a la huelga. Este derecho es extensivo a los trabajadores agrícolas. Los minusválidos y los emigrantes, han de ser igualmente tenidos en cuenta en este campo.

En el vigésimo aniversa¬rio de PP., considera como as¬pectos positivos del mundo contemporá¬neo los derechos humanos y la preocupación ecológica. El derecho al desarro¬llo lleva en sí un respeto a los dere¬chos humanos y un carácter moral del mismo. Por eso hay que conservar la naturaleza, tema que completará después.

No usa el término ley natural sino el de "la natura¬leza específica del hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza". A menudo habla de los derechos del hombre en todas sus tipologías: los políticos, los sociales, los de los pueblos, los de un ambiente ecológicamente sano.

"El verdadero desarrollo, según las exigencias propias del ser humano, hombre o mujer, niño, adulto o anciano, implica sobre todo por parte de cuantos intervienen activamente en ese proceso y son sus responsables, una viva conciencia del valor de los derechos de todos y de cada uno a la utilización plena de los beneficios ofrecidos por la ciencia y la técnica".

En el orden nacional es muy importante que sean respetados todos los derechos: el derecho a la vida, de la familia; la justicia en las relaciones laborales; los derechos concernien¬tes a la vida de la comunidad política; los basados en la vocación trascendente del ser humano como el derecho a la libertad de profesar y practicar el propio credo religioso.

En el orden internacional "es necesario el pleno respeto de la identidad de cada pueblo, con sus características históricas y culturales", y que "tanto los pueblos como las personas indivi¬dual¬mente deben disfru¬tar de una igualdad fundamental sobre la que se basa, p.e., la Carta de la Organización de las Naciones Unidas: igualdad que es el fundamento del derecho de todos a la participa¬ción en el proceso de desarrollo pleno".

También es central "la dignidad del hombre". Hoy el "ideal democrático junto con una viva atención y preocupación por los derechos humanos" pide que los pue¬blos salidos del totali¬tarismo, reconozcan explícitamente estos dere¬chos, que "no siempre son respetados totalmente" en países demo-cráticos  donde "a veces parece que han perdido su capaci-dad de decidir según el bien común".

Los derechos del trabajo y de los trabaja¬do¬res (libertad, "obediencia a la verdad" y respeto de los derechos humanos) están ya en el "corpus politi¬cum" de León XIII. Entiende la guerra como efecto del concepto de libertad y de unos derechos humanos no sometidos a la verdad objetiva (17) Pero en la postguerra "un sentimiento más vivo" ha elaborado "un nuevo 'derecho de gentes'" partiendo de la Declaración de la ONU. La Santa Sede ha dado una constante acepta¬ción" .

"Los derechos de la conciencia humana, vinculados a la verdad natural y revelada" y la democracia requieren unos derechos humanos como su "auténtico y sólido fundamen¬to". Uno de los principales es el derecho a la vida. Incluso en las democra¬cias no siempre son respeta¬dos totalmente estos derechos.

 LA RELACIÓN PERSONA-SOCIEDAD.

La idea de sociabilidad natural del hombre está directamente conectada con su naturaleza social. Aparece ya en la concepción de la patrísti¬ca (s. Agustín) y con la escolástica (Sto. Tomás, Vitoria) llega a formar parte de la mentalidad del mundo moderno.


  SOBRE LA RELACIÓN PERSONA-SOCIEDAD.

El tema está presente en la DSI. desde los primeros documen¬tos de León XIII. Para las Orientaciones la "relación entre la persona y la sociedad son mutuas y necesarias. Nacen con la persona, 'por su innata indigencia y por su natural tendencia a comunicar con los demás'". Son el fundamen¬to de toda sociedad y de sus exigencias éticas. Tal interdependencia está presente en el entrama¬do de la vida social del hombre. Pero no se trata de entender lo 'social’ como lo 'colecti¬vo' pues "la fuerza y el dinamismo de esta condición social de la persona se desarrolla plenamente en sociedad, que ve, por consiguiente, acrecentarse las relaciones de convivencia tanto a nivel nacional como interna¬cional".

Pío XI en su encíclica DR. después de exponer la revolución que el comu¬nismo hace del hombre, de la familia y del sociedad a materia y colectividad (10-14), "presenta, frente a éste la verdadera noción de la civitas humana, (...) enseñada por la razón y por la revelación por medio de la Iglesia" y la articula a partir de Dios, que fundamenta al hombre, fija la constitu¬ción y prerro¬ga¬tivas de la familia.

Juan XII, fijando la DSI dice: "la Iglesia católica enseña y proclama una doctrina de la sociedad y de la convivencia humana" basada en el hombre, "causa y fin de todas las instituciones sociales".  cuando trata los deberes de los hombres en conexión necesaria con los derechos, conside¬ra el de colaborar con los demás y dice que "al ser los hombres por naturaleza socia¬bles, deben convivir unos con otros y procurar cada uno el bien de los demás".


 EL FENÓMENO DE LAS CRECIENTES RELACIONES SOCIALES.

GS. tienen en cuenta la naturale¬za y la vocación comunitarias del hombre, según el plan de Dios, desde el origen hasta la consuma¬ción, pasando por el mandamiento nuevo, lo cual "demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimien¬to de la propia sociedad están mutuamente condicionados porque el principio, el sujeto y el fin de todas las institucio¬nes socia¬les es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturale¬za, tiene absoluta necesi¬dad de la vida social" que "en¬grande¬ce al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación".

En nuestra época hay un fuerte proceso social en el que "por varias causas, se multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdepen¬den¬cias; de aquí nacen diversas asociacio¬nes e institu¬ciones tanto de derecho público como de derecho privado". Es el "fenómeno, de la socialización, que, aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin embargo, muchas ventajas para conso¬lidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para garantizar sus derechos".

EL ASPECTO POSITIVO: FAVORECE A LA PERSONA Y GARANTIZA        SUS DERECHOS.

GS.  ve un aspecto positivo porque "a través del trato con los demás, de la recipro¬cidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación". Esto ofre¬ce "muchas ventajas para consoli¬dar y desarro¬llar las cualida¬des de la persona humana y para garantizar sus derechos". También para las O¬rientacio¬nes este aspecto "no puede ser acogido sino positiva¬mente, dado que permite lograr la realiza¬ción de la solidaridad humana y favorece la ampliación del marco de las actividades materiales y espirituales de la persona".

La doctrina conciliar recoge lo expuesto sobre la socialización plasmada "la mayoría de las veces, por el derecho público o por el derecho privado", lo que "es indicio y causa, al mismo tiempo, de la creciente intervención de los poderes públicos". "Esta tendencia ha suscitado por doquiera, sobre todo en los últimos años, una serie numerosa de grupos, de asociaciones y de instituciones para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones como en el plano mundial"

También "permite que se satisfagan mejor muchos derechos de la persona humana, sobre todo los llamados económico-sociales" de los que enumera bastantes.

Pero esto reduce "el radio de acción de la libertad indivi¬dual" creando situaciones "que hacen extremadamente difícil pensar por sí mismo", "obrar por iniciativa propia, asumir conve¬niente¬mente las responsabilidades personales y afirmar y consoli¬dar con plenitud la riqueza espiritual humana". Para evitarlo es preciso "que los gobernantes profesen un sano concepto del bien común", que, hacia fuera, "las múltiples asocia¬ciones privadas (...) tiendan a su fines específicos con relaciones de leal colabora¬ción mutua y de subordinación a las exigencias del bien común" y, hacia dentro, "sus respectivos miembros sean considerados (...) como personas y llamados a participar activamente en las tareas comunes".

Se necesita, además, un equilibrio entre "el poder de que están dotados, así los ciudadanos como los grupos privados, para regirse con autonomía" y "de otra parte, la acción del Estado que coordine y fomente a tiempo la iniciativa privada". Proce¬diendo adecuadamente "contribuirán no sólo a fomentar en éstos la afirmación y el desarrollo de la personalidad humana, sino también a realizar satisfactoriamente aquella deseable trabazón de la convivencia entre los hombres que (...) es absolutamente necesaria para satisfacer los derechos y las obligaciones de la vida social".

 EL ASPECTO NEGATIVO: LAS ESTRUCTURAS DE PECADO.

Hay un aspecto negativo en la sociabilidad humana: "al negarse con fre¬cuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordena¬ción tanto por lo que toca a su propia persona como a las relacio¬nes con los demás y con el resto de la creación. Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas" (GS. 13).

"Cuando la realidad social se ve viciada por las conse-cuen¬cias del pecado, el hombre (...) encuentra nuevos estímulos para el pecado" (GS. 25). Este texto le sirve a para afirmar: "la suma de factores negativos, que actúan contrariamen¬te a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigen¬cia de favorecerlo, parece crear, en las personas e institu¬ciones, un obstáculo difícil de superar". Son las "estruc¬turas de pecado (...que) están unidas siempre a actos concretos de las personas (...) y son fuente de otros pecados, condicio¬nando la conducta de los hombres".

Y poco después afirma que los diez Manda¬mientos, cuando no se cumplen, introducen en el mundo "condiciona¬mientos y obstácu¬los que van mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo [y que] afectan asímismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha debe ser juzgada también bajo esta luz".

En este análisis genérico de orden religioso destacan "el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad (...y) nos hallamos ante la absoluti¬zación de actitudes humanas, con todas sus posi¬bles consecuen-cias". De hecho ambas actitudes van "indisoluble¬mente unidas, tanto si predomina la una como la otra" y pueden afectar por igual a las naciones y a los blo¬ques. En el descubrimiento de las estructuras de pecado encuentra tam-bién la DSI otra forma de insistir en la primacía de la persona sobre las estructuras sociales pese a "la compleji¬dad de los problemas que han de afrontar las socieda¬des y también de las dificultades para encontrarles soluciones adecuadas" (LC., 75).

El Catecismo de la Iglesia Católica habla de "la persona y la sociedad" empezando por el "carácter comunita¬rio de la vocación humana", apelando "a las capacidades espiri¬tuales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conver¬sión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión de corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorez¬can el bien en lugar de oponerse a él.


 SOCIALIZACIÓN ECONÓMICA. TENSIÓN ENTRE SOCIALIZA¬CIÓN Y PERSONALIZACIÓN

El Estado moderno, transformado en máquina administrati¬va gigantesca, invade todos los sectores de la vida. Eso pone al hombre en un estado de temor y angustia, entre el yo y el nosotros, que frecuentemente desperso¬naliza.

Pío XI, cuando analiza las relaciones entre capi¬tal y trabajo, condena el liberalismo extremo y también la doctrina que defiende "que, quitando únicamente lo suficiente para amorti¬zar y reconstruir el capital, todo el producto y el rendimiento restante correspon¬d(a) en derecho a los obreros" también condena la teoría y la praxis de los socialistas, “según los cuales todos los medios de producción deben transferirse al Estado, esto es, como vulgarmen¬te se dice, 'socia¬lizarse'".

Pío XII, hablando a los obreros católicos italia¬no, diferenciados específicamente en su organiza¬ción de los sindicatos, justi¬fica la socialización [económica] "solo en los casos en que se presenta realmente requerida por el bien común", como único medio eficaz "para remediar el abuso o para evitar un desperdicio de las fuerzas productivas" y también "para asegurar el ordena¬miento orgánico de estas mismas fuerzas y dirigirlas en beneficio de los intereses económicos de la nación", sin negar que "la sociliazación implica la obligación de una congrua indenmización" que resultará de calcular "lo que en las circuns¬tancias concretas es justo y equitativo para todos los interesa¬dos" (GS., 65b).

 ARTÍCULO.
DERECHOS HUMANOS COMO EXPRESION DE DIGNIDAD.


Es importante,  para empezar a hablar de los derechos humanos tener en cuenta, el mismo valor que posee la dimensión humana del hombre y por tanto el valor que emerge con ella, por tanto hay que recurrir a términos que nos expliquen la importancia  o el respeto de este mismo ser. Tal como lo es la dignidad humana   puesto que esta  es un valor inherente al ser humano por su condición de tal, valor que es de orden superior en relación al de los demás seres vivos del cosmos.
Además La dignidad,  es el derecho que tiene cada ser humano, de ser respetado y valorado como ser individual y social, con sus características y condiciones particulares, por el solo hecho de ser persona y que en muchas ocasiones se ve atropellada por los mismos.
Por tanto, es a partir de ello que comenzamos a  tratar o hablar de los  derechos del hombre  ante una sociedad;  entendiéndose por ello  como  los deberes o las mismas obligaciones que están sujetos en la vida del mismo, y que  se deben cumplir  y respetar ante el medio donde habita, sin importar su raza, costumbres, religión, políticas entre otras.
Sin embargo, muchas instituciones públicas y privadas como la (ONU, la Iglesia católica, etc.) han tomado cartas en el asunto y velan para que no se presenten irregularidades en los mismos para que así halla una mejor convivencia social y familiar en las diversas partes de la geografía mundial.
Pero  ello,  no quiere decir que no se presenten casos de irregularidades en este mismo plan, al contrario son cada vez más los casos que se presentan por violación de los mismos; convirtiéndose  así en una necesidad urgente en todas las sociedades, y preocupa en gran manera.
Razón por la cual,  la Iglesia se ha manifestado a través de sus escritos, acciones, etc.  Como lo han hecho  desde épocas antiguas, con  diversas personalidades eclesiales, y más aún   en  nuestra actualidad, se sigue  velando por la importancia que tiene el hombre dentro de la sociedad y más cuando se entiende que es un individuo creado por Dios, a su imagen y semejanza.

Hay que mencionar además las palabras del papa Juan XII "la Iglesia católica enseña y proclama una doctrina de la sociedad y de la convivencia humana" basada en el hombre, "causa y fin de todas las instituciones sociales".  Aclarando de esta manera que es mediante las personas que se hace posible una sociedad, y por lo cual se debe educar y valorar a  la misma,  para que aprenda a convivir y respetar la importancia de todos, puesto que se debe de vivir como miembro de una comunidad










2 encuentro



BARTOLOMÉ DE LAS CASAS Y LOS DERECHOS HUMANOS



La persona y obra de Fray Bartolomé de las Casas (1484-1566) se nos presenta en nuestro tiempo estrechamente ligada a la teoría y práctica de los derechos humanos. Bartolomé de las Casas fue el defensor de los indios y, por ende, defensor de los hombres, de todos los hombres, de todos los oprimidos en todos los tiempos y en todos los lugares. Defenderá sus derechos como seres humanos, personas racionales y libres, y luchará por conseguir para ellos la dignidad, la libertad, la justicia, preservar su cultura, su tierra y sus bienes.

Durante cinco siglos su figura ha estado rodeada de polémica: para unos, es el gran promotor de los derechos humanos, como defensor de los indios y de todos los hombres, particularmente los oprimidos; para otros, ha sido gran agitador de masas, personalidad obsesiva-compulsiva, cuyos escritos panfletarios contribuyeron a la leyenda negra contra España.

Comentamos algunos aspectos relevantes de la vida y la obra de Bartolomé de Las Casas, particularmente su antropología filosófica y la caracterización de los derechos naturales del ser humano. Los derechos naturales es la formulación de la época de lo que posteriormente se desarrollará como derechos humanos. Caracterizamos brevemente, desde una perspectiva histórica y temática, las tres generaciones de los derechos humanos, para considerar la figura de Fray Bartolomé de las Casas como destacado representante de lo que calificamos como “generación cero”.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, 1948, ha adquirido un progresivo reconocimiento y presencia en la conciencia de los hombres, en los ordenamientos jurídicos de los Estados, y en las políticas de los gobiernos, pero sigue planteándose como el gran desafío para el futuro de la humanidad: el garantizar todos los derechos humanos para todos los seres humanos, puesto que la humanidad es una, como ya argumentara Bartolomé de Las Casas. En el desarrollo de los derechos humanos se han diferenciado tres etapas –tres generaciones-, además de la denominada “generación cero”, que está referida a ese largo pasado de tradiciones religiosas, filosóficas y culturales, que recogen las aspiraciones de dignidad, libertad, justicia y felicidad del ser humano. En ese pasado y en primera línea, se nos presentan autores españoles como Pedro de Córdoba, Antón de Montesinos, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Melchor Cano, que ya en el siglo XVI, y desde un espíritu humanista y humanitario, son los primeros tratadistas de los derechos naturales y del derecho de gentes. En este prestigioso grupo de pensadores españoles de modo especial destaca Fray Bartolomé de Las Casas.

VIDA Y OBRA DE BARTOLOMÉ DE LAS CASAS BARTOLOMÉ DE LAS CASAS (1484-1566), fraile dominico español, cronista, historiador, filósofo, teólogo, jurista, obispo de Chiapas, es reconocido como el gran defensor de los indígenas americanos. Nació en Sevilla, donde cursó estudios de latín y humanidades. El curriculum de la época era el trilingüe (latín, griego y hebreo), el trivium, (gramática, retórica y dialéctica) y el cuatrivium (aritmética, geometría, astronomía y música). A los nueve años, el 31 de marzo de 1493, vivió un suceso memorable: el regreso a Sevilla de Colón que volvía del descubrimiento de América con “gran alarde de indígenas, loros y papagayos”. Meses después, el 25 de septiembre, su padre, Pedro de las Casas y el tío, Francisco de Peñalosa, embarcaron en el segundo viaje de Colón. En 1494, regresó su padre con un indio taíno esclavo, que estuvo con Bartolomé hasta 1500 cuando, por orden de Isabel la Católica, fue devuelto a América, junto con los otros indios traídos a España.

En 1502, Bartolomé de Las Casas embarcó para la isla La Española o Santo Domingo, en la flota del nuevo gobernador Nicolás de Ovando, movido por la sed de aventuras y afán de riqueza propias de un joven de dieciocho años. En La Española, fue colono, minero y encomendero. A las órdenes del gobernador Nicolás de Ovando y del capitán Diego Velázquez, toma parte en las luchas contra los indios en Xaraguá, donde recibe como recompensa un indio de esclavo. También lucha contra los indios en Higüey, y recibe un grupo de indios en encomienda, con los que instala una labranza, cerca del poblado de Concepción de la Vega.

En 1506, regresó a Sevilla y continuó viaje a Roma donde, según algunos autores, es ordenado sacerdote en 1507. (Según otros investigadores habría sido ordenado sacerdote por el obispo de Puerto Rico, don Alonso Manso, no antes de diciembre de 1512, cuando el primer obispo llegó a las Indias). Había viajado acompañando a Bartolomé Colón, para visitar al Papa. El regreso a España fue en compañía del rey Fernando el Católico. En 1508 vuelve a La Española, donde el almirante Diego Colón le concede una encomienda en La Concepción. En 1510, llegan los primeros frailes dominicos a la isla, dirigidos por fray Pedro de Córdoba. En 1511, vivió el conflicto de los conquistadores con los frailes dominicos, especialmente el famoso sermón de fray Antón de Montesinos, denunciando el trato inhumano que se estaba dando a los esclavos indígenas. En La Historia de las Indias, recoge este suceso. El domingo 21 de diciembre subió al púlpito fray Antón de Montesinos y tomó por tema de su sermón, que ya llevaba escrito y aprobado por el resto de la comunidad, el trato indigno dado a los indígenas: “todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tal cruel y horrible servidumbre a estos indios? Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas; ¿dónde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dales de comer ni curar  sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amaros como a vosotros mismos? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis, no podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo” (Historia de las Indias. Obras Completas (en adelante OC) 5, 1761-1762).

El sermón, a juicio de Las Casas, dejó atónito al auditorio, como fuera de sentido, algunos incluso compungidos, pero ninguno convertido. Ante las denuncias de los dominicos, el rey Fernando convocó una junta de teólogos y juristas, y como resultado de sus deliberaciones se promulgaron las Leyes de Burgos, el 27 de diciembre de 1512.

En la Historia de Indias, Bartolomé de las Casas realiza un minucioso análisis crítico de estas leyes. 4 En 1512, es ordenado sacerdote. Muy probablemente recibió la ordenación del obispo de Puerto Rico, Alonso Manso. Lo recoge en la Historia de Indias, (OC. 4, 1519): “En este mismo año había cantado misa nueva un clérigo llamado Bartolomé de las Casas, natural de Sevilla, de los antiguos de esta isla, la cual fue la primera que se cantó nueva en todas estas Indias y, por ser la primera fue muy celebrada y festejada del Almirante y de todos”. También este año vendió la hacienda que tenía en La Española, y se unió a la conquista de Cuba como capellán de los conquistadores, recibiendo en la isla una buena encomienda, que administra junto a Pedro de Rentería, hasta 1514. Hasta esta fecha Bartolomé de las Casas fue pues, colono, minero, encomendero, además de clérigo. Él mismo escribe que en esa época se ocupaba “en mandar sus indios de repartimiento en las minas para sacar oro y hacer sementeras y aprovechándose de ellos cuánto podía”. Cuando Bartolomé se proponía viajar a Cuba se confesó con un dominico, que le negó la absolución por tener indios de encomienda.

A mediados de 1514, Fray Bartolomé toma conciencia de las inhumanas condiciones en que viven los indios, criticando como radicalmente injusta la institución de la encomienda. Considerará a los indios como los únicos y legítimos dueños de las tierras del Nuevo Mundo. Ante Diego Velazquez, renuncia a sus indios, y el 15 de agosto de 1514, dice misa y en la predicación públicamente se compromete a cambiar su vida y dedicarla a la defensa de los indios. Es su “primera conversión” a sus treinta años de edad. Se propone presentarse ante el rey Fernando el Católico para mostrarle y convencerle de los continuos abusos y atropellos que se están cometiendo con los indios, y de que las leyes no se respetan. Bartolomé de las Casas y fray Antón de Montesinos viajan a España presentando las denuncias, primero ante el rey Fernando, el 23 de diciembre de 1515, y después ante el Cardenal Cisneros, pues el rey Fernando muere en 1516. Bartolomé piensa viajar a Flandes, donde estaba Carlos V, pero el Cardenal Cisneros le disuade, comprometiéndose a dar cumplimento a sus deseos y trasmitir las quejas. Cisneros envía a un grupo de frailes jerónimos para investigar las denuncias y nombra a Bartolomé de Las Casas “protector de los indios”, en 1516, cargo con el que regresará a América muy decidido a cumplirlo. Vivirá la situación conflictiva con los frailes jerónimos, a quienes considera incapaces de resolver los problemas. Volverá a España y, el 19 de mayo de 1520, obtendrá una capitulación para realizar una colonización pacífica en la costa de Paria, actual Venezuela. Su idea era establecer a labradores y granjeros, propiciando de manera pacífica el acercamiento a los indios que conservarían plenamente su libertad y, sin violencia, serían evangelizados.

En 1521, tras el estrepitoso fracaso de colonización pacífica, pues los indios acaban con la mayoría de los campesinos, reemprenderá viaje a Santo Domingo. Cansado y derrotado en su proyecto más querido, vuelve al refugio del convento dominico. Un año después, en 1522, decide ingresar en la Orden de Predicadores, lo que se ha llamado “segunda conversión”, en la Isla Española, en el convento de la Villa de Santo Domingo, pasando de sacerdote diocesano, dueño de propiedades, a dominico despojado de toda propiedad, sometido a sus superiores, y dedicado a la evangelización. Aunque era sacerdote y contaba 37 años de edad, se le exigió más de tres años de estudio en la Orden. Cabe pensar que el estudio, las lecturas, la reflexión y elaboración doctrinal de Bartolomé de Las Casas, estaría muy orientado y condicionado desde sus experiencias y vivencias previas con los indios, en sus años de encomendero. Durante esos años de vida conventual, de 1522 a 1526, es un tiempo de estudio, profundizando en la doctrina teológica, filosófica y jurídica de Santo Tomás, Cardenal Cayetano, Francisco de Vitoria, entre otros muchos autores. Escribe una de sus grandes obras, De unico vocationis modo omnium gentium ad veram religionem, que contiene la estructura vertebral de la doctrina lascasiana. Argumenta que la conversión de los indios al evangelio debe lograrse exclusivamente mediante la persuasión y nunca por la violencia. Se muestra como gran defensor de los indios.

Es esta obra la más teórica, teológica y jurídica, y también de extraordinaria relevancia práctica. La justificación de la presencia de España en las Indias solamente viene dada por la salvación del indio mediante la evangelización. La encomienda lleva realmente a la máxima injusticia que es la esclavitud, una inmoralidad colectiva, que a su vez desencadena guerra con sus efectos destructores. Defiende vehementemente la racionalidad del indio, sujeto de derechos naturales, libertad y propiedad. Sólo hay un camino establecido por Dios para que los hombres reciban la religión verdadera: “la persuasión del entendimiento por medio de razones y la invitación de la voluntad”. “Única, sola e idéntica para todo el mundo y para todos los tiempos fue a la norma establecida por la divina providencia para enseñar a los hombres la verdadera religión, a saber: persuasiva del entendimiento con razones y suavemente atractiva y exhortativa de la voluntad. Y debe ser común a todos los hombres del mundo sin discriminación alguna de sectas, errores o costumbres depravadas” (De unico vocationis modo. OC. 2, 17). 6 Pasados tres años de vida en la comunidad, se le encarga, en 1526, una empresa laboriosa y también honorífica: fundar y regentar un nuevo convento en Puerto Plata (Isla Española). Es nombrado prior y reelegido en 1530 y 1531. En estos años comienza a escribir la Historia de las Indias. Allí pasará un tiempo tranquilo dedicado al estudio, antes de volver implicarse en la misión de denunciar los pecados e injusticias de los encomenderos y defender los derechos de los indios.

Los colonos consiguen su traslado a Santo Domingo y escribirán una acusadora carta al rey, dándole cuenta del desasosiego y escándalo sembrado en la villa. El Consejo de Indias le remitirá una seria amonestación. A finales de 1534, Fray Bartolomé y otros dominicos emprenden un viaje al Perú para trabajar en defensa de los indios y fortalecer también las actividades de su orden. Dificultades varias impidieron a Las Casas llegar a su destino quedando en Nicaragua, primero, y Guatemala y México, después. En Guatemala ensaya Fray Bartolomé, con más éxito, el plan de evangelización y colonización pacífica, que había intentado en Cumaná y en Nicaragua con resultados tan adversos. En Vera Paz pone a prueba el proyecto que había trazado en su obra De unico vocationis modo, procurando la conversión de los indígenas a la verdadera religión por el único método del diálogo y la persuasión, para lo cual se prohibía la entrada a ningún español. En 1538, asiste al Capítulo Provincial de México, en el convento de Santo Domingo.

Durante esta estancia en México, consigue cartas de recomendación del virrey Don Antonio de Mendoza y otros, para viajar de nuevo a España, y entrevistarse con el emperador Carlos V en favor de los indios. En 1540 viajará a España, convencido de que es en la corte española donde se da la batalla por los derechos del indio. En 1542, Carlos V convoca a los mejores teólogos y se celebran las Juntas de Valladolid. El resultado de las discusiones allí habidas llevó a la promulgación, el 20 de noviembre de 1542, de las Nuevas Leyes de Indias, en las que se prohibía la esclavitud de los indios y se ordenaba que todos quedaran libres de los encomenderos y pasaran a la directa protección de la corona. Se disponía también que en las nuevas exploraciones y conquistas de tierras debían estar presentes religiosos, para asegurar la forma pacífica de diálogo y persuasión para la conversión al cristianismo. Las Casas, que había criticado duramente las Viejas leyes de Burgos-Valladolid de 1512-1523, reconoce avances en las Nuevas Leyes de Indias, y las saluda como buen comienzo, pero como era previsible no se cumplieron. En este año escribió la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, para argumentar sus demandas en pro de los indios, denunciando con crudeza y sin paliativos las atrocidades cometidas por los conquistadores. Los antilascasianos han querido ver en este escrito el origen de la leyenda negra contra España.

En 1542 es nombrado obispo de Cuzco, pero no acepta y propone en su lugar a Bartolomé de Carranza, (también dominico que será procesado años después por la Inquisición). En 1543, es nombrado obispo de Chiapas. Vuelve a declinar el nombramiento, pero sus compañeros de Orden le convencen de la bondad de tal honor para defender con mayor fuerza la causa indígena. En el obispado se incluía la diócesis de la región de Texulutlán, donde se desarrollaba el proyecto de evangelización pacífica de Vera Paz. Consagrado obispo en el convento de San Pablo de Sevilla, se embarcó en julio de 1544 con rumbo a La Española y de allí a Chiapas en un viaje muy accidentado, con 46 dominicos.

La aventura episcopal de Chiapas se acabó de modo parecido a la aventura colonizadora de Cumaná, de las que al menos salió con vida. En Chiapas se encuentra con una situación muy problemática. Los españoles encomenderos se oponen al cumplimiento de las Leyes Nuevas, que les privan de tantos beneficios y privilegios. Ven en el nuevo obispo el principal valedor de esas leyes y lo consideran enemigo. Bartolomé de Las Casas intenta fundar un convento dominico, pero es tal la oposición que llega hasta intento de asesinato. Redactó los doce puntos de su Confesionario, y dispuso que nadie pudiera absolver de los pecados a quienes tuvieran indios esclavos. Excomulgó a los encomenderos. Se enfrentó con la feligresía y los mismos clérigos. Se traslada nuevamente a México, en 1546, para participar en una junta de prelados y religiosos donde se discutió sobre el cumplimiento de las nuevas leyes con muy escaso éxito. Tiene enfrentamientos con el virrey Antonio de Mendoza, y no muy buenas relaciones con los obispos de Guatemala y Nicaragua. Viaja nuevamente a España en 1547 (el décimo y último de sus viajes). Eligió como lugar de residencia el colegio de San Gregorio, en Valladolid, lugar de la corte y principal centro de estudio y formación de la orden dominicana. Continuará trabajando en sus obras, especialmente la Historia de las Indias.

En 1550, “su majestad mandó hacer una congregación en la villa de Valladolid, de letrados, teólogos y juristas que se juntasen en el Consejo Real de las Indias para que platicasen y determinasen si contra la gente de aquellos reinos se podían lícitamente y salva justicia, sin haber cometido nuevas culpas más de las de su infidelidad cometidas, mover guerras que llaman conquistas”. Conviene hacer notar que, por primera vez, y quizá por última, un imperio  organizó oficialmente una encuesta sobre la justicia de los métodos empleados para extender su dominio. Es muy famoso el debate entre Fray Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda.

El texto de Sepúlveda, Democrates alter, sostenía la inferioridad de los indios y la conveniencia de su sometimiento a sus conquistadores. Las Casas hizo lo imposible ante el Consejo de las Indias y el Consejo de Castilla, impidiendo su publicación. Pero un resumen del mismo, con el título de Apología, lo conseguirá publicar en Roma. Contraatacó Las Casas: “deliberó el dicho obispo de Chiapa escribir cierta Apología, también en romance, contra el Sumario del Doctor, en defensa de los indios, impugnando y aniquilando sus fundamentos, y respondiendo a las razones y a todo lo que el doctor pensaba que le favorecía, declarando al pueblo los peligros, escándalos y daños que contiene su doctrina”.

El Consejo citó a Sepúlveda y Las Casas para que expusieran sus tesis. Primero intervino Sepúlveda durante dos o tres horas, sin leer y sin que asistiera Las Casas. Después llamaron al obispo quien en “cinco días continuos leyó toda su Apología”. Tampoco en este caso estuvo presente Sepúlveda. Domingo de Soto fue encargado de resumir la argumentación de uno y otro, con satisfacción general. Sepúlveda coligió doce objeciones contra sí, a las cuales dio por escrito doce respuestas, y contra ellas volvió a hacer el obispo doce réplicas. Conviene notar que ni el Demócratas alter del doctor, ni la Apología del obispo se publicaron entonces. La cuestión central era “si es lícito a Su Majestad hacer guerra a aquellos indios antes que se les predique la Fe para sujetarlos a su Imperio, y que después de sujetados puedan más fácil y cómodamente ser enseñados y alumbrados por la doctrina evangélica del conocimiento de sus errores y de la verdad cristiana”.

Sepúlveda defenderá la respuesta afirmativa a esta cuestión afirmando que la guerra no es sólo lícita y justa, sino también conveniente. Argumenta en cuatro razones: la gravedad de los delitos que cometen los indios, en especial la idolatría y los pecados contra natura; la naturaleza servil y bárbara; los sacrificios de hombres y la antropofagia; la predicación del Evangelio sería más cómoda y eficaz si antes se les ha sometido. Fray Bartolomé de Las Casas defendía la racionalidad, libertad y dignidad del indio, así como el carácter radicalmente injusto, inicuo y tirano de la guerra y la conquista. Para Las Casas el único título para la intervención en el Nuevo Mundo es la donación pontificia y el mandamiento de Cristo de “id y predicar el Evangelio a todas las gentes” y la predicación “no in armis”, sino en paz y mediante la persuasión. La disputa terminó en  tablas, para unos ganó el obispo y para otros el doctor. La Junta no llegó a emitir el informe final y la conquista siguió adelante. Fray Bartolomé decide renunciar al obispado de Chiapas, en 1550, para dedicarse en España a la redacción y publicación de sus obras y a obtener cédulas reales a favor de los indios.

Así, en 1552, obtuvo el envío de más misioneros a las Indias, si bien tras numerosas vicisitudes y con escaso resultado práctico. En este mismo año publica los famosos ocho tratados que podemos clasificar en tres tipos: a) de Crónica indiana, La brevísima relación de destrucción de Indias; b) de ética-moral, Confesionario, Octavo remedio, Esclavos; c) de política indiana, Controversia, Treinta proposiciones, Tratado comprobatorio, Principia quaedam.

La Brevísima relación de destrucción de Indias es el relato más negro y demoledor que se ha escrito sobre la obra española en el Nuevo Mundo. Científicamente es muy inferior a la Historia de las Indias y a la Apologética Historia. Su carácter es más panfletario, con escaso rigor metodológico, con exageraciones y hasta falsificaciones. Por su gran difusión ha sido una pieza angular para la construcción de la leyenda negra sobre la colonización española: “todas estas universos e infinitas gentes a todo genere creó Dios los más simples, sin maldades ni dobleces, obedentísimas y fidelísimas… más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas y bullicios, no rijosos, no querellosos, sin rencores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo…. Son eso mismo de limpios o desocupados e vivos entendimientos, muy capaces e dóciles para toda buena doctrina…De estas ovejas mansas, y de las calidades susodichas por su Hacedor y Criador así dotadas, entraron los españoles, desde luego que las conocieron, como lobos e tigres y leones, cruelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte, hasta hoy, e hoy en este día lo hacen, sino despedazarlas, matarlas, angustiarlas, afligirlas, atormentarlas y destruirlas por las extrañas y nuevas e varias e nunca otras tales vistas, ni leídas ni oídas maneras de crueldad” (OC. 10, 34).

También en estos años continúa la redacción de la Historia de las Indias y la Apologética historia sumaria. La Historia de las Indias además de ser la historia del Nuevo Mundo tiene carácter autobiográfico. La comenzó a concebir en 1527 y nunca la terminó. En 1559 la legó manuscrita al Colegio de San Gregorio con el compromiso de que no se publicase en lo que restaba de siglo.

Hasta 1875, no vio la publicación esta obra escrita con tanto esfuerzo y tanto amor, pues estaba concebida desde lo que podríamos llamar providencialismo (Dios es autor y rector de la vida humana) y humanismo (los indios son hombres y como seres racionales tiene tal dignidad). Es una obra de difícil lectura por su gran extensión, desorden y sintaxis complicada.

La Apologética historia sumaria es todo un tratado de antropología comparada en el que compara las culturas indígenas a las de la antigüedad clásica, subrayando las virtudes y grandes merecimientos de los habitantes del Nuevo Mundo. La Brevísima era un catálogo de los crímenes y monstruosidades hechos por los conquistadores, la Apologética recoge todas las excelencias de los indios llevadas a los extremos más increíbles. Es una obra de historia natural y moral, de geografía física, humana y antropología cultural. El título resulta ilustrativo: Apologética historia sumaria, cuanto a las cualidades, disposición, descripción, cielo y suelo de estas tierras, y condiciones naturales, policías, repúblicas, maneras de vivir y costumbres de estas Indias occidentales, cuyo imperio soberano pertenece a los Reyes de Castilla (Apologética historia sumaria. OC. 6 a 8). Las Casas no sólo defendía la dignidad y libertad de los indios, sino también su cultura, su tierra y sus bienes. Los últimos años de su vida los pasó en Madrid. El prestigio de Las Casas quedó seriamente tocado ante el Consejo de Indias como consecuencia de la edición sevillana de los ocho tratados, sin las correspondientes licencias.

Ello le llevó a renunciar a publicar nuevos libros, incluido la Historia de las Indias, en el que había trabajado con tanto interés e ilusión. Las Pragmáticas Reales le impidieron publicar libremente. Todavía escribió varios memoriales, así como las obras tituladas De thesauris y Doce dudas, en las que defiende el derecho de propiedad de los indios a sus tierras y tesoros. Días antes de morir preparó su último memorial para el Consejo de Indias, en el que hace una defensa de su vida y su obra a favor de los indios, y denuncia las dos especies de tiranía, una “la que llamaron conquistas en aquellos reinos, no nuestros, sino ajenos, de los reyes y señores naturales, en cuya pacífica posesión los hallamos. La otra fue y es la tiránica gobernación, mucho más injusta y más cruel que la con qué el Faraón oprimió en Egipto a los judíos, a que pusieron por nombre repartimientos o encomiendas”.
Solicita que el Consejo estudie sus argumentaciones, que él sintetiza en las siguientes conclusiones: “La primera, que todas las guerras que llamaron conquistas fueron y son injustísimas y de propios tiranos. La segunda, que todos los reinos y señoríos de la Indias tenemos usurpados. La tercera, que las encomiendas y repartimientos de indios son iniquísimos, y de ser se malos, y así tiránicos, y la tal gobernación tiránica. La cuarta, que todos los que las dan pecan mortalmente, y los que las tienen están siempre en pecado mortal, y si no las dejan, no se podrán salvar. La quinta, que el Rey, nuestro señor, que Dios prospere y guarde, con todo cuanto poder Dios le dio, no puede justificar las guerras y robos hechos a estas gentes, ni los dichos repartimientos o encomiendas, más que justificar las guerras y robos que hacen en los turcos al pueblo cristiano. La sexta, que todo cuanto oro y plata, perlas y otras riquezas que han venido a España, y en las Indias se trata entre nuestros españoles, muy poquito sacado, es todo robado. Digo poquito sacado, por lo que sea quizá de las islas y partes que ya hemos despoblado. La séptima, que si no lo restituyen los que lo han robado y hoy roban por conquistas y por repartimientos o encomiendas y los que de ello participan, no podrán salvarse.

La octava, que las gentes naturales de todas las partes y cualquiera de ellas donde habremos entrado en las Indias, tiene derecho adquirido de hacernos guerra justísima y traernos del haz de la tierra, y este derecho les durará hasta el día del Juicio” (Vida y obras. OC. 1, 383).

Murió, días después, el 18 de julio de 1566, en el convento de Nuestra Señora de Atocha, en Madrid, y fue sepultado en la capilla mayor del convento. La vida y obra de Bartolomé de las Casas es la respuesta a la denuncia de Montesinos en el famoso sermón: “Los indios, ¿no son hombres, no tienen ánimas racionales? Reafirmará, una y otra vez, la humanidad del indio, la racionalidad, la dignidad y libertad, el derecho a su tierra y a sus tesoros, a su cultura, a su autodeterminación como pueblo.

Ningún estado, ni rey ni emperador pueden enajenar territorios, ni cambiar régimen político de los pueblos o naciones sin consentimiento expreso de sus habitantes (De regia potestate. OC. 12, 99). Bartolomé de Las Casas dedicó su vida y su obra a la defensa de los derechos del hombre, de todos los hombres (indios, españoles y negros), sin distinciones. En el siglo XVI imaginó y deseó fervientemente para el Nuevo Mundo otros caminos, visualizando los peligros y desgracias, si no se modificaba el rumbo. Quinientos años después sus denuncias siguen vigentes y nos animan a pensar en otro mundo posible y luchar por alcanzarlo.

ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA DE BARTOLOMÉ DE LAS CASAS: Derechos naturales y derechos humanos. El marco teórico en el que se sitúa Bartolomé de Las Casas es la filosofía escolástica y el humanismo renacentista. Más concretamente, la filosofía escolástica es la filosofía tomista de la Escuela de Salamanca, como no podía ser de otro modo tratándose de un fraile dominico del siglo XVI. Además de la filosofía de Santo Tomás, está especialmente atento a las interpretaciones y desarrollos de Francisco de Vitoria.

La filosofía escolástica procura conjugar y conciliar dos vías: el discurso natural propio de la razón humana y la revelación cristiana. Para la filosofía escolástica la dignidad del hombre le viene dada por ser creado por Dios, padre de todos los hombres, mientras que el humanismo renacentista reconocerá tal dignidad en el hombre por sí mismo, y el lugar que ocupa en el cosmos. Bartolomé de Las Casas argumentará la dignidad del hombre por ser creatura de Dios, pero también por sí mismo, ya que las naturalezas creadas tienen autonomía propia. Así defenderá la dignidad de los indios con argumentos escolásticos y también propios del renacimiento y humanismo Para Bartolomé de Las Casas, el hombre, precisamente por su naturaleza, tiene unos derechos naturales.

En el plano filosófico, el hombre, por su naturaleza racional y volitiva, tiene una dignidad que le hace acreedor de determinados derechos de forma connatural e inalienable. En el plano teológico, la dignidad le viene dada por ser criatura de Dios, a su imagen y semejanza. Ambos planos, el natural y el revelado, lo comparten todos los hombres que, en su dignidad, son todos absolutamente iguales, como miembros todos de la especie humana. Para la escolástica, el hombre es por naturaleza animal racional. Esta es su definición. La animalidad y racionalidad son sus notas esenciales, y tanto de una como la otra se derivan ciertas necesidades o inclinaciones naturales que el hombre tiene derecho a satisfacer, que generan derechos. De la animalidad surgen las necesidades propias de la vida, corpórea, vegetativa y sensitiva, que engendran derechos, como el derecho a la vida misma que conlleva las condiciones materiales para una vida digna y de calidad humana: vivienda, alimento, agua, vestido, trabajo, salud. De la racionalidad surgen los derechos al conocimiento y a la libertad.

El hombre tiene derecho a la libertad de pensamiento y de acción, en el marco del bien común. Tiene derecho a vivir en sociedad, a aceptar a sus gobernantes, a practicar libremente una religión, a comunicarla a los demás.

Bartolomé de Las Casas defiende los mismos derechos para los indios y para los españoles (también para los negros), si bien en estricta justicia tendrá en primer plano la defensa de los que él considera más débiles, los indios. En los indios, como seres humanos de plenos derechos, argumenta su racionalidad, libertad, sociabilidad, derecho a gobernarse, a preservar su cultura, tener posesiones y tierras, a aceptar libremente la religión cristiana. Los españoles tienen derechos a establecerse en otras tierras y tener posesiones, a comunicar su cultura, a predicar el evangelio, pero todo ello preservando los derechos de los indios y el bien común. Todos los hombres son racionales y libres. Todos los hombres tienen la misma estructura de cuerpo y alma. Todos están dotados de entendimiento y voluntad.

Todos son racionales y libres. Todos pertenecen al mismo linaje. “Porque todas las naciones del mundo son hombres, y de todos los hombres y de cada uno de ellos es una, no más, la definición, y esta es que son racionales; todos tienen su entendimiento y su voluntad, y su libre albedrío, como sean formados a la imagen y semejanza de Dios. Todos los hombres tienen sus cinco sentidos exteriores y sus cuatro interiores, y se mueven por los mismos objetos dellos; todos tienen los principios naturales o simientes para entender y aprender y saber las ciencias y cosas que no saben, y esto no sólo en los bienes inclinados, pero también se hallan en los que por depravadas costumbres son malos. Todos se huelgan con el bien y sienten placer con los sabroso y alegre, y todos desechan y aborrecen el mal, y se alteran con lo que les hace daño. Así que todo linaje de los hombres es uno, y todos los hombres cuanto a su creación y a las cosas naturales son semejantes, y ninguno nace enseñado, y así todos tienen necesidad de a los principios ser de otros, que nacieron primero guiados y ayudados. De manera que, cuando algunas gentes tales silvestres en el mundo se hallan, son como tierra no labrada, que producen fácilmente malas hierbas y espinas inútiles, pero tienen dentro de sí virtud tanta natural, que labrándola y cultivándola dan frutos domésticos, sanos y provechosos.

Todas las naciones del mundo tienen entendimiento y voluntad, y lo que de ambas a dos éstas potencian en el hombre, resulta que es el libre albedrío, y por consiguiente todos tienen virtud y habilidad o capacidad a esta buena inclinación natural para ser doctrinados persuadidos y atraídos a orden y razón, y a leyes, y a la virtud y a toda bondad“ (Apologética historia sumaria, II, OC. 7. 536-537). En el debate con Juan Ginés de Sepúlveda, éste argumentaba que los indios eran siervos por naturaleza, por ser salvajes o bárbaros tienen que ser gobernados por los que son superiores a ellos, los españoles.

Para Las Casas los indios no son bárbaros por  naturaleza, ni siquiera tienen la racionalidad disminuida, y por tanto son aptos para gobernarse. La naturaleza no hace nada en vano y no puede hacer a todo un pueblo incapaz de gobernarse. Además, si fuera fallo de la naturaleza, lo sería de Dios que es su creador. Ciertamente los indios tienen algunos comportamientos salvajes, pero son susceptibles de modificación por la educación y evangelización para que puedan gobernarse y comportarse adecuadamente. Tal enseñanza y ayuda es a plazo limitado.

La filosofía escolástica de Las Casas es más humanista que la filosofía renacentista de Sepúlveda, que podría aparecer como más representativa de la modernidad de la época, y que veía a los indios como intrínsecamente perversos y dignos de castigo, por sus crímenes de lesa humanidad (sacrificios humanos y antropofagía). Es que para unos la humanista era la que se mostraba en la civilización europea de la época, mientras que, para Las Casas, la humanista era consustancial al indio, por ser hombre. Las Casas reivindica la cultura indígena. Su obra Historia de las Indias es el mejor exponente. Los indios han generado una cultura de grandes conquistas, superior en algunos aspectos a la grecorromana, y por tanto es merecedora de reconocimiento y valoración.

Pero tal consideración no le lleva a posiciones relativistas de considerar a cualquier cultura como igualmente valiosa, pues admite que presenta desviaciones de la razón y la naturaleza humana y por tanto necesita de correcciones mediante la educación y evangelización. Derecho a la libertad. Todos los hombres son iguales y comparten la misma naturaleza racional. Por su entendimiento y voluntad todos los hombres nacen libres. Dios no hizo a un hombre esclavo de otro, sino que a todos concedió idéntico arbitrio y ninguna criatura racional debe subordinarse a otra. Si todos los hombres son libres por naturaleza, la esclavitud o servidumbre no puede ser natural, sino meramente accidental. Por ello la libertad es de derecho natural, mientras que la esclavitud sólo puede ser de derecho de gentes y de derecho positivo. En un principio todos los hombres eran iguales y libres, sólo de manera accidental un hombre se constituyó en dueño de otro. Si la naturaleza humana es universal e igual para todos los hombres, se ha de reconocer esa dignidad ontológica en todos, sean europeos, indios o negros.

Frente a Sepúlveda y otros que pretendían negar la plena racionalidad, y por tanto libertad, de los indios, Bartolomé de Las Casas escribirá la Apologética historia sumaria para demostrar la plena racionalidad y libertad de los indios, poniendo en valor sus capacidades corporales e intelectuales, sus conocimientos, la cultura que desarrollaron, las costumbres y modo de vida, la política, arquitectura, hasta su sentido 15 religioso. Sólo cuestiona las prácticas absolutamente rechazables de sacrificios humanos y antropofagia, susceptibles de eliminarse mediante la educación y evangelización. “ Y así queda declarado, demostrado y abiertamente concluido, desde el capítulo  hasta el fin de este libro, ser todas estas gentes estas nuestras Indias políticas, bien gobernadas (cuanto es posible por vía natural y humana, sin lumbre de fe) y que tenían sus repúblicas, lugares, villas y ciudades suficientemente proveídas y abundantes, sin que para vivir política y socialmente y alcanzar y gozar de la felicidad civil, que en esta vida cualquiera buena y razonable y proveída y felices república tener y gozar desea, les faltase nada, unas más y otras poco menos y muchas en gran perfección, todo por la mayor parte, porque son todas naturalmente de muy sotiles, vivos y claros y copadísimos entendimientos.

Esto les provino (después de la voluntad de Dios, que quiso así hacerlas) por la favorable influencia de los cielos, por la disposición suave de las regiones que Dios es concedió habitasen, por la clemencia y suavidad de los tiempos, por la compostura de los miembros y órganos de los sentidos exteriores e interiores, la bondad y sobriedad de los mantenimientos, la disposición buena y sanidad de las tierras y lugares y aires locales, la templanza y moderación del comer y del beber, la tranquilidad y sosiego y sedación de las afecciones sensuales, la carencia de la solicitud y cuidado cerca de las cosas mundanas y temporales, el carecer de las perturbaciones que causan las pasiones del anima, que son el gozo, amor, ira, dolor y los demás, y también a posteriori, que es decir por las mismas obras que obran y efectos que hacen.

De todas estas causas universales y superiores y particulares inferiores, naturales y accidentales, se les siguió, por vía natura primero y después por su industria y experiencia, ser dotadas de las tres especies que hay de prudencia: monástica, por la cual el hombre sabe regir a sí mismo; económica, que sabe regir su casa, y política, que ordena y dispone para regir la ciudad” (Apologética historia sumaria III. OC. 8, 1571). Derecho a vivir en sociedad. El derecho a la libertad del hombre se contrapesa con la necesidad y el derecho de vivir en sociedad. Vivir en sociedad es connatural al hombre, que tiene derecho a ser aceptado e integrado en una sociedad, en la que pueda satisfacer sus necesidades, “ya que uno sólo no es suficiente para todo lo necesario a la vida humana”.

En la sociedad se dan distintas funciones entre sus miembros: unos son agricultores, carpinteros, zapateros… y además están los que gobiernan, porque también es natural que tenga quien le dirija y defienda. Claro que estos gobernantes han de desempeñar sus funciones con justicia, y orientados al bien común.

 “Sin diferencia, infieles o fieles son animales racionales, y por consiguiente competelles y serles cosa natural vivir en compañía de otros, y tener ayuntamientos, reinos, lugares y ciudades, y por consiguiente tener gobernadores y reyes, y competerles tenerlos, y los que lo son pertenecerles de ley e derecho natural. La razón y prueba es porque el derecho natural es común a todos los hombres del mundo, y entre todas las gentes poco más o menos siempre se hallará, como se dice en el Decreto, distinción: Ius naturale est commune omnium nationum. Luego verdad es competer a los infieles en sus reinos y provincias tener y ser reyes y reinos, y mando y jurisdicción sobre sus súbditos de derecho y ley natural, que se llaman reyes o rectores, caciques o tatoanes, u otro cualquier nombre que tengan, e tienen toco cuanto poder los reyes acá entre nosotros los cristianos platicamos o leemos en las leyes y costumbres tener los reyes.

Compete asimismo a los hombres, pueblos y ayuntamientos tener reyes o gobernadores, y a los que las tales dignidades y oficios e preminencias tiene, les pertenece de derecho de las gentes, lo cual probamos así. Como la necesidad de vivir los hombres en compañía los compeliese a juntarse, y por consiguiente, a tener quien los rigiese, no pudo ser de otra manera tenerlo, como todos fuesen libres y no uno más señor del otro que el otro de aquel, sino que todos o la mayor parte conviniesen y se concertasen en uno, en escoger o elegir a alguno que cognosciesen ser más prudente o más esforzado y señalado por la naturaleza en alguna especial gracia o virtud, o también de quien hubiesen en algunas necesidades que les acaeciesen algún beneficio recibido o le pudiesen recibir, aquel por rey o rector sobre todos elegían y de su propia voluntad y consentimiento se le sometían. Y ésta fue la primera causa y motivo que los pueblos y gentes tuvieron para elegir por reyes a unos más que a otros” (Tratado comprobatorio del imperio soberano. OC. 10, 454-455) Derecho a tener gobernantes justos y elegidos libremente.

El hombre tiene derecho a tener gobernantes y ser gobernado con justicia. La autoridad del gobernante le viene del pueblo, porque si bien la autoridad procede de Dios, no se la da directamente al gobernante, si no al pueblo y éste la deposita en la persona que ha elegido para que gobierne. El pueblo elige a quien le confiere autoridad y poder para que lo gobierne. El gobierno ha de ser con justicia porque si el gobernante es injusto pierde la autoridad que volverá al pueblo. “Los súbditos no están bajo la potestad de quien manda, sino de la ley, ya que no están debajo de un hombre, sino bajo la ley justa. De lo que se deduce que, aunque los reyes tengan ciudadanos y súbditos, éstos no son plena y propiamente posesiones suyas”.

El gobernante puede ser injusto bien por origen o por desempeño. Es 17 injusto por origen cuando ha llegado al poder ilícitamente; y es injusto por desempeño cuando aunque haya sido elegido democráticamente, se vuelve tirano y gobierna injustamente. Las relaciones del gobernante con los súbditos y de éstos con el gobernante han de estar bajo los dictados del derecho natural y de las leyes. El dominio que compete al hombre por derecho natural puede ser de jurisdicción y de posesión. Los gobernantes legítimos tienen dominio de jurisdicción sobre sus súbditos, porque es función del gobierno hacer justicia conforme a derecho y ley. Los súbditos tienen dominio de posesión sobre sus bienes. Desde estos supuestos Bartolomé de Las Casas argumenta que los indios tenían gobernantes legítimos, que fueron derrocados injustamente. También tenían posesiones legítimas de tierras y bienes y fueron privados injustamente de todo. En De regia potestate (OC, 12, 35-45) argumenta que “las tierras y las cosas, antes de ser ocupada, no pertenecían a nadie. Es decir que, antes de ser ocupada, toda cosa era libre. De aquí también se deduce que ninguna cosa inanimada, ninguna tierra, ninguna herencia, se supone sometida a servidumbre u obligación… Se llaman alodiales o libres los bienes que no están bajo el dominio de nadie más que de Dios. Porque todo lo que Dios creó lo hizo para servicio de todas las gentes que hay bajo el cielo”. “Desde los comienzos del género humano todos los hombres, todas las tierras y todas las cosas fueron libres y alodiales, esto es francas y no sujetas a servidumbre, por derecho natural y de gentes. Esto referido a los seres humanos se demuestra porque nacen libres como consecuencia de su naturaleza racional. Como todos tienen la misma naturaleza, Dios no hace a uno siervo del otro, sino que concede a todos los mismos libres albedríos. La razón de ello es, según Santo Tomás, que la naturaleza racional, como es per se, no está ordenada a otra que es su fin, como tampoco un hombre está ordenado a otro, porque la libertad es un derecho ínsito en el hombre por necesidad, y per se, como consecuencia de la naturaleza racional, y por ello es de derecho natural.

En cambio, la esclavitud es algo accidental, que les sobreviene a los hombres por obra del acaso y de la suerte... Llámese libre quien posee libre albedrío, es decir, la facultad de disponer libremente, como quiera, de su persona y de sus bienes. La diferencia entre el hombre y el esclavo consiste en esto, porque toda prohibición, temporal o perpetua, va contra la libertad e implica mengua de ella. Por eso ningún hombre bueno pierde la libertad sin perder al mismo tiempo su alma”.

 “Nunca se impuso sujeción y servidumbre alguna, ni carga, sin que el pueblo que las iba a soportar consintiese voluntariamente en dicha imposición. El pueblo mismo lo estableció así con los príncipes, como lo demuestra el que inicialmente toda cosa, todo pueblo fueron libres, de modo que si se hacían coacciones contra la voluntad del pueblo o del dominio privado de una cosa, fue por la fuerza impidiendo al pueblo usar de la libertad que le pertenecía de derecho natural. Nada hay más contrario al derecho natural que privar de una cosa a su legítimo dueño, contra su voluntad, que no quiere desprenderse de lo que es suyo propio, o entregarla al dominio ajeno de cualquier modo ilícito. Además, en origen, toda la autoridad, potestad y jurisdicción de los reyes, príncipes o cualesquiera supremos magistrados que imponen censos y tributos proceden del pueblo libre. Los derechos civiles comenzaron a existir cuando se fundaron las ciudades y se comenzaron a crear magistrados y el Imperio Romano comenzó a transferir al príncipe toda la potestad de imponer cargas.

De este modo el pueblo fue la causa eficiente de todos los reyes, príncipes y magistrados legítimos. Por tanto, si el pueblo fue la causa efectiva o eficiente y final de los reyes y los príncipes, puesto que tuvieron origen en el pueblo mediante una elección libre, no pudieron imponer al pueblo nunca más que los servicios y tributos que fuesen gratos al mismo pueblo y con cuya imposición consistiese libremente el pueblo. De donde se deduce claramente que al elegir al príncipe o rey el pueblo no renunció a su libertad ni le entregó o concedió la potestad de gravarle o violentarle o de hacer o legislar cosa alguna en perjuicio de todo el pueblo o de la comunidad. No fue necesario explicitar esto cuando elegían al rey, porque lo que está implícito ni se aumenta ni disminuye, aunque no se diga expresa y declaradamente (De regia potestate. OC. 12, 61-62). Derecho a libertad de pensamiento y creencias. Bartolomé de Las Casas defendió la libertad de pensamiento y creencias como aspecto fundamental de la libertad humana. Los indios tienen derecho a escuchar libremente la predicación del evangelio y aceptar o no la religión cristiana. La religión cristiana, y toda religión, no se puede imponer por la fuerza.
 “La forma verdadera y necesaria de predicar el Evangelio es aquella que con razones persuade al entendimiento, y con suavidad atrae, mueve e induce a la voluntad”. Como las cosas físicas tienen tendencias naturales, de la misma manera el hombre como ser racional tiende a ser conducido de manera discursiva, respetuosa, dulce y suave, respetando su capacidad de raciocinio y su libre albedrío. Como ser racional el hombre se mueve por razones y argumentos y como sujeto de 19 libertad, su voluntad libre se mueve agradándola y deleitándola, con el afecto y la belleza del discurso bien construido y ornamentado. Para Bartolomé de Las Casas, la retórica como arte de la argumentación, a fin de persuadir y convencer, tiene un papel clave. En De unico vocationis modo omnium gentium ad veram religionem dedica toda una parte a estudiar y valorar los preceptos de Cicerón sobre el arte de la oratoria. La retórica, como buena argumentación razonable y emotiva, mueve al hombre a la decisión y actuación. La retórica va dirigida al intelecto y al afecto, a las ideas y a las emociones. El predicador o el maestro cuya misión es instruir y atraer a los hombres a la recta fe y religión verdadera, debe cuidar la norma y vigor de la retórica para conmover e inducir los ánimos de sus oyentes.

 “Una, sola e idéntica para todo el mundo y para todos los tiempos fue la norma establecida por la divina providencia para enseñar a los hombres la verdadera religión, a saber: persuasiva del entendimiento con razones y suavemente atractiva y exhortativa de la voluntad. Y debe ser común a todos los hombres del mundo, sin discriminación alguna de sectas, errores o costumbres depravadas” (De unico vocationis modo. OC. 2, 17). “La creatura racional ha nacido con aptitud para ser movida, conducida, dirigida y atraída blandamente, con dulzura, con delicadeza y suavemente, por su libre albedrío, de modo que voluntariamente escuche, voluntariamente obedezca, voluntariamente se adhiera y se someta. Luego, el modo de mover y dirigir, y de atraer a conducir a la criatura racional al bien, a la verdad, a la virtud, a la justicia, a la recta fe y a la verdadera religión debe ser conforme al modo, naturaleza y condición de la misma criatura racional, es decir, dulce, blando, delicado y suave, de forma que espontáneamente, con voluntad de libre albedrío, con su índole natural y capacidad escuche las cosas que se proponen y anuncian acerca del fin, de la verdadera religión, de la verdad, de la justicia y de lo demás que atañe a la fe y a la religión” (De unico vocationis modo. OC. 2, 25).

 “Quien desea inducir o conmover a sus oyentes para los fines que intenta, necesita, en primer lugar, ganarse sus ánimos, volviéndolos atentos, benévolos y dóciles, lo cual se consigue con la suavidad de la voz, mostrando un semblante modesto, con expresión de mansedumbre y delicadeza apacible de dicción; y en una palabra que enseñe, deleite y atraiga. Se requiere, ciertamente, observar estos principios al predicar la fe y llevar a los hombres a la verdadera religión, porque lo que atañe a la fe y religión cristiana exceden toda facultad natural y son muy difíciles de entender, más aún, no se entienden sino que creen sólo en virtud del imperio de la voluntad, y son además, muy arduos de practicar y muy elevados para la esperanza, tal y como en otro lugar se dijo” (De unico vocationis modo. OC. 2, 389). Derecho a evangelizar, comunicar bienes y transmitir cultura.

La obra de Las Casas De unico vocationis modo constituye la argumentación filosófica-teológica más lograda sobre el valor universal de la evangelización pacífica. Los cristianos tienen derecho a predicar el Evangelio en las Indias, como también tienen derecho a intercambiar bienes, ideas y cultura, pero en ningún caso con métodos violentos y guerras con los indios, usurpación de sus bienes y tierras, sino siempre respetando su libertad.

Critica y rechaza apasionadamente las razones que se daban para legitimar la presencia de los españoles en las tierras descubiertas a saber: el dominio del papa o del emperador sobre todo el orbe; la lucha violenta para castigar los pecados de los indios, como la antropofagia y los sacrificios humanos; la imposición de la religión cristiana como única verdadera. Al considerar si puede ser legítima la intervención violenta cuando las prácticas de los infieles van contra los derechos humanos, caso de la antropofagia y sacrificios humanos, llega a razonar que cuando la intervención bélica genera más desgracias que dejar a los infieles con esas prácticas criminales, hay que elegir el mal menor y dejarles con tales prácticas.

Además, la violencia y guerras contra los indios les llevarían a rechazar y odiar el evangelio que es la misión fundamental. Bartolomé de Las Casas identifica cinco partes que constituyen la esencia de la forma de predicar el Evangelio, de modo que sea auténtica predicación y no imposición: “La primera es que los oyentes, sobre todo infieles, comprendan que los predicadores de la fe no tienen ninguna intención de adquirir dominio sobre ellos con la predicación…La segunda parte consiste en que los oyentes, y sobre todo los infieles, entiendan que no los mueve a predicar la ambición de tener…La tercera consiste en que los predicadores se comporten de tal manera dulces y humildes, afables y apacibles, amables y benévolos al hablar y conversar con sus oyentes… La cuarta parte, más necesaria que las otras al menos para que la predicación le sea provechosa al predicador es clamor de caridad con que Pablo acogía a todos los hombres del mundo para que se salvaran; hermanas gemelas de la caridad son la mansedumbre, la paciencia y la benignidad… La quinta parte queda reflejada en las palabras de Pablo: Testigo sois vosotros, y también Dios, de cuan santa e irreprochablemente nos comportamos con 21 vosotros, los creyentes, tanto antes como después de vuestra conversión” (De unico vocationis modo. OC, 2, 247-259).

Derecho natural, derecho de gentes y derecho positivo. Las exigencias y necesidades propias de la naturaleza humana necesitan satisfacerse, generando los derechos naturales. El derecho natural es el fundamento del derecho de gentes y el derecho positivo. El derecho de gentes consiste en las convenciones y acuerdos de los pueblos y naciones para gobernarse entre sí. El derecho positivo son las leyes que rigen en una determinada comunidad.

Tanto derecho de gentes como derecho positivo deben ajustarse a los principios del derecho natural, para que sus leyes puedan ser consideradas justas. Las Casas escribe en el Tratado comprobatorio del imperio soberano: “No es otra cosa derecha de las gentes, sino algún uso razonable y conveniente al bien y utilidad de las gentes, que fácilmente cognoscen por la lumbre natural, y en él todos consienten como en cosa que les conviene, como las justas comutaciones, compras y ventas y otras semejantes necesarias, sin las cuales los hombres unos con otros vivir no podían. Y así el derecho de gentes se dice ser al hombre natural, porque se deriva de la razón y ley natural, e tiene la fuerza y vigor quel derecho natural, porque es de aquellas conclusiones comunes, que se derivan del derecho natural inmediatamente, como de sus principios y según enseña Sancto Tomás” (Tratados. OC. 10, 455).
Universalidad e institucionalización de los derechos humanos Hemos analizado algunos aspectos importantes de la larga vida y extensa obra de Bartolomé de Las Casas, y lo hemos situado como eximio representante de la “generación cero” de los derechos humanos.

Para finalizar este trabajo, comentamos las tres etapas en el desarrollo histórico de los derechos humanos, considerando a Bartolomé de Las Casas un adelantado en la defensa actual de la universalidad, indivisibilidad e institucionalización de tales derechos. La primera generación: los derechos de la libertad. La primera generación recoge los derechos civiles y políticos, y se desarrolla en Europa y América entre los siglos XVIII y XIX, con la Ilustración, la filosofía racionalista y empirista, el idealismo, las revoluciones burguesas, las guerras de independencia. La Declaración de Derechos de Virginia (1776) establece que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen derechos innatos. El artículo 1º de la Declaración de los 22 Derechos del Hombre y del Ciudadano de Paris (1789) proclama que los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Los derechos de la primera generación son derechos individuales, civiles y políticos, que exigen respecto a la dignidad de la persona, su integridad física, autonomía y libertad frente a los poderes constituidos, y garantías procesales. Estos derechos tienen como soporte las teorías del contrato social, el iusnaturalismo racionalista, la filosofía de la Ilustración.

El impulso del liberalismo progresista plasmó la declaración de estos derechos en los preámbulos de las constituciones de los Estados naciones durante el siglo XIX, favoreciendo así la extensión de los derechos civiles y políticos. El Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1966, incorpora estos derechos. La segunda generación: los derechos de la igualdad. Si los derechos de la primera generación protegen al individuo frente al Estado, ahora se exigirá cierta intervención del Estado para garantizar a los individuos los bienes sociales básicos como la educación, la salud, el trabajo, la protección social. Estos derechos defienden el disfrute de unas condiciones sociales que en la realidad hagan posible a todas y cada una de las personas disfrutar de los derechos de la primera generación.

Las realidades sociales concretas impiden en muchos casos poner en práctica las declaraciones de derechos liberales. No es verdad que todos los hombres nazcan iguales en derechos y libres, más bien ocurría y ocurre lo contrario: las situaciones de partida son radicalmente desiguales, y declarar en el campo teórico e ideal la igualdad puede ser una estrategia para mantener, de hecho, reales desigualdades. La progresiva realización de la democracia política, la ampliación del sufragio y reformismo social del siglo XIX permitieron al constitucionalismo liberal poder encajar los derecho económicos y sociales. Estos derechos son una conquista del movimiento obrero, la nueva clase emergente con el desarrollo de la sociedad industrial. La revolución bolchevique de 1917 también representó un factor determinante.

Las constituciones posteriores van introduciendo progresivamente el derecho a la educación, al trabajo, etc. El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1966, compendia estos derechos. La tercera generación: los derechos de la solidaridad. Después de la primera generación de los derechos civiles y políticos, propios del constitucionalismo liberal, y de los derechos sociales y económicos de la segunda generación, surge en la segunda mitad del siglo XX una tercera generación de derechos, que podemos calificar como derechos de la solidaridad. Estos derechos se configuran como declaraciones “sectoriales”, por cuanto son derechos de personas concretas, pertenecientes a determinados colectivos, que se ven discriminados o privados de algunos de sus derechos. Desde las últimas décadas del siglo XX estos derechos de la solidaridad se profundizan y amplían, demandando la solidaridad entre países ricos y pobres y la superación de las desigualdades Norte-Sur; la solidaridad con la naturaleza, exigiendo la protección del medio ambiente; la solidaridad con las culturas y generaciones, reclamando respeto al patrimonio cultural. En 1968, La Comisión Internacional de Derechos Humanos, reunida en Teherán para examinar los progresos logrados en los veinte años transcurridos desde la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos, pone en primer plano la solidaridad y declara que, cuando en tantas partes del mundo prevalecen los conflictos y la violencia, son más que nunca necesarias la solidaridad e interdependencia del género humano. La paz y la justicia constituyen la aspiración universal de la humanidad. Los cambios científicos, tecnológicos, económicos, políticos, sociales y culturales que se han dado en la segunda mitad del siglo XX, y los que se prevén para las próximas décadas del siglo XXI, plantean nuevos retos y demandas en la profundización y extensión de los derechos de la solidaridad. El abismo cada vez más profundo entre los países ricos, los menos, y los pobres, la mayoría, en una economía globalizada y un mundo interrelacionado gracias a las nuevas tecnologías de la información y comunicación, está exigiendo nuevas respuestas. Un desarrollismo incontrolado e inhumano está devastando los recursos naturales, esquilmando la herencia de una tierra habitable a la que tienen derecho las generaciones venideras.

Las nuevas tecnologías de información y comunicación amenazan los derechos de la persona a la intimidad, a la información veraz, al pensamiento crítico, a la libre expresión. El gran desafío para el siglo XXI está en lograr la universalización efectiva de todos los derechos humanos para todos los seres humanos, sin fronteras de estado, culturas, etnias. El gran riesgo está en la instalación de la barbarie tecnificada y burocratizada de unas sociedades consumistas, las menos, frente a una universalización de la pobreza y degradación del medio natural y sociocultural.

La garantía de conquista de todos los derechos humanos para todos los seres humanos está en su institucionalización jurídica, que asegure y conserve lo conquistado; pero conscientes de 24 que ningún ordenamiento jurídico es capaz de formular y concretar definitivamente en un momento histórico los derechos humanos. El concepto de naturaleza humana, quicio de la declaración de los derechos humanos, no está fijamente establecido, sino históricamente configurado y abierto a continua interpretación. Las transformaciones científico-tecnológicas, sociales y culturales, plantean continuamente nuevas exigencias que los ordenamientos jurídicos han de ir incorporando.

Así van cristalizando nuevos derechos que aspiran a concretarse en declaraciones como las anteriores de los derechos civiles y políticos y de los derechos económicos, sociales y culturales. Se reivindica el derecho a la paz y a la intervención desde un poder legítimo mundial en los conflictos armados, en las violaciones masivas de los derechos humanos, en los genocidios y crímenes contra la humanidad, en el terrorismo; el derecho a un orden internacional justo que garantice las condiciones imprescindibles para una vida digna a todas las personas en todo el planeta; el derecho a un desarrollo sostenido que permita preservar el medio ambiente natural y el patrimonio cultural de la humanidad; el derecho a un mundo multicultural, respetando las minorías étnicas, lingüísticas, religiosas; el derecho a la libre circulación de personas, no sólo de dinero y mercancías, que permita a los trabajadores inmigrantes obtener un trabajo en otros países en condiciones dignas.

Este conjunto de derechos va tomando forma, y son cada vez más reivindicados desde las últimas décadas del siglo XX, y representan el gran reto para el siglo XXI. Se fundamentan en el valor de la solidaridad que armonizan igualdad y diferencia. Expresan un desarrollo individual y colectivo de la conciencia de unidad, de pertenencia a interdependencia de cada ser humano con todos los demás, con el entorno natural, con el pasado cultural y con las generaciones futuras. Esta solidaridad se constituye en principio generador de derechos y deberes, exigibles a todas las personas a todos los niveles, públicos y privados, nacionales e internacionales. Como en la mayoría de los casos no están recogidos en derecho positivo y carecen de legislación que los proteja, requieren una gran movilización de las conciencias, una presión social, una acción política, una profundización en la democracia.

Los derechos humanos no son meras declaraciones de necesidades abstractas y atemporales, son exigencias concretas reclamadas por personas de carne y hueso, que viven en un lugar, una sociedad, un momento histórico determinado. La conciencia de los propios derechos es, también, una conquista histórica, indicador del desarrollo de la conciencia moral y la ética pública de la humanidad. Los derechos humanos enmarcan un proceso continuo de avance de la humanidad, cuestionando desde valores e ideales más específicamente humanos las condiciones de la realidad, a fin de alcanzar unas sociedades más libres, justas, solidarias, y una vida personal más realizada y feliz. Los derechos humanos tienen, así, un fundamento ético, pero necesitan incorporarse al derecho positivo para realizarse plenamente. Son pretensiones morales que alcanzan su realización cuando se consideran derechos fundamentales positivos, reconocidos por normas, como constituciones y leyes. Los derechos humanos no son creados por el poder político, son anteriores al poder como conjunto de construcciones racionales y valores para una vida humana digna en sociedades justas. Los derechos humanos representan el contenido esencial de la ética pública de la modernidad y expresan la legitimidad del poder político en las sociedades democráticas.

El poder es la instancia mediadora para incorporarlos al derecho positivo y garantizar su cumplimiento. Pero la aceptación en el nivel teórico de la universalidad e indivisibilidad de los derechos humanos, se ve continuamente negada en los hechos, tanto en los países más desarrollados como en los del Tercer Mundo. Se constata una tendencia a destacar algunos de los derechos civiles, relegando a un segundo plano otros derechos, particularmente los derechos económicos y sociales. Debe ser un objetivo de los Estados democráticos garantizar los derechos de las minorías y grupos, que continuamente van quedando excluidos en las sociedades desarrolladas, como inmigrantes, refugiados, parados, sin techo, drogadictos, presos, mujeres maltratadas, prostitutas, niños violados o explotados, ancianos abandonados, etc.

Los derechos de solidaridad internacional requieren mecanismos de concreción jurídica positiva que los promueva y garantice. Tal concreción e institucionalización jurídica encuentra muchos obstáculos por parte de estados y poderes establecidos. En la sociedad civil, los movimientos sociales, las organizaciones no gubernamentales, se muestran más activas y comprometidas con los derechos de solidaridad a escala internacional. La paz, cooperación al desarrollo, ayuda humanitaria, preservación del medio ambiente, protección del patrimonio, movilizan cada vez más a amplios sectores de la sociedad civil, llegando a niveles de compromiso admirables. La interdependencia en un mundo globalizado plantea nuevas exigencias y se enfrenta a nuevos retos.

En todos los niveles: persona, familias, empresas, instituciones locales, regionales, estatales, organizaciones no gubernamentales, etc., es urgente un compromiso con otras visiones y otras metas. Otro mundo es posible. Los recursos 26 económicos, científicos, tecnológicos están disponibles. Las voluntades necesitan movilizarse. La información es un instrumento para crear una cultura de responsabilidad y para hacer realidad los derechos humanos y el desarrollo humano.

El objetivo es generar información que pueda romper la barrera de incredulidad, apatía, movilizando los comportamientos individuales y las políticas gubernamentales. Es necesario y urgente facilitar el acceso a las nuevas tecnologías de información y comunicación, la RED, y no sólo para el crecimiento económico, productividad y capital humano, sino también para la salud, el desarrollo personal, la educación, el ocio. Los derechos humanos son universales, personales, indivisibles y mejorables. La Conferencia Mundial de Derechos Humanos celebrada en Viena (1993) declaraba: “todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí.

La comunidad internacional debe tratar los derechos humanos en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos los mismos pesos. Debe tenerse en cuenta la importancia de las particularidades nacionales y regionales, así como de los diversos patrimonios históricos, culturales y religiosos, pero los Estados tienen el deber, sean cuales fueran sus sistemas políticos, económicos y culturales, de proteger todos los derechos humanos y las libertades fundamentales”. La globalización de nuestro mundo requiere un nuevo orden económico-social-político supraestatal. Conforme al artículo de la Declaración de Derechos Humanos: “toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social internacional en el que los derechos y libertados proclamadas en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”. Bartolomé de Las Casas fue un adelantado a su tiempo. Su persona y obra se nos presentan iluminadoras también en nuestro tiempo. En el siglo XVI, fue capaz de situarse en un plano supranacional, universal, defendiendo los derechos de todos los hombres, la universalidad e indivisibilidad de los derechos. Su vida fue un compromiso con la dignidad del hombre, la libertad, la justicia, la paz.

Hace quinientos años, imaginó y deseó fervientemente para el Nuevo Mundo otros caminos y otras metas. Su vida y su obra nos animan hoy a imaginar y pensar en otro mundo posible y luchar por alcanzarlo.

ARTÍCULO 
LA LUZ , EN LA OSCURIDAD; DE LOS DERECHOS HUMANOS

Los seres humanos en el transitar de la vida nos  hemos  visto rodeados de momentos  llenos de glorias, alegrías y  su vez  malos ratos o malas experiencias que a bien las podemos identificar, en el común de nuestras relaciones familiares y sociales pero en estas realidades quienes nos lleva a pensar, que en las situaciones ya antes mencionada, surgen personas alternas a nosotros quienes nos ayuden a sobrellevar el sufrimiento o con quien celebrar estos momentos alegres.
Y esta realidades siempre las hemos tenido en nuestro medio tal lo podemos constatar en años atrás cundo muchas personas eran discriminadas o excluidas por la misma sociedad y han sido en aquellos momentos que han surgido personas o instituciones que contribuyan a la defensa de los más vulnerables o excluidos por el margen social; como lo fue fray  Bartolomé de las casas.
Una persona, que se vio estrechamente ligado a la defensa de los  derechos  humanos de  la población indígenas y de esta manera de todos los que se encontraban por la misma línea de  sufrimiento y desprecio  por su condición, sin embargo haciendo hincapié en la  defensa y en el reconocimiento como seres humanos que debían ser valorados porque poseían la misma dignidad que los demás razas.
Labor incesante que llevó a cabo este gran hombre de espíritu misionero, lo  cual conllevó a que se creara una polémica a partir de su pensamiento por cinco siglos, en especial a la  ley española que iba en contra  de  los derechos de estos ciudadanos de color negro, puesto que este hombre tenía muy bien claro la importancia de los derechos humanos en la sociedad, puesto que los entendía como algo primordial para el desarrollo de la persona y por ende de toda comunidad.
De igual modo recalcaba que estos mismos no eran meras declaraciones ni necesidades abstractas y temporales que se pudieran suplir por un momento sino que por el contrario, eran exigencias   reclamadas por personas  de carne y hueso que viven en un tiempo y un espacio al igual que los demás seres que rechazaban a las comunidades indígena.

Por lo tanto consideraba que los derechos de la humanidad  enmarcan un proceso de continuidad y actualización tanto del medio como del hombre, de modo que aunque cambie muchas cosas dentro de la vida de cada integrante d e una comunidad lo que no se debe cambiar es el sentido de los derechos que adquirido desde su nacimiento a la vida social .

Además se debe de generar condiciones de calidad en beneficio de los mismos, de modo que todas las comunidades puedan alcanzar una calidad de sociedad donde se  pueda observar  un gran  número de políticas que permitan llevar al bien  común, a una libertad autónoma de cada ser,  una justicia equitativa y una solidaridad que permita llevar a la realización de cada ser.
Por otro lado podemos observar, que así como este religioso trabajó arduamente hasta conseguir vencer las barreras de la incredulidad, la apatía moviendo los comportamientos políticos, debemos hoy cada uno de los ciudadanos luchar no solo por los derechos individuales  sino por los  de toda una comunidad, de tal modo que podamos no verlos solo desde el punto individual y comunitario, sino desde un punto ,más amplio y universal.
Para que de esta manera podamos contrarrestar el atropello de los mismos, en cada persona que día a día lucha por sobrevivir.






3·ENCUENTRO




¿CUÁLES SON TUS DERECHOS HUMANOS?

Empecemos con algunas definiciones básicas:
Humano: 
Un miembro de la especie Homo sapiens; un hombre, una mujer o un niño; una persona.
Derechos: 
Cosas a las que se tiene derecho o están permitidas; libertades que están garantizadas.
DERECHOS HUMANOS

Los derechos que tienes simplemente por ser humano.
Si le preguntaras a la gente en la calle: “¿Cuáles son los derechos humanos?”, obtendrás muchas respuestas distintas. Te dirían los derechos que conocen, pero muy pocas personas conocen todos sus derechos.
Como se ha explicado en las definiciones anteriores, un derecho es una libertad de algún tipo. Es algo a lo que tienes derecho en virtud de ser humano.
Los derechos humanos se basan en el principio de respeto por el individuo. Su suposición fundamental es que cada persona es un ser moral y racional que merece que lo traten con dignidad. Se llaman derechos humanos porque son universales. Mientras que naciones y grupos especializados disfrutan de derechos específicos que aplican sólo a ellos, los derechos humanos son los derechos que cada persona posee (sin importar quién es o dónde vive) simplemente porque está vivo.
Sin embargo, muchas personas, cuando se les pide que nombren sus derechos, mencionarán solamente la libertad de expresión y creencia y tal vez uno o dos más. No hay duda de que estos derechos son importantes, pero el alcance de los derechos humanos es muy amplio. Significan una elección y una oportunidad. Significan la libertad para conseguir un trabajo, elegir una carrera, elegir al compañero con quien criar a los hijos. Entre ellos está el derecho de circular ampliamente y el derecho de trabajar con remuneración, sin acoso, abuso o amenaza de un despido arbitrario. Incluso abarcan el derecho al descanso.
En épocas pasadas, no existían los derechos humanos. Entonces surgió la idea de que la gente debería tener ciertas libertades. Y esa idea, a raíz de las Segunda Guerra Mundial, resultó finalmente en un documento llamado la Declaración Universal de los Derechos Humanos y derechos que todas las personas poseen.
EL CILINDRO DE CIRO (539 A.C.)
Los decretos que Ciro proclamó sobre los derechos humanos se grabaron en el lenguaje acadio en un cilindro de barro cocido.
Ciro el Grande, el primer rey de Persia, liberó a los esclavos de Babilonia, en 539 a.C.
En el año 539 a.C., los ejércitos de Ciro el Grande, el primer rey de la Persia antigua, conquistaron la ciudad de Babilonia. Pero sus siguientes acciones fueron las que marcaron un avance significativo para el Hombre. Liberó a los esclavos, declaró que todas las personas tenían el derecho a escoger su propia religión, y estableció la igualdad racial. Éstos y otros decretos fueron grabados en un cilindro de barro cocido en lenguaje acadio con escritura cuneiforme.
Conocido hoy como el Cilindro de Ciro, este documento antiguo ha sido reconocido en la actualidad como el primer documento de los derechos humanos en el mundo. Está traducido en los seis idiomas oficiales de las Naciones Unidas y sus disposiciones son análogas a los primeros cuatro artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
LA DIFUSIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS
Desde Babilonia, la idea de los derechos humanos se difundió rápidamente por la India, Grecia y por último a Roma. Ahí nació el concepto de “ley natural”, tras observar el hecho de que las personas tendían a seguir, en el transcurso de la vida, ciertas leyes que no estaban escritas, y la ley romana se basaba en ideas racionales derivadas de la naturaleza de las cosas.
Los documentos que afirman los derechos individuales, como la Carta Magna (1215), la Petición del Derecho (1628), la Constitución de Estados Unidos (1787), la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), y la Carta de Derechos de Estados Unidos (1791) son los precursores escritos de muchos de los documentos de los derechos humanos de la actualidad.
LA CARTA MAGNA (1215)
La Carta Magna, o “Gran Carta”, firmada por el Rey de Inglaterra en 1215, fue un punto de inflexión en los derechos humanos.
Podría decirse que la Carta Magna o la “Gran Carta”, fue la influencia primitiva más significativa en el extenso proceso histórico que condujo a la ley constitucional actual en el mundo de habla inglesa.
En 1215, después de que el rey Juan de Inglaterra violara un número de leyes y tradiciones antiguas con que se había gobernado Inglaterra, sus súbditos lo forzaron a firmar la Carta Magna, la cual enumera lo que después vino a ser considerado como los derechos humanos. Entre ellos estaba el derecho de la iglesia a estar libre de la intervención del gobierno, los derechos de todos los ciudadanos libres a poseer y heredar propiedades y que se les protegiera de impuestos excesivos. Estableció el derecho de las viudas que poseían propiedades para decidir no volver a casarse, y establece principios de garantías legales e igualdad ante la ley. También contenía disposiciones que prohibían el soborno y la mala conducta de los funcionarios.
Considerada ampliamente como uno de los documentos legales más importantes en el desarrollo de la democracia moderna, la Carta Magna fue un punto de cambio crucial en la lucha por la libertad.
LA PETICIÓN DEL DERECHO (1628)
En 1628 el Parlamento Inglés envió esta declaración de libertades civiles al Rey Carlos I.
El siguiente hito reconocido en el desarrollo de los derechos humanos fue la Petición del Derecho, producida en 1628 por el Parlamento Inglés y enviada a Carlos I como una declaración de libertades civiles. El rechazo del Parlamento para financiar la impopular política externa del rey, causó que su gobierno exigiera préstamos forzosos y que tuvieran que acuartelar las tropas en las casas de los súbditos como una medida económica. El arresto y encarcelamiento arbitrarios por oponerse a estas políticas, produjo en el Parlamento una hostilidad violenta hacia Carlos y George Villiers, el primer duque de Buckingham. La Petición del Derecho, iniciada por Sir Edward Coke, se basó en estatutos y documentos oficiales anteriores y hace valer cuatro principios: (1) No se podrá recaudar ningún impuesto sin el consentimiento del Parlamento. (2) No se puede encarcelar a ningún súbdito sin una causa probada (reafirmación del derecho de habeas corpus), (3) A ningún soldado se le puede acuartelar debido a su ciudadanía, y (4) No puede usarse la ley marcial en tiempos de paz. La Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776)
En 1776, Thomas Jefferson, escribió la Declaración de Independencia Americana.
El 4 de julio de 1776, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Declaración de Independencia. Su autor principal, Thomas Jefferson, escribió la Declaración como una explicación formal de porqué el Congreso había votado el 2 de julio para declarar la Independencia de Gran Bretaña, más de un año después del estallido de la Guerra de la Revolución de Estados Unidos, y cómo la declaración anunciaba que las trece Colonias Americanas ya no eran parte del Imperio Británico. El Congreso publicó la Declaración de Independencia en varias formas. Inicialmente se publicó como un impreso en gran formato que fue distribuido ampliamente y leído al público.
Filosóficamente, la declaración hace énfasis en dos temas: derechos individuales y el derecho de revolución. Estas ideas llegaron a ser ampliamente aceptadas por los estadounidenses y también influenció en particular a la Revolución Francesa.
LA CONSTITUCIÓN DE ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA (1787) Y LA CARTA DE DERECHOS (1791)
La Carta de Derechos de la Constitución de EE.UU. protege las libertades básicas de los ciudadanos de Estados Unidos.
Escrita en el verano de 1787 en Filadelfia, la Constitución de Estados Unidos de América es la ley fundamental del sistema federal estadounidense y es el documento histórico del mundo occidental. Es la constitución nacional escrita más antigua en uso y define los organismos principales del gobierno y sus jurisdicciones, y los derechos básicos de los ciudadanos.
Las primeras diez enmiendas a la Constitución (la Carta de Derechos), entraron en vigor el 15 de diciembre de 1791, limitando los poderes del gobierno federal de Estados Unidos y protegiendo los derechos de todos los ciudadanos, residentes y visitantes en territorio estadounidense.
La Carta de Derechos protege la libertad de expresión, la libertad religiosa, el derecho de tener y portar armas, el derecho de reunirse y la libertad de petición. También prohíbe la búsqueda e incautación irrazonable, castigo cruel e inusual y la autoincriminación obligada. Entre las protecciones legales que brinda, la Carta de Derechos le prohíbe al Congreso hacer cualquier ley respecto al establecimiento de religión y le prohíbe al gobierno federal privar a cualquier persona de la vida, libertad o propiedad sin el debido proceso legal. En casos criminales federales se requiere de una acusación por un gran jurado, por cualquier delito capital, o crimen reprobable, garantiza un juicio público rápido con un jurado imparcial en el distrito en el cual el crimen ocurrió, y prohíbe el doble enjuiciamiento.
LA DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO EN 1789

En 1789, el pueblo de Francia causó la abolición de una monarquía absoluta y creó la plataforma para el establecimiento de la primera República Francesa. Sólo seis semanas después del ataque súbito a la Bastilla, y apenas tres semanas después de la abolición del feudalismo, la Asamblea Nacional Constituyente adoptó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (En francés: La Déclaration des Droits de l’Homme et du Citoyen) como el primer paso para escribir la constitución de la República Francesa.
La Declaración proclama que a todos los ciudadanos se les deben garantizar los derechos de “libertad de propiedad, seguridad, y resistencia a la opresión”. Argumenta que la necesidad de la ley se deriva del hecho de que “… el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre, tiene sólo aquellos límites que aseguran a los demás miembros de la misma sociedad el goce de estos mismos derechos”. Por lo tanto, la Declaración ve a la ley como “una expresión de la voluntad general”, destinada a promocionar esta equidad de derechos y prohibir “sólo acciones dañinas para la sociedad”.
LA PRIMERA CONVENCIÓN DE GINEBRA (1864)
El documento original de la primera Convención de Ginebra en 1864 promovió el cuidado de los heridos de guerra.
En 1864, dieciséis países europeos y varios países de América asistieron a una conferencia en Ginebra, por invitación del Consejo Federal Suizo, y por iniciativa de la Comisión de Ginebra. La conferencia diplomática se llevó a cabo con el propósito de adoptar un convenio para el tratamiento de soldados heridos en combate.
Los principios más importantes establecidos en la Convención y mantenidos por las últimas Convenciones de Ginebra estipulan la obligación de proveer atención médica sin discriminación a personal militar herido o enfermo y de respetar el transporte y el equipo del personal médico con el signo distintivo de la cruz roja sobre fondo blanco.
LAS NACIONES UNIDAS (1945)
Cincuenta naciones se reunieron en San Francisco en 1945 y fundaron la Organización de las Naciones Unidas para proteger y promocionar la paz.
La Segunda Guerra Mundial había avanzado violentamente de 1939 a 1945, y al aproximarse el fin, las ciudades de toda Europa y Asia yacían en ruinas humeantes. Millones de personas murieron, millones más quedaron sin hogar o morían de hambre. Las fuerzas rusas se acercaban, rodeando los restos de la resistencia alemana en la bombardeada capital de Alemania, Berlín. En el Pacífico, la infantería de Marina de los Estados Unidos todavía estaba luchando contra las fuerzas japonesas atrincheradas en islas como Okinawa.
En abril de 1945, delegados de cincuenta naciones se reunieron en San Francisco, llenos de optimismo y esperanza. La meta de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Organización Internacional era crear un organismo internacional para promover la paz y evitar guerras futuras. Los ideales de la organización se establecieron en el preámbulo al Acta constitutiva que propusieron: “Nosotros, la gente de las Naciones Unidas, estamos decididos a proteger a las generaciones venideras del azote de la guerra, la cual dos veces en nuestra vida ha producido un sufrimiento incalculable a la humanidad”.
El Acta Constitutiva de la nueva organización de las Naciones Unidas entró en vigencia el 24 de octubre de 1945, fecha que se celebra cada año como Día de las Naciones Unidas.
LA DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS (1948)
La Declaración Universal de Derechos Humanos ha inspirado a muchas otras leyes y tratados sobre los derechos humanos por todo el mundo.
Para 1948, la nueva Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas se había apoderado de la atención mundial. Bajo la presidencia dinámica de Eleanor Roosevelt (viuda del presidente Franklin Roosevelt, defensora de los derechos humanos por derecho propio y delegada de Estados Unidos ante la ONU), la Comisión se dispuso a redactar el documento que se convirtió en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Roosevelt, a quien se atribuyó la inspiración del documento, se refirió a la Declaración como la Carta Magna internacional para toda la humanidad. Fue adoptada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948.
En su preámbulo y en el Artículo 1, la Declaración proclama, sin lugar a equivocaciones, los derechos inherentes a todos los seres humanos: “La ignorancia y el desprecio de los derechos humanos han resultado en actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y la llegada de un mundo donde los seres humanos gocen de libertad de expresión y creencia y sean libres del miedo y la miseria se ha proclamado como la más alta aspiración de la gente común... Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.
Los países miembros de las Naciones Unidas se comprometieron a trabajar juntos para promover los 30 Artículos de los derechos humanos que, por primera vez en la historia, se habían reunido y sistematizado en un solo documento. En consecuencia, muchos de estos derechos, en diferentes formas, en la actualidad son parte de las leyes constitucionales de las naciones democráticas.
El 24 de octubre de 1945, a raíz de la Segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas nació como una organización intergubernamental con el propósito de salvar a las generaciones futuras de la devastación de conflictos internacionales.
Representantes de las Naciones Unidas de todas las regiones del mundo adoptaron formalmente la Declaración Universal de Derechos Humanos el día 10 de diciembre de 1948
Los Estatutos de las Naciones Unidas establecieron seis órganos principales, incluyendo la Asamblea General, el Consejo de Seguridad, la Corte Internacional de Justicia, y en relación con los derechos humanos, un Consejo Económico y Social (ECOSOC).
Los estatutos de las Naciones Unidas otorgaban al Consejo Económico y Social el poder de establecer “comisiones en campos económicos y sociales para la promoción de los derechos humanos…”. Una de ellas fue la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que, bajo la presidencia de Eleanor Roosevelt, se encargó de la creación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La Declaración fue redactada por representantes de todas las regiones del mundo y abarca todas las tradiciones jurídicas. Formalmente adoptada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, es el documento más universal de los derechos humanos en existencia, describiendo los treinta derechos fundamentales que constituyen la base para una sociedad democrática.
Tras este acto histórico, la Asamblea pidió a todos los países miembros que publicaran el texto de la Declaración y “que se distribuyera, exhibiera, leyera y expusiera principalmente en escuelas y otras instituciones de enseñanza, sin importar el status político de los países o territorios”.
En la actualidad, la Declaración es un documento en continua evolución que ha sido aceptado como contrato entre un gobierno y su pueblo en todo el mundo. Según el Libro Guinness de Récords Mundiales, es el documento más traducido del mundo.
Considerando que el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos universales e inalienables de todos los miembros de la familia humana es el fundamento de la libertad, la justicia y la paz en el mundo.
Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y el advenimiento de un mundo en que los seres humanos disfruten de la libertad de expresión y de creencias y la libertad del temor y de que se ha proclamado como la aspiración más elevada de la gente común.
Considerando que es esencial, si el hombre no debe ser obligado a recurrir, en última instancia, a la rebelión contra la tiranía y la opresión, que los derechos humanos sean protegidos por el ejercicio de la ley.
Considerando que es esencial para promover el desarrollo de relaciones amistosas entre las naciones.
Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos humanos fundamentales, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y que han decidido promover el progreso social y elevar el nivel de vida con mayor libertad.
Considerando que los Estados Miembros se han comprometido a asegurar, en cooperación con las Naciones Unidas, la promoción del respeto universal y la observancia de los derechos humanos y las libertades fundamentales.
Considerando que una concepción común de estos derechos y libertades es de la mayor importancia para el pleno cumplimiento de dicho compromiso.
Ahora, por lo tanto, la Asamblea General, proclama la presente Declaración Universal de Derechos Humanos como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción..
Artículo 1.
Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.
Artículo 2.
Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.
Además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía.
Artículo 3.
Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.
Artículo 4.
Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre; la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas.
Artículo 5.
Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes.
Artículo 6.
Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica.
Artículo 7.
Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley. Todos tienen derecho a igual protección contra toda discriminación que infrinja esta Declaración y contra toda provocación a tal discriminación.
Artículo 8.
Toda persona tiene derecho a un recurso efectivo, ante los tribunales nacionales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la constitución o por la ley.
Artículo 9.
Nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni exiliado.
Artículo 10.
Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal.
Artículo 11.
1. Toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público, en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa.
2. Nadie se considerará culpable por ningún delito a causa de algún acto u omisión que en el momento de cometerse no constituyera un delito, según el derecho nacional o internacional. Tampoco se impondrá pena más grave que la que era aplicable en el momento de la comisión del delito.
Artículo 12.
Nadie será objeto de interferencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra y a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales interferencias o ataques.
Artículo 13.
1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de cada Estado.
2. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país.
Artículo 14.
1. En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en otros países.
2. Este derecho no podrá ser invocado contra una acción judicial legítima por crímenes comunes o por actos opuestos a los propósitos y principios de las Naciones Unidas.
Artículo 15.
1. Toda persona tiene derecho a una nacionalidad.
2. A nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad.
Artículo 16.
1. Hombres y mujeres con mayoría de edad, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia. Disfrutarán de iguales derechos en cuanto al matrimonio, durante el matrimonio y en su disolución.
2. Sólo mediante libre y pleno consentimiento de los futuros esposos podrá contraerse el matrimonio.
3. La familia es la unidad fundamental y natural de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado.
Artículo 17.
1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectiva.
2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad.
Artículo 18.
Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad, tanto individual como colectivamente o bien en público o en privado, de manifestar su religión o su creencia en la enseñanza, en la práctica, en el culto y en la observancia.
Artículo 19.
Toda persona tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye no ser molestada a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
Artículo 20.
1. Toda persona tiene derecho a la libertad de reunión y de asociación pacíficas.
2. Nadie podrá ser obligado a pertenecer a una asociación.
Artículo 21.
1. Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos.
2. Toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país.
3. La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto.
Artículo 22.
Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional y en conformidad con la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables para su dignidad y para el libre desarrollo de su personalidad.
Artículo 23.
1. Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo.
2. Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual.
3. Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que se complementará, en caso necesario, con cualesquiera otros medios de protección social.
4. Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses.
Artículo 24.
Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas.
Artículo 25.
1. Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez y otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por causas ajenas a su voluntad.
2. La maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y asistencia especiales. Todos los niños, nacidos de matrimonio o fuera de matrimonio, tienen derecho a igual protección social.
Artículo 26.
1. Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la educación básica y fundamental. La educación básica será obligatoria. La educación técnica y profesional habrá de ser accesible en general y el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos.
2. La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales. Promoverá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos raciales o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz.
3. Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos.
Artículo 27.
1. Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten.
2. Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.
Artículo 28.
Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos.
Artículo 29.
1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad.
2. En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática.
3. Estos derechos y libertades no podrán en ningún caso ser ejercidos en oposición a los propósitos y principios de las Naciones Unidas.
Artículo 30.
Nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos que tiendan a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración.
LEY INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS
Para 1948, la nueva Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas atrajo la atención mundial. Bajo la presidencia dinámica de Eleanor Roosevelt (viuda del presidente Franklin Roosevelt, defensora de los derechos humanos por derecho propio y delegada de Estados Unidos ante la ONU), la Comisión se dispuso a redactar el documento que se convirtió en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Roosevelt, a quien se atribuyó la inspiración del documento, se refirió a la Declaración como la Carta Magna internacional para toda la humanidad. La adoptaron las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948.
En su preámbulo y en el Artículo 1, la Declaración proclama, sin lugar a equivocaciones, los derechos inherentes a todos los seres humanos: “La ignorancia y el desprecio de los derechos humanos han resultado en actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y la llegada de un mundo donde los seres humanos gocen de libertad de expresión y creencia y sean libres del miedo y la miseria; y se ha proclamado como la más alta aspiración de la gente común... Todos los seres humanos nacen libres y con la misma dignidad y derechos”.
Los países miembros de las Naciones Unidas se comprometieron a trabajar juntos para promover los 30 Artículos de los derechos humanos que, por primera vez en la historia, se habían reunido y codificado en un solo documento. En consecuencia, muchos de estos derechos, en diferentes formas, son hoy parte de las leyes constitucionales de las naciones democráticas.
LA CARTA INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS
La declaración Universal de los Derechos Humanos por acuerdo común es un estándar ideal para las naciones de todo el mundo, pero que no está respaldada por la fuerza de la ley. Así pues, de 1948 a 1966, la tarea principal de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU fue crear un cuerpo jurídico internacional de los derechos humanos basado en la Declaración, para establecer los mecanismos necesarios para hacer cumplir su implementación y uso.
La Comisión de Derechos Humanos produjo dos documentos principales: el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) y el Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC). Ambos se convirtieron en leyes internacionales en 1976. Junto con la Declaración Universal de Derechos Humanos, estos dos pactos componen lo que se conoce como la “Carta Internacional de los Derechos Humanos”.
El PIDCP se centra en temas como el derecho a la vida, la libertad de expresión, de religión y de voto. El PIDESC se centra en la alimentación, educación, salud y vivienda. Ambos pactos proclaman estos derechos para todas las personas y prohíben la discriminación.
Además, el artículo 26 del Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos estableció un Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Compuesto por dieciocho expertos en derechos humanos, el Comité es responsable de asegurar que cada signatario del PIDESC cumpla con sus términos. El Comité examina informes entregados por países cada cinco años (para asegurar que están en conformidad con el PIDCP), y publica sus conclusiones acerca del desempeño del país.
Muchos países que ratificaron el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, acordaron también que el Comité de Derechos Humanos pudiera investigar acusaciones contra el Estado, realizadas por individuos y organizaciones que vieron sus derechos violados. Antes de apelar al comité, el reclamante debe agotar todos los recursos legales en los tribunales de ese país. Después de una investigación, el Comité publica los resultados. Estas conclusiones tienen gran fuerza. Si el comité da por válidas las alegaciones, el Estado debe tomar medidas para remediar el abuso.
DOCUMENTOS DE DERECHOS HUMANOS POSTERIORES
Además de los pactos en la Carta Internacional de los Derechos Humanos, las Naciones Unidas han adoptado más de veinte tratados principales, detallando aún más los derechos humanos. Entre ellos están los convenios para evitar y prohibir abusos específicos, tales como la tortura y el genocidio, y proteger a grupos específicos vulnerables como los refugiados (Convención sobre la posición de los refugiados, 1951), las mujeres (Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, 1979), y los niños (Convención sobre los derechos del niño, 1989). Otros convenios abarcan la discriminación racial, la prevención del genocidio, los derechos políticos de las mujeres, la prohibición de la esclavitud y la tortura.
Cada uno de estos tratados ha establecido un comité de expertos para supervisar la aplicación de las disposiciones del tratado por parte de los países participantes.
LA CONVENCIÓN EUROPEA SOBRE DERECHOS HUMANOS
La Declaración Universal de los Derechos Humanos ha servido como inspiración para la Convención Europea de Derechos Humanos, uno de los acuerdos más significativos de la Comunidad Europea. La Convención fue adoptada en 1953 por el Consejo de Europa, una organización intergubernamental establecida en 1949 y compuesta por 47 estados miembros de la Comunidad Europea. Este cuerpo se formó para fortalecer los derechos humanos y promover la democracia y el imperio de la ley.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos en Estrasburgo, Francia, es el encargado de hacer que se respete la Convención. Cualquier persona que afirme haber sido víctima de una violación de sus derechos en uno de los países en la comunidad Europea, pues esta ha firmado y ratificado la Convención, puede buscar ayuda en el Tribunal Europeo. Primero, el reclamante debe agotar todos los recursos en los tribunales de ese país y haber rellenado una solicitud de ayuda del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en Estrasburgo.
INSTRUMENTOS DE DERECHOS HUMANOS PARA AMÉRICA, ÁFRICA Y ASIA
En América del Norte y del Sur, África y Asia, documentos regionales para la protección y promoción de derechos humanos ampliaron la Carta Internacional de los Derechos Humanos.
La Convención Americana de Derechos Humanos se refiere a los estados de América y entró en vigencia en 1978.
Los estados africanos han creado su propia Carta de Derechos Humanos y de los Pueblos (1981), y los estados musulmanes crearon la Declaración de El Cairo de los Derechos Humanos en el Islam (1990).
La Comisión Asiática de Derechos Humanos, fundada ese año por un grupo de juristas y activistas de derechos humanos en Hong Kong, creó la Carta Asiática de los Derechos Humanos (1986). La Carta se describe como la “carta del pueblo”, porque ninguna carta gubernamental se había publicado hasta la fecha.


articulo



¿TENGO DERECHOS?
Todos en la vida  por el solo hecho de ser seres humanos poseemos derechos, ¿pero hasta  donde nos cuestionamos o indagamos por llegar a conocer en verdad a que tenemos derecho partiendo de la parte convencional entre las mismos seres, puesto que  muchos han sido los esfuerzos que ha hecho el mismo hombre por dar una verdadero  sentido  a los mismos .

Además cabe resaltar  que la idea de derecho se da tras la  visión de atropello  de las   acciones que ejerce el hombre en el cotidiano vivir  entre los mismos miembros de su comunidad, y por tanto debe de aparecer una norma o un control que ejerza  sobre todas las acciones en el hombre de modo universal.
Y es por ello,  que han nacido los derechos  que se le deben dar a cada ser humano que existe , y en constatación de lo anterior podemos recurrir a los diferentes medios o tratados que el mismo hombre ha  hecho con el transcurrir del tiempo para que las próximas  generaciones no tengan que enfrentarse con estos atropellos que han vivido las anteriores.

Además, es de reconocer que esto en teoría suena bien, por lo que nos remite a ir en búsqueda de un buen cumplimiento de las normas establecidos que rigen a los diferentes medios de la sociedad, que es donde podemos evidenciar si en verdad se le da el cumplimento a lo establecido por los diferente organismos que velan por el desarrollo de las comunidades  de los mismos derechos humanos.

Adicionalmente a esto cabe agregar, que en palabra como lo decía anteriormente pueda que lo acordado se dé, pero al mirar la realidad de los diferentes contextos de la humanidad, se ve una realidad muy diferente, porque lastimosamente se puede ver que  aunque el  mundo haya avanzado en los diferentes campus tecnológicos, no es sinónimo que los derechos deben cambiar, muy por el contrario hay que adaptarlos a los diferentes modos de vida que va proponiendo la misma.

Sin embargo, para seguir hablando de los diferentes beneficios que adquiere el hombre en su medio, hay que dar vuelta atrás y mirar cuales  son  los deberes que le competen por ser miembro de una comunidad donde se establece, para que de esta manera se pueda hablar en unos términos de igualdad para ambas partes tanto de entidades estatales como de cada persona u organizaciones que se vean implícitas en los mismos. Y de esta manera, no se vayan a  presentan irregularidades por alguna de las partes, y dañen el inmenso camino que se abierto paso a paso con este tema desde tiempos  remotos.










   4º ENCUENTRO.


PAUL SIEGHART




CRISTIANISMO Y DERECHOS HUMANOS

La encíclica "Pacem in Terris" de Juan XXIII dio autoridad papal a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero, ¿practica la Iglesia Católica Romana, dentro de sus estructuras internas, lo que ha estado predicando tanto tiempo sobre los derechos humanos? Paul Sieghart examina la relación entre los derechos humanos y las religiones cristianas.

Christianity and Human Rights, The Month, 22 (1989), 2/46-53(*)


DERECHOS HUMANOS
Durante siglos se ha discutido mucho acerca de la naturaleza de los derechos: sus categorías, su universalidad (si son inherentes a cada persona e inalienables), su procedencia y su relación con las leyes.

Al mismo tiempo se ha desarrollado una noción moderna de derechos "humanos" casi enteramente a partir del derecho internacional, uno de cuyos conceptos centrales ha sido siempre el de "soberanía" precisamente porque su principal (y durante mucho tiempo única) preocupación fueron las relaciones entre los soberanos (originariamente Príncipes soberanos, y luego las naciones o estados soberanos). Soberanía significaba el total poder dentro del "dominio" del Príncipe es decir, el territorio sobre el cual él gobernaba, y los individuos que le debían fidelidad, originariamente llamados sus "súbditos" hoy "ciudadanos" del Estado.

Los conceptos de "derechos civiles" y "libertades civiles" que empezaron a desarrollarse en el derecho local de Inglaterra en el siglo XVII y que florecieron por primera vez, casi simultáneamente, en la "Déclaration des droits de l homme et du citoyen" francesa en 1789 y en el "Bill of Rights" estadounidense de 1791, no tuvieron eco alguno en el derecho internacional durante mucho tiempo. Los individuos particulares no podían ser los sujetos de ese derecho: eran los sujetos de sus Príncipes, teniendo únicamente los derechos que sus soberanos les permitieran tener.


UNA REVOLUCIÓN LEGAL

Con pocas excepciones, ésta fue la tónica hasta 1945. Sin embargo, era claro que ese cerrar de ojos internacional ante las situaciones internas de un Estado soberano conllevaba graves peligros para la comunidad internacional de naciones, siendo una amenaza real a la paz y estabilidad internacionales. En consecuencia, se llevó a cabo una verdadera revolución en derecho internacional: en una sola generación se desarrolló un código legal completamente nuevo, enumerando y definiendo con mucho detalle determinados "derechos humanos" y "libertades fundamentales" "muy específicos para todos los seres humanos, que de este modo ya no quedaban nunca más a merced de los Estados soberanos; estos derechos y libertades se consideraban inherentes" " las personas e "inalienables", " por lo tanto no podían privarse, negarse o suspenderse bajo ningún concepto: "El individuo ha adquirido un status y un valo r que lo han

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transformado de un objeto de compasión internacional a un sujeto de derecho internacional" (Sir Hersch Lauterpacht).

Estos nuevos "derechos humanos" y "libertades fundamentales" legales fueron extraídos de diversas fuentes existentes. El primer grupo comprendía los derechos "civiles y políticos" clásicos de no intervención del Estado en la vida de los individuos, reivindicados como derechos y libertades morales al menos desde el siglo XVIII, y convertidos en derechos legales a nivel nacional con frecuencia en derechos constitucionales durante las revoluciones de finales de ese siglo y comienzos del siguiente. Eran los derechos a la vida, a la libertad y la seguridad, a la igualdad ante la ley, a un juicio justo, y las libertades ideológica y religiosa, de expresión, de reunión, de asociación, etc. El segundo grupo se componía de los derechos "económicos" y "sociales" reivindicados entre finales del siglo XIX y principios del XX, que requerían la intervención positiva del Estado para corregir las injusticias manifiestas e inmerecidas que sufrían los individuos y los grupos a los que pertenecían, como el derecho a un salario digno y a unas condiciones de trabajo satisfactorias, a un hogar, a la salud, a la educación, etc.

Actualmente todos ellos han sido incorporados al derecho internacional en parte a través de la costumbre, pero predominantemente por la entrada en vigor de tratados suscritos libremente por los Estados soberanos que constituyen la comunidad internacional, creando un orden legal internacional completamente nuevo, aún frágil, pero cuyo potencial es enorme. Una vez existan normas legalmente vinculantes que limiten el modo en que un Estado soberano puede tratar a sus propios súbditos, este trato se convierte finalmente en la preocupación legítima de toda la comunidad internacional, de modo que sus protestas ya no se pueden desestimar por ser "u"a intromisión ilegítima en los asuntos internos de un Estado soberano"."Por consiguiente, hoy en día los derechos humanos son la preocupación legítima de todos los cristianos y de todas sus Iglesias, quienes colectivamente tienen el poder de ejercer una gran influencia en este tema siempre que, claro está, estén dispuestos a apoyar esta causa, cosa que sólo harán si se les convence de que dicha causa yace en sus fundamentos cristianos.


LA CONTRIBUCIÓN CRISTIANA

Es indudable que los derechos humanos, e incluso el lenguaje en el que se formulan, deben mucho a las aportaciones cristianas. Quizás la más importante fue la noción de que las propias leyes podían ser juzgadas por un standard perceptible superior a ellas. Ya en los siglos XI y XII de nuestra era, los juristas canónicos de París y Bolonia formularon la importante máxima lex injusta non est lex. Esta era una idea muy subversiva, por cuanto pretendía limitar el derecho soberano del Príncipe de hacer las leyes a su gusto: si sus leyes eran injustas por ofender a la ley divina, o lo que luego se llamó el derecho natural sus súbditos podían desobedecerlas, y hasta incluso, llegado el caso, rebelarse contra él. Con esta doctrina, la justicia de las leyes de un Príncipe podía servir como baremo de la legitimidad de su gobierno, y en la medida en que esta legitimidad quedaba menguada, se confería a las reivindicaciones de aquellos que pretendían derrocarle: "Dios no creó a los súbditos para el beneficio del príncipe, para que cumplieran todas sus órdenes en todo, fueran piadosas o no, justas o injustas, y para que lo sirvieran como esclavos, sino que creó al Príncipe en beneficio de los súbditos,

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sin los cuales no es ningún Príncipe" (General de los Estados de los Países Bajos, en su Acta de Abjuración del rey católico Felipe II de España en 1581).

Por aquel entonces, con la Reforma y la Contrarreforma, los conceptos de libertad de conciencia, libertad de opinión y libertad de pensamiento quedaron investidos de mucho valor, y junto a su derivada, la libertad de expresión, han sobrevivido y se recogen en el moderno código internacional. Por tanto, quizás también esto debiera verse como una contribución cristiana, aunque en este caso la Iglesia de Roma no pueda hacer mucho alarde de ello.

Del mismo modo, los derechos a una intervención positiva para corregir las injusticias sociales no sólo fueron propuestas por los primeros socialistas seglares como Proudhon, sino que fueron fuertemente apoyados por la encíclica del papa León XIII Rerum Novarum de 1891, que inducía a muchos países católicos que en modo alguno eran "socialistas" a incluir esos derechos en sus constituciones.

Sin embargo, tanto en la forma como en el contenido, el moderno código de derecho internacional sobre derechos humanos es declaradamente seglar. No hay ninguna mención del Creador (como en la Declaración Americana de Independencia de 1776), ni de un Ser Supremo (como en la Déclaration des droits de l homme et du citoyen francesa de 1789). Si el código pretendía conseguir el consentimiento de naciones de todas las religiones y de ninguna, tenía que evitar mostrar una tendencia a favor de cualquier tradición, como la que se solía llamar "cristiandad" y más cuando los principios que alberga son de hecho comunes a todos los principales credos de la humanidad, religiosos o humanísticos. Sin embargo, si tiene que convencer a los cristianos, debe al menos no ser incompatible con sus creencias particulares, y tratar de ser independientemente deducibles de éstas.


DERECHOS Y DEBERES


Para los juristas laicos es axiomático que no puede haber un derecho sin su correspondiente deber. Los que no son juristas no tienen ninguna dificultad en aceptar esta afirmación, pero con frecuencia creen que significa que el derecho y el deber han de coexistir en la misma persona.

En el derecho secular moderno, esto no es así: por cada derecho que se me reconoce, tiene que haber un deber correlativo impuesto no a mí, sino a otro, o a todos los demás. Para reclamar las pertenencias que me han sido robadas, simplemente hago valer mi derecho de propiedad: no necesito justificar esta alegación mostrando que he cumplido con el deber social general de hacer uso de la propiedad de manera caritativa, generosa o incluso productiva; son los demás quienes tienen el deber de no robarme, así como yo tengo los mismos deberes respecto a sus derechos.

Entonces, ¿a quién competen los deberes que corresponden a mis derechos humanos? En el código secular, la respuesta es fácil: al Estado. Lo que este código requiere es que todos los Estados sujetos a el "respeten", aseguren o garanticen" a cada individuo de su jurisdicción los derechos que comprende, "sin distinción alguna", y que en el caso de violación de cualquiera de estos derechos la víctima tenga "una reparación eficaz".

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Esto lleva a la cuestión central de la compleja relación entre cristianismo y derechos humanos. El tema es ahora de enorme importancia, y el cristianismo ha hecho notables contribuciones a él, y sin embargo su relación con este descendiente espiritual, en todos los casos en su forma secular, no ha sido siempre tan estrecha como era de esperar, y a veces ha sido francamente hostil: "Ha habido períodos en la historia de la Iglesia en los que en pensamiento y en obra los derechos de la persona humana no se han promovido o defendido con la suficiente claridad o energía. (...) Como todos bien sabemos, la actitud de la Iglesia respecto de los derechos humanos durante los dos últimos siglos se ha caracterizado con demasiada frecuencia por sus dudas, objeciones, reservas y, en alguna ocasión, incluso reacción vehemente por parte católica a cualquier declaración de derechos humanos hecha desde la posición del liberalismo y del laicismo" (Comisión Romano Pontificia Justitia et Pax).

Por supuesto hubo muchas razones bien documentadas para este rechazo en el pasado. Pero hay otra muy importante que no ha sido muy discutida: el papel profundamente diferente que los derechos y deberes juegan en la elaboración del derecho y de la moral judeocristianos.

En las "tres religiones del Libro" o sea, judaísmo, cristianismo e Islam "la ley" viene en forma de claros mandamientos de la Deidad misma, proclamados bien a través de su profeta Moisés o Mohamed, o por su divino Hijo. La autoridad de tal mandamiento es, por supuesto, absoluta: la criatura no tiene más opción que aceptarlo, obedecerlo y comportarse, según él todo lo demás es pecado, normalmente mortal-. En esta situación, la formulación más directa y efectiva será una simple injunción, sin razones que la califiquen o apoyen. Basta con ordenar "no matarás", en lugar de declarar primero que "toda persona tiene derecho a la vida" y seguir entonces con la injunción más compleja de "respetarás los derechos de los demás". Así, pues, en una teocracia basta que la Deidad imponga deberes a sus criaturas, y los derechos de éstas quedarán protegidos por sí mismos.

Y lo dicho sobre la teocracia vale igualmente hasta cierto punto para cualquier otra autocracia, como por ejemplo se vio en el Imperio Romano. Mientras el legislador pueda esperar ser obedecido, y que sus súbditos no cuestionen sus órdenes, no hay necesidad de proteger sus intereses dándoles derechos: bastará con ordenar que se comporten de manera que no perjudiquen a los demás.

Pero hay una diferencia crucial entre una teocracia y otras autocracias. Dios no es solamente siempre bueno, sino que además tiene otros importantes atributos para un legislador: un perfecto sentido de la justicia, un perfecto amor hacia sus criaturas, y esa cualidad esencial de previsión que en su caso alcanza la infinitud de la omnisciencia.

Por consiguiente, mientras la fe cristiana era universalmente aceptada, y la Iglesia estaba acostumbrada a tener autoridad de regir sobre la justicia de las leyes de un autócrata secular, la imposición de deberes era suficiente, y la noción de derechos estaba muy lejos de ser esencial en la relación ciudadano- gobernante, más que entre criatura y Creador.

Es sorprendente que el cambio en el énfasis de los deberes a los derechos viniera precisamente cuando la iglesia, desgarrada por la Reforma, ya no fue capaz de imponer autoridad sobre gobernantes seculares, y la aceptación incuestionada de la fe cristiana

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empezó a menguar ante la irrupción de la Ilustración. Con ello vino un creciente grado de escepticismo hacia la justicia, la caridad, o la previsión de cualquier gobernante secular. Era necesario cuestionar las leyes que incluso la voluntad popular quería promulgar, preguntar sus razones y tener algún parámetro contra el cual contrastarlas. Ya no servían para ello ni el Derecho divino ni el Derecho de la Recta Razón de Santo Tomás, y no había ninguna otra autoridad creíble universalmente que impusiera deberes. Por consiguiente, se busco la solución en sus correlacionados: los derechos, elevados al status central de ser "inherentes" e "inalienables" por Tom Paine y Jean-Jacques Rousseau.

Dada la respuesta de las iglesias cristianas a la Ilustración, a las revoluciones francesa y posteriores que tanto insistieron en estas nuevas ideas, y al modernismo decimonónico que las dio por supuestas, no es sorprendente que dichas iglesias no recibieran con inmediato agrado las teorías basadas en "los derechos del hombre", o cualesquiera teorías basadas primordialmente en derechos más que en deberes.


LAS IGLESIAS Y LOS DERECHOS HUMANOS

¿Dónde está entonces su relación con los derechos humanos actualmente? Muchos teólogos dan la impresión de que aún se sienten mucho más cómodos con los deberes o "responsabilidades" que con los derechos. Queda aún mucho que hablar acerca de la "sobrevaloración", si no "abuso", de lo que ellos denominan "lenguaje de los derechos". Se está aún lejos de aceptar una responsabilidad cristiana a reivindicar los derechos humanos de los demás, en cuanto que: "los derechos humanos son un reflejo de la justicia que Dios exige en todas las sociedades humanas, y el cristiano no debe cesar en su empeño de mantener la justicia. Hay, por supuesto, un motivo fuerte y simple que obliga al cristiano a manifestar una profunda preocupación por los pobres, los débiles y los oprimidos. Esto queda muy claro en la Biblia y se ha mantenido en la tradición cristiana. Los cristianos creemos que perseguir este objetivo es realizar la voluntad de Dios".

Sin embargo, la postura de la Iglesia católica romana hoy es muy distinta. Ya he mencionado la encíclica Rerum Novarum que fue suficientemente singular. Pero lo es aún más Pacem in Terris del Papa Juan XXIII. Escrita antes del Concilio, antes de que se aprobaran los textos de los dos Convenios sobre Derechos Humanos de las Naciones Unidas, y 13 años antes de que entraran en vigor, da suprema autoridad papal a ese instrumento más secular, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, reproduciendo virtualmente todo su contenido, con frecuencia casi con su mismo lenguaje, aunque en distinto orden: en primer lugar, el Santo Padre sigue declarando que derechos y deberes son correlativos en el mismo individuo: "Por ejemplo, al derecho a la vida de un hombre va ligado el deber de preservar su vida; su derecho a un nivel decente de vida conlleva el deber de vivir de manera civilizada; su derecho a la libre búsqueda de la verdad implica el deber de buscarla siempre profunda y extensamente".

Según los cánones de las actuales leyes sobre derechos humanos, estas afirmaciones son, por supuesto, profundamente erróneas, pero esto no es ninguna deshonra para el Santo Padre o sus asesores canónicos o teológicos. Es sorprendente encontrar este pasaje después de que el Santo Padre haya extraído un catálogo de derechos humanos apenas diferenciable del de la Declaración Universal, porque él deliberadamente no ha

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deducido los derechos de los deberes, sino del orden de creación, de la conciencia humana, y de la afirmación de que "..las leyes para controlar la conducta humana ...
deben ser encontradas sólo donde el Autor de todas las cosas las ha escrito, es decir, en la propia naturaleza del hombre", en esencia, el derecho natural.

De hecho, este punto de partida lleva más tarde al Santo Padre a algunas conclusiones bastante distintas a las que debería haber llegado si se hubiera basado en los deberes cristianos. Por ejemplo, reafirma con mucho énfasis la idea lex iniusta non est lex, en palabras que recogen las que dirigieron al gobernante católico sus disidentes súbditos flamencos casi cuatro siglos antes: "si alguna vez aquellos que ostentan la autoridad en el Estado dictan leyes u órdenes contrarias a este orden, y por consiguiente contrarias a la voluntad de Dios, los ciudadanos no pueden en consciencia quedar vinculados por ellas. Si algunos oficiales del Estado violan o se niegan a reconocer los derechos humanos, no sólo fracasarán en su deber, sino que perderán toda autoridad para ordenar obediencia"

El Santo Padre sigue identificando el bien común con el respeto y la protección de los derechos humanos; apoya aunque con prudencia la doctrina de separación de poderes de Montesquieu; e incluso tiene más cosas que decir sobre los deberes que concuerdan bastante más con la visión secular moderna: "El que tiene ciertos derechos incurrirá en el deber de reivindicarlos como signos de su dignidad; mientras que en los demás yacerá la obligación de respetar y proteger esos mismos derechos. (...) Una declaración de los derechos y deberes a observar entre ciudadanos y gobernantes ...debería dejar bien claro que los deberes de éstos últimos son reconocer, respetar, armonizar, proteger y fomentar los derechos y deberes de los ciudadanos". Finalmente, se encuentra la espléndida afirmación de que "en el mundo de hoy la primera cosa a buscar en el sistema legal de un Estado es algún tipo de capítulo de derechos fundamentalistas, expresando en lenguaje claro y conciso, y formando un elemento integral en el modo en que el país es gobernado".

La encíclica Pacem in Terris es nada menos que revolucionaria: un verdadero salto cuántico por encima de los obstáculos filosóficos que habían existido hasta ahora entre las iglesias cristianas y la teoría secular, ahora transformada en un código legal universalmente vinculante de derechos humanos.

Toda una serie de documentos papales desde entonces se han añadido a esos fundamentos. Pacem in Terris y Gaudium et Spes, bases adicionales de las cuales puede derivarse una teoría universal de los derechos humanos: que todos los seres humanos son hechos a imagen de Dios, y que por lo tanto tienen el atributo de dignidad inherente; que todos somos hijos del mismo Padre; y que todos somos hermanos en Cristo. También hay la teología de liberación, cuyo fundamento principal es la teoría de los derechos humanos: por supuesto, es difícil incluso imaginársela sin esta base filosófica. Más allá de esto, casi cada encíclica papal desde 1963 excepto Humanae Vitae se inspira algo en Pacem in Terris. Otras iglesias cristianas han empezado a hacer lo mismo, y el Concilio Mundial de Iglesias también ha estado activo últimamente en el campo de los derechos humanos. Pero hoy no cabe duda de que su más poderoso, consistente y persistente protagonista es Juan Pablo II: como gobernante espiritual, su voz es ampliamente escuchada con atención, no sólo dentro de la Iglesia, sino también en el mundo secular fuera de ella.

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LOS DERECHOS HUMANOS EN LA IGLESIA

A partir de todo lo dicho hasta ahora surge una queja sencilla pero muy clara: dentro de sus estructuras internas, la Iglesia de Roma aún no ha empezado a poner en práctica lo que tan apasionadamente ha predicado durante más de 25 años en el tema de los derechos humanos. La Iglesia es una entidad imposible de definir o incluso de describir exhaustivamente. En uno de sus aspectos se presenta a sí misma como una sociedad de hombres y mujeres mortales, imperfectos y pecadores. En ese respecto al menos, la Iglesia es como otras sociedades temporales, y como ellas necesita leyes que regulen las 
relaciones entre sus miembros.

Actualmente la Iglesia Católica Romana aboga insistentemente por el respeto a los derechos humanos como parte central de su misión pastoral, y al hacerlo se dirige a otras sociedades temporales. Pero si quiere que estos preceptos tengan alguna influencia real en el mundo secular donde la credibilidad de la Iglesia es muy poca, debería dar testimonio en su misión dando ejemplo en sus propios asuntos, y llevando a cabo su gobierno interno al menos con el mismo grado de respeto a los derechos humanos que cualquier sociedad meramente temporal. Cualquier deficiencia en este campo sólo hará que restarle credibilidad y acercarla al escándalo.

Tristemente, en el campo del gobierno interno de la Iglesia los defectos de sus sistemas de derecho y administración son aún numerosísimos. Pueden remontarse a dos factores históricos que operaron en la misma dirección: la influencia del Derecho Romano imperial tardío, que apoyaba la reivindicación de su Majestad Imperial de ser el fons et origo de la ley, la justicia, la gracia, la virtud y todo lo que es bueno en este mundo (se trataba, por supuesto, de un sistema altamente autocrático), y la falacia profundamente arraigada de que el avance de la jerarquía de algún modo corresponde con la santidad (si ello fuera cierto, la Iglesia sería la única sociedad en la tierra que corriera el riesgo de dejarse gobernar por una élite platónica, pero lamentablemente ni los papas, ni los cardenales, ni los obispos, ni los monseñores han manifestado ninguna inmunidad especial a los vicios que tienden a revelarse a medida que el poder de un ser humano falible sobre su semejante aumenta).

Ahora bien, si hay un conjunto de derechos humanos que resulta crucial en una sociedad cuyos miembros pueden entrar en conflicto entre ellos, se trata de lo que llamamos "la norma de la ley". Ello exige que todos los miembros de la sociedad sean iguales antes la ley, y que su gobierno se lleve a cabo sólo según la ley, interpretada y aplicada por una instancia judicial independiente del ejecutivo o de la administración. Establece también las "reglas de justicia natural" Derechos y libertades son inútiles si no se pueden hacer respetar, y la única garantía para su eficiente aplicación es un poder judicial independiente que no debe tener nada que temer de nadie, y todo a ganar de su administración de leyes justas, de modo justo, abiertamente y sujeto a escrutinio público constante.

¿Tiene la Iglesia Católica, de hecho, en sus asuntos internos y temporales, un sistema que garantice la existencia permanente de un poder judicial independiente cuyos intereses personales estén en consonancia con la tarea que han de llevar a cabo? ¿Garantiza la administración de justicia dentro de la Iglesia que nadie de su jerarquía, por muy alto que esté, tenga inmunidad frente a un proceso judicial, y que cada acto del poder ejecutivo esté sujeto a revisión por el poder judicial? ¿Gozan todas las partes en el

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proceso de los beneficios de la presunción de inocencia? ¿Tienen el derecho a ser juzgadas en su presenc ia, a ser representadas, a conocer los cargos existentes en su contra, a escuchar y demostrar toda prueba en su contra, a que sus testigos sean escuchados, a igualdad de oportunidades respecto a sus oponentes, a publicidad si lo desean, a una sentencia razonada y a la apelación del proceso por parte de un tribunal superior independiente?

Todos estos aspectos son requisitos fundamentales del código secular de derechos humanos, tan espléndidamente apoyados desde Pacem in Terris. Pero no son seguidos dentro de la propia Iglesia, y casi cada año se ve envuelta en un escándalo público a consecuencia de ello: Schillebeeckx, Küng, Curran, Boff, el obispo Hunthausen, el obispo Casaldáliga, etc.

Dos cosas que se podrían hacer para empezar a cambiar esta situación, y sin gran riesgo o coste para las autoridades de la Iglesia Romana. Primero: la Santa Sede tiene una dimensión predominantemente espiritual, pero durante mucho tiempo ha tomado parte activa en las negociaciones que llevaron al Acta Final de Helsinki en 1975 (que firmó como Estado Soberano), y en las numerosas conferencias que marcan, desde entonces, el "proceso de Helsinki". Claramente podría incrementar la promoción y protección de los derechos humanos en el mundo si se adhiriera a los convenios de las N.U. sobre Derechos Humanos o a la Convención Europea, o a ambos. Segundo: no hay ningún órgano o instancia en la Curia Romana que sea responsable de los derechos humanos dentro de la Iglesia; ese trabajo podría no ser muy codiciado, pero seguramente alguien podría y debería estar al cargo del mismo, en una institución con influencia que juega un papel fundamental en la promoción de tan importante tema.


Notas:

*La Redacción de la Revista The Month nos comunica el fallecimiento del autor Paul Sieghart poco antes de la publicación de su artículo. E.p.d.


Tradujo y condensó: VICTOR SÁNCHEZ

CRISTIANISMO Y DERECHOS HUMANOS
 Alrededor del mundo existen varias entidades, organizaciones pensamientos e incluso hasta las religiones, que  han hablado  a cerca delos derechos humanos, y un claro ejemplo de ello lo podemos encontrar en  el cristianismo que ha generado  varios aportes,  que han contribuido al enriquecimiento de los  mismos.
Tal como lo podemos constatar  hacia los siglos XI y XII , cuando los juristas canónicos de la Iglesia católica  plantean una importante máxima  “lex injusta non  est  lex” ley  injusta no es ley . Creada para demostrarle a los gobernantes de ese entonces que la soberanía  no era motivo de querer hacer la voluntad de ellos, sin pensar en los demás.
Sino que por el contrario,   debían regirse a lo estipulado en  las normas establecidas para la convivencia social, y dar el cumplimento de manera verídica a todo y con todos;  suprimiendo todo interés personal y sectorizado  que contribuyera al detrimento de los mismos dentro del ámbito funcional.
Y,  en este orden de ideas,  podemos apreciar otro valioso aporte que hace la religión cristiana, cuando da a conocer la  importancia  de crear   los derechos, pero no sin antes advertir que todos los ciudadanos debimos tener en cuenta el cumplimiento  del deber, para que de manera recíproca se pueda dar cumplimiento a ambas partes como lo son en este caso el deber y el derecho, que  se ejerce en la sociedad.
Por consiguiente,  vemos que muchas de las situaciones que se observan en la sociedad, nos llevan a inferir que un gran  número de personas  manifiestan    preocupación de más para que se dé el cumplimiento del derecho, que al mismo acatamiento de la ley; que sin duda lo podemos corroborar en el cotidiano vivir, con las personas que nos relacionamos, bien sea al cruzar la calle en nuestros puestos de trabajo o en una parte más cercana como lo es relación padres e hijos en el hogar.
Sin embargo, el acato o el desacato a la norma también no lo plantea la comunidad cristiana, como un fenómeno que se ha venido presentando a través del tiempo, en  especial cuando se comienza a vivir en comunidad, y un claro ejemplo de ello es la realidad del pueblo de Israel cuando es elegido por Dios, y comienzan el seguimiento al pacto que Dios establece con ellos, como lo es seguimiento de los mandatos divinos instaurados en las tablas de la ley .
Que sin lugar a duda no fue tarea fácil hacer entrar en  razón al pueblo , del compromiso adquirido, sin embargo trataban de cumplir mientras se encontraban en óptimas condiciones dentro de su vida social y espiritual , cosa distinta que se presentaba en el tiempo de la dificultades porque  comenzaban a sentirse que las ley los cohíbe en cierta manera o no ven el resultado que ellos esperan , lo cual permite que dicho pueblo entre en desobediencia o  que sus sentimientos se despierten más al cumplimiento del derecho que el del deber.
Lo que en cierta  manera ocasiona una primer violación de la norma y por ende al deber como ciudadano del pueblo de Dios, realidad que no es ajena para nuestra sociedad actual cuando muchos de los integrantes de nuestras comunidades se dejan llevar por el hecho de que deben de recibir pero no dar, y es en esta ocasión  donde se  erradica el verdadero génesis del conflicto relacional  entre el derecho y el deber.
Es debido a lo  anterior, que  se nos hace la invitación a vivir al pendiente de nuestros  comportamientos en cualquier  vínculo donde nos relacionemos para no incurrir en la violación de nuestro derechos y muchos menos  en el desacato de nuestro deber, porque empezaríamos a contribuir al fenómeno de la desobediencia en  las normas del desarrollo comunitario como lo son en este caso los derechos humanos.








5 ENCUENTRO


BLOQUE DE APRENDIZAJE, ORGANIZACIÓN Y CREACIÓN DE LOS DERECOS HUMANOS

ORGANIZACIÓN Y CREACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS

LA CREACIÓN DEL MARCO DE LOS DERECHOS HUMANOS


La historia de los derechos humanos es producto de los principales acontecimientos mundiales y de la lucha en pro de la dignidad, la libertad y la igualdad en todo el mundo. Sin embargo, los derechos humanos no se reconocieron oficial y universalmente hasta que se establecieron las Naciones Unidas. La convulsión y las atrocidades de la segunda guerra mundial y la incipiente lucha  de las naciones coloniales por la independencia alentaron a los países del mundo a crear un foro para hacer frente a algunas de las consecuencias de la guerra y, en particular, para evitar que se repitieran los terribles sucesos vividos. Ese foro fue la organización internacional denominada Naciones Unidas.

Desde su fundación, en 1945, las Naciones Unidas reafirmaron su fe en los derechos humanos de todos los pueblos que las integraban. En su Carta fundacional las Naciones Unidas decían que los derechos humanos estaban en el centro de sus preocupaciones y así han seguido desde entonces. 

Uno de los principales logros de las Naciones Unidas poco después de su fundación fue la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH), aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. Este valioso instrumento sigue ejerciendo una influencia considerable en las vidas de las personas de todo el mundo. Por primera vez en la historia un documento considerado de valor universal era aprobado por una organización internacional. También por primera vez se enunciaban detalladamente los derechos humanos y las libertades fundamentales. 

En el momento de su aprobación, la Declaración contó con un amplio apoyo internacional. Aunque los 58 Estados Miembros que integraban las Naciones Unidas en aquella época eran muy diversos por sus ideologías, sistemas políticos, bagaje religioso y cultural y dinámicas de desarrollo socioeconómico, la Declaración Universal de Derechos Humanos representó una expresión 
común de aspiraciones y objetivos comunes, una imagen del mundo que quería la comunidad internacional. 

En la Declaración se considera que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca... de todos los miembros de la familia humana” y que esa dignidad está vinculada al reconocimiento de los derechos fundamentales a los que todo ser humano aspira, tales como: el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de las personas; el derecho a un nivel de vida adecuado; el derecho a buscar asilo y a disfrutar de él en cualquier país en caso de persecución; el derecho a la propiedad; el derecho a la libertad de opinión expresión; el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión; y el derecho a no ser torturado ni sometido a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes.

Esos derechos son derechos intrínsecos que deben disfrutar todos los habitantes de la aldea mundial (mujeres, hombres, niños y todos los grupos de la sociedad, desfavorecidos o no) y no “concesiones” que puedan retirarse, retenerse u otorgarse por capricho o voluntad de alguien. 

Eleanor Roosevelt, que presidió la Comisión de las Naciones Unidas para los Derechos humanos en sus primeros años, ponía de relieve tanto la universalidad de esos derechos como la responsabilidad que entrañaban cuando se preguntaba: 

En definitiva ¿dónde empiezan los derechos humanos universales? Pues en pequeños lugares, cerca de nosotros; en lugares tan próximos y tan pequeños que no aparecen en los mapas. Pero esos son los lugares que conforman el mundo del individuo: el barrio en que vive; la escuela o la universidad en que estudia; la fábrica, el campo o la oficina en que trabaja. Esos son los lugares en los que cada hombre, mujer y niño busca ser igual ante la ley, en las oportunidades, en la dignidad sin discriminación. 

Si esos derechos no significan nada en esos lugares tampoco significan nada en ninguna otra parte. Sin una acción decidida de los ciudadanos para defender esos derechos a su alrededor, no se harán progresos en el resto del mundo.

En 1998, con ocasión del 50.º aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos Mary Robinson, Alta Comisionada para los Derechos Humanos, dijo que la Declaración era “uno de los grandes documentos en los que se plasmaban las más altas aspiraciones de la historia de los seres humanos”. La Declaración ha servido de modelo a muchas constituciones nacionales, se ha convertido en el más universal y más traducido de los instrumentos internacionales. 

La Declaración ha servido de base a gran número de instrumentos de derechos humanos posteriores que, en conjunto, constituyen la normativa internacional de derechos humanos. Entre esos instrumentos se encuentran el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) y el Pacto 
Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966), tratados que son jurídicamente vinculantes para los Estados que son Partes en ellos. La Declaración Universal y los dos Pactos constituyen la carta internacional de derechos fundamentales. 

Los derechos enunciados en la Declaración y los dos Pactos se han desarrollado en otros tratados como la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (1965), en la que se declara que la difusión de ideas basadas en la superioridad y el odio racial serán punibles conforme a la ley, y la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (1979), en la que se prevén las medidas que deben tomarse para eliminar la discriminación contra la mujer en la vida política y pública, la educación, el empleo, la salud, el matrimonio y la familia. 
De particular importancia para el trabajo en las escuelas es la Convención sobre los Derechos del Niño, donde se garantizan los derechos humanos de los menores.

La Convención, que fue aprobada por la Asamblea General en 1989, ha sido ratificada por más países que ningún otro tratado de derechos humanos. 
Además de proteger a los niños de los daños y los malos tratos y de proveer a su supervivencia y bienestar, por ejemplo, mediante la atención de la salud, la educación y la vida familiar, la Convención les da el derecho a participar en la sociedad y en la adopción de las decisiones que les conciernen. Recientemente se han aprobado dos protocolos de la Convención: el Protocolo Facultativo relativo a la venta de niños, la prostitución infantil y la utilización de niños en la pornografía y el Protocolo Facultativo relativo a la participación de niños en los conflictos armados (2000). 


CUADRO CON LOS PRINCIPALES INSTRUMENTOS DE DERECHOS HUMANOS DE LAS NACIONES UNIDAS


ORGANIZACIONES DE LOS DERECHOS HUMANOS

Muchas organizaciones por todo el mundo dedican sus esfuerzos para proteger los derechos humanos y acabar con sus abusos. Las principales organizaciones de derechos humanos disponen de páginas web extensas documentando violaciones de los derechos humanos y hacen una llamada para tomar medidas para remediar tales violaciones, tanto a nivel gubernamental como a nivel de la gente de la calle.
 El apoyo y la condena pública de los abusos es importante para su éxito, ya que cuando las organizaciones pro derechos humanos son más eficaces es cuando sus llamamientos en pos de la reforma van respaldados por un fuerte apoyo del público. A continuación, se presentan algunos ejemplos de tales grupos. 

ORGANIZACIONES NO GUBERNAMENTALES

A escala mundial, los defensores de derechos humanos han sido muy a menudo ciudadanos, no representantes gubernamentales. En particular, las organizaciones no gubernamentales (ONGs) han jugado un papel primario al dirigir la atención de la comunidad internacional sobre temas de derechos humanos. 

Las ONGs monitorean las acciones de los gobiernos y los presionan para actuar de acuerdo a los principios de los derechos humanos. 

AMNISTÍA INTERNACIONAL

La Amnistía Internacional es un movimiento mundial de personas que realizan campañas para el Reconocimiento internacional de los derechos humanos para todos. Con más de 2.2 millones de miembros y suscriptores en más de 150 países, ellos dirigen investigaciones y generan acciones para prevenir y terminar los graves abusos de los derechos humanos y exigir justicia para aquellos cuyos derechos han sido violados. 

EL FONDO PARA LA DEFENSA DE LOS NIÑOS (CDF POR SUS SIGLAS EN INGLÉS)


El CDF es una organización en defensa de los niños, que trabaja para asegurar la igualdad de condiciones para todos los niños. CDF aboga por políticas y programas que saquen a los niños de la pobreza, los protejan del abuso y el abandono, y garanticen su derecho a un cuidado médico y educación por igual. 

CENTRO DE ACCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS


El Centro de Acción de los Derechos Humanos es una organización sin fines de lucro establecida en Washington, D.C., dirigida por Jack Healy, un activista y pionero de los derechos humanos reconocido mundialmente. El centro trabaja en asuntos relacionados con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y usa las artes y tecnologías para innovar, crear y desarrollar nuevas estrategias para parar los abusos de los derechos humanos. Ellos también apoyan grupos de derechos humanos que están en crecimiento en todas partes del mundo. 

HUMAN RIGHTS WATCH


Human Rights Watch (Vigilante de los Derechos Humanos) está dedicado a proteger los derechos humanos de la gente alrededor del mundo. Ellos investigan y exponen violaciones de los derechos humanos, hacen rendir cuentas a los abusadores, y desafían a los gobiernos y a aquellos que tienen el poder, para terminar con prácticas abusivas y respetar la ley internacional de derechos humanos. 

DERECHOS HUMANOS SIN FRONTERAS:(HRWF, DE HUMAN RIGHTS WITHOUT FRONTIERS)
HRWF se centra en dirigir, investigar y analizar situaciones en el ámbito de los derechos humanos, al igual que promover la democracia y el cumplimiento de la ley a nivel nacional e internacional. 

ASOCIACIÓN NACIONAL PARA LA PROGRESIÓN DE LA GENTE DE COLOR (NAACP, DE NATIONAL ASSOCIATION FOR THE ADVANCEMENT OF COLORED PEOPLE)

La misión de NAACP es asegurar la igualdad de derechos económicos, sociales, educativos y políticos y eliminar el odio racial y la discriminación racial. 

CENTRO SIMON WIESENTHAL

Esta prestigiosa organización internacional Judía de derechos humanos está dedicada a reparar paso a paso al planeta. El Centro produce cambios al confrontar el antisemitismo, el odio y el terrorismo, promoviendo los derechos humanos y la dignidad, solidarizándose con Israel, defendiendo la seguridad de los judíos mundialmente, y enseñando las lecciones del Holocausto para las futuras generaciones.


ARTÍCULO


ORGANIZACIÓN Y CREACIÓN DE LOS DEREChOS HUMANOS.


El orden es una de las virtudes que distingue al ser humano desde su  parte racional, por tanto todo las acciones que realiza deben de estar siempre coordinadas en  la distinción de los mismos, y puede  que al iniciar dicho proceso  no todo sea fácil,  para llegar a un buen funcionamiento de su vida.
Además  se va a observar más adelante  que en la interacción con los demás miembros de su comunidad, tal como lo podemos ver en el marco de  la historia de esta humanidad que poco a poco se ha esforzado por tener bajo control cada uno de sus movimientos individuales o colectivos.
Y,  un ejemplo de ello  es que el orden llega tras el enfrentamiento de una crisis, por ello quiero hablar de ese descontrol que sufrió el mundo entre los años de 1914- 1919 y  que nuevamente  se repite hacia los años de 1939-1945. Hechos que conocemos históricamente como las dos guerras mundiales, que provoco un gran desorden dentro de la sociedad mundial.
Dejando en cierta manera al hombre desorientado o mejor aún  en crisis existencial debido a que se había afectado su  campo económico y político. No obstante con esta problemática se tiene en cuenta que una de los problemas más importantes era que se estaba yendo en contra de la dignidad de los mismos ciudadanos.
Lo que dio  paso al  surgimiento de  algunas  instituciones o entidades que ayudaran al respeto de su dignidad, como las naciones unidas en  declaración de los derechos universales que pretendía mostrarle a la sociedad el gran valor y los derechos que van intrínsecos en la dignidad humana.
Adicionalmente a  lo anterior,  se puede decir  que dichas instituciones se enfatizan en  rescatar a un hombre que vivía desprotegido  e inconsciente de los  actos que realizaba para  ese entonces contra su propios semejantes,  una inconsciencia provocada por la ceguera del poder y el domino sobre los demás o mejor aún de la búsqueda de la superioridad ante las demás naciones.

Hechos que sin lugar a   duda provocaron gran molestia y afectación  no sólo a las naciones implicadas sino a toda la población mundial, quien se solidarizaba con las familias de todos aquellos centenarios de victimas  que caían en los campos de concentración, siendo esta una de las causas primordiales por la que se vio la necesidad de la intervención de instituciones o una agrupación que ayudara a poder fin al conflicto.
Siendo lo anterior, una causa directa para la creación de la asociación de las naciones unidas, cuya finalidad era poner fin al problema socio mundial que se estaba viviendo y en segunda estancia que esto no se volviera a presentar. Una dificultad de tan gran magnitud.
Y fruto de ello es que nacen muchos de los principales derechos que nos rigen en nuestras constituciones políticas, además cabe resaltar que esta gran crisis sirvió para sensibilizar a la humanidad, acerca del atropello que se cometía con cada uno de los hombres y mujeres que componían la sociedad.
Es por ello, que se hace de real importancia seguir conservando el orden con el que fueron creados dichos derechos, puesto que ha favorecido a toda la humanidad, y sobre todo el gran respeto que se le otorgo a la dignidad de la persona, para que fuera valorada y respetada por el solo hecho de existir.





ENCUENTRO N·6

JUAN PABLO II Y LOS DERECHOS HUMANOS

El secreto de la paz está en el respeto de los derechos humanos. Juan Pablo II.

Cada Papa tiene personalidad y carácter propios que ponen un sello identificatorio a sus respectivos pontificados. Juan Pablo II tiene su propia e imborrable impronta; y es también un Campeón de los Derechos Humanos.
El connotado constitucionalista de la Universidad de Pittsburg, el Dr. Deacon Keith Fournier, publicó The Lion and the Lamb: A tribute to Pope John Paul II. El Dr. Fournier describe con precisión el contexto en que Juan Pablo II en 25 años de pontificado realizó una obra y proclamado un mensaje que trascenderá el curso de los siglos y las generaciones porque habrá de seguir orientando a la modelación del mundo y la sociedad a partir del s. XXI; y que han contribuido a que, desde ahora se le llame Juan Pablo II El Magno.
También se le reconoce como uno de los maestros de obra del Concilio Vaticano II. Este fuerte, vital, apasionado y carismático Pastor asumió el pontificado el 16 de octubre de 1978 en uno de los momentos más críticos de la historia del mundo. Este Papa, que era montañista, está lleno de un contagiante amor a Dios. Fue también un talentoso hombre de letras, dramaturgo, filósofo, poeta y gigante intelectual y, sobre todo, un genuino ser humano.
Desde la silla de San Pedro, y con la consistencia de un león, viviò lo que con coraje ha proclamado siempre. Sin temor recorrió el globo, proclamando la libertad y la verdad a las víctimas de las falsas ideologías que han devastado a los pueblos del siglo XX, el más sangriento de la historia de la humanidad. No dejò de reiterar, apasionadamente, el incólume mensaje cristiano, con la urgencia profética, profunda claridad y relevancia que requiere el mundo globalizado y desorientado de hoy.
Juan Pablo ha sido un extraordinario don de la Providencia. Guía de la nueva gran era misionera y de renovación de la cristiandad. Sus reflexiones son la clave de la nueva primavera de la que él fue heraldo. Pero su mensaje debe ser más difundido para que sea mejor asumido y para que informe la cultura humana; para que sea el material con el que se construya el diferente futuro que anhelan todas las naciones.
Este Papa --una vez vibrante y fuerte-- se volvió frágil, enfermo y físicamente débil. El que escalaba montañas, luego carga la cruz del sufrimiento humano. ¡Cuán apropiado y emocionante que el que es apóstol de los débiles del mundo --de los discapacitados, de los ancianos, de los que no tienen voz-- debió más tarde unirse físicamente a ellos para demostrar al mundo la verdad de la belleza y la dignidad de cada vida humana!
El león se convirtió en símbolo y signo de los mensajes más cristianos. No sólo se opuso a la “cultura de la muerte” sino que propuso reemplazarla por la “cultura de la vida” y la “civilización del amor”. Ahora, este mensaje –el del amor, de la inviolable dignidad y la irrepetible belleza de cada persona, en cada edad y situación— es simbólicamente encarnado en este león que se volvió un cordero, el Vicario del Cordero de Dios. El cordero que profetiza acerca de la belleza de un sufrimiento físico asumido con amor y ofrecido por sus hermanos.

LA DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS

La defensa de los Derechos Humanos, la batalla por la paz y la lucha contra la miseria y el racismo, fueron los valores a que el Papa Juan Pablo II instó a toda la humanidad.
Los derechos humanos son universales e indivisibles, subrayó Juan Pablo II. Para Juan Pablo II el respeto y la promoción de los derechos humanos se refiere a todas las personas en todas las fases de la vida. Y añade que "cuando se acepta sin reaccionar la violación de uno cualquiera de los derechos humanos fundamentales, todos los demás están en peligro".
«Ese mismo código moral que proviene de Dios, sancionado en la Antigua y en la Nueva Alianza, es también fundamento inamovible de toda legislación humana, en cualquier sistema y, en particular, en el sistema democrático. La ley establecida por el hombre, por los parlamentos o por cualquier otra entidad legislativa, no puede contradecir la ley natural, es decir, en definitiva, la ley eterna de Dios. Santo Tomás formuló la conocida definición de ley: Lex est quaedam rationis ordinario ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet promulgata, la ley es una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene a su cargo la comunidad.
En cuanto al ‘ordenamiento de la razón’, la ley se funda en la verdad del ser: la verdad de Dios, la verdad del hombre, la verdad de la realidad creada en su conjunto. Dicha verdad es la base de la ley natural. El legislador le añade el acto de la promulgación. Es lo que sucedió en el Sinaí con la Ley de Dios, y lo que sucede en los parlamentos en sus actividades legislativas. Memoria e Identidad.
«El derecho a la vida es, para el hombre, el derecho fundamental. Y sin embargo, cierta cultura contemporánea ha querido negarlo, transformándolo en un derecho “incómodo” de defender. ¡No hay ningún otro derecho que afecte más de cerca la existencia misma de la persona! Derecho a la vida significa derecho a venir a la luz y, luego, a perseverar en la existencia hasta su natural extinción: ‘Mientras vivo tengo derecho a vivir’». Cruzando el umbral de la esperanza.

«Quisiera destacar que ningún derecho humano está seguro si no nos comprometemos a tutelarlos todos. Cuando se acepta sin reaccionar la violación de uno cualquiera de los derechos humanos fundamentales, todos los demás están en peligro. Es indispensable, por lo tanto, un planteamiento global del tema de los derechos humanos y un compromiso serio en su defensa. Solo cuando una cultura de los derechos humanos, respetuosa con las diversas tradiciones, se convierte en parte integrante del patrimonio moral de la humanidad, se puede mirar con serena confianza al futuro».
MENSAJE PARA LA JORNADA MUNDIAL POR LA PAZ, 1999.

«Ante la creciente conciencia de los derechos humanos que iba aflorando a nivel nacional e internacional, Juan XXIII intuyó la fuerza interior de este fenómeno y su extraordinario poder de cambiar la historia. Lo que ocurrió pocos años después, sobre todo en Europa central y oriental, fue una excelente prueba de ello. El camino hacia la paz, enseñaba el Papa en su Encíclica, debía pasar por la defensa y promoción de los derechos humanos fundamentales. En efecto, cada persona humana goza de ellos, no como de un beneficio concedido por una cierta clase social o por el Estado, sino como de una prerrogativa propia por ser persona: “En toda convivencia humana bien ordenada y fecunda hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes que dimanan inmediatamente y al mismo tie-mpo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables, y no pueden renunciarse por ningún concepto”». Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, 2003.

«Cuando la promoción de la dignidad de la persona es el principio conductor que nos inspira, cuando la búsqueda del bien común es el compromiso predomina ente, entonces es cuando se ponen fundamentos sólidos y duraderos a la edificación de la paz. Por el contrario, si se ignoran o desprecian los derechos humanos, o la búsqueda de intereses particulares prevalece injustamente sobre el bien común, se siembran inevitablemente los gérmenes de la inestabilidad la rebelión y la violencia». Mensaje para la Jornada mundial por la Paz, 1999.

«La religión expresa las aspiraciones más profundas de la persona humana, determina su visión del mundo y orienta su relación con los demás. En el fondo, ofrece la respuesta a la cuestión sobre el verdadero sentido de la existencia, tanto en el ámbito personal como en el social. La libertad religiosa, por tanto, ocupa el centro mismo de los derechos humanos. Es inviolable hasta el punto de exigir que se reconozca a la persona incluso la libertad de cambiar de religión, si así lo pide su conciencia». Mensaje para la Jornada mundial por la Paz, 1999.[ii]
Todas estas fueron manifestaciones del Papa Juan Pablo II en relación con los derechos humanos.

LA VIDA Y LA LIBERTAD RELIGIOSA:

Recordemos que el entonces Papa Juan Pablo II con ocasión del 50 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos hizo un repaso de algunos de los derechos hoy más amenazados. Pero antes recordó que ese documento de la ONU "reconoce los derechos que proclama, no los otorga; en efecto, estos son inherentes a la persona humana y a su dignidad".

El Papa saludó como un signo positivo la creación de un Tribunal Penal Internacional, para juzgar a los responsables de crímenes contra la humanidad. "Esta nueva institución, si se construye sobre buenas bases jurídicas, podría contribuir a asegurar a escala mundial una tutela eficaz de los derechos humanos".

El primer derecho que consideró el mensaje del Papa es el derecho a la vida. Una cultura de la vida, dice, "garantiza el derecho a venir al mundo a quien aún no ha nacido, protege también a los recién nacidos, particularmente a las niñas, del crimen del infanticidio. Asegura igualmente a los minusválidos el desarrollo de sus posibilidades y la debida atención a los enfermos y ancianos". El Papa se refirió también al rechazo de la violencia, al hambre y a las inquietudes que suscitan los recientes descubrimientos en ingeniería genética. Sobre este último punto, dice que cada una de las fases de la investigación científica debe estar acompañada por una reflexión ética que "inspire adecuadas normas jurídicas para salvaguardar la integridad de la vida humana".

El segundo derecho, que "es como el corazón mismo de los derechos humanos", es la libertad religiosa. Exige que "se reconozca a la persona incluso la libertad de cambiar de religión, si así lo pide su conciencia". La libertad religiosa incluye "el derecho a manifestar las propias creencias, tanto individualmente como con otros, en público o en privado". Juan Pablo II vuelve a poner en evidencia, además, que "el recurso a la violencia en nombre de la religión es una deformación de las enseñanzas mismas de las principales religiones".

Su mensaje trata también de los derechos a participar en la vida pública, a la formación y al trabajo. Incluye otras indicaciones: la responsabilidad con respecto al medio ambiente, el fracaso de la guerra como medio de solución de conflictos, etc. Por lo que se refiere a los fenómenos de globalización, el Papa subrayó que existen "muchas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado", para las que era preciso encontrar soluciones.


EL PAPA JUAN PABLO II Y LOS DERECHOS DE LAS MUJERES:


Juan Pablo II habló, con agrado, del «genio» femenino, del «carisma» o de la «vocación» de la mujer y lo hizo no sólo en textos oficiales. En una entrevista privada aseguró a una política italiana: «Creo en el genio de las mujeres. Incluso en los períodos más oscuros se encuentra este genio, que es la levadura del progreso humano y de la historia.» El genio femenino ha sido para Juan Pablo II, algunas veces ayuda, y otras, estímulo e incentivo. Por ejemplo, no fue una alta dignidad eclesiástica, ni un alto funcionario del Estado quien le sugirió instalar un hogar para ancianos minusválidos en uno de los jardines del Vaticano. Fue una mujer: Teresa de Calcuta. Y él la escuchó.

Pese a una gran admiración hacia las madres de todo el mundo, al hablar del «genio» de la mujer el Papa Wojtyla no se refería a la maternidad física. La circunstancia de que una mujer pueda llegar a ser madre no significa que todas las mujeres deban serlo, ni que encuentren en la maternidad su felicidad. El «genio» femenino se halla más bien en una dimensión espiritual, y constituye una determinada actitud básica, que corresponde a la estructura física de la mujer y se ve fomentada por ésta. Así como durante el embarazo, la mujer experimenta una cercanía única hacia el nuevo ser, así también su naturaleza favorece los contactos espontáneos con otras personas de su alrededor.

Dios ha confiado a la mujer, de modo especial, el ser humano. En este sentido, todas las mujeres son llamadas, de alguna forma, a ser «madres». ¿Qué significa sino romper el anonimato, escuchar a los demás, tomar en serio sus preocupaciones, mostrarse solidaria con ellos? A una mujer sencilla, normalmente, no le costará nada transmitir seguridad y crear una atmósfera en la cual quienes la rodean puedan sentirse bien.

A pesar de los esfuerzos del Papa por promover la mujer, se ha acusado este pontificado de no reconocer plenamente los derechos de las mujeres en la Iglesia.

Las críticas se refieren a la ordenación sacerdotal, a la que las mujeres no tienen acceso por una inefable voluntad divina. Pero no se trata aquí de una cuestión femenina que pueda plantearse en el ámbito de los derechos naturales. Es una cuestión estrictamente teológica que sólo puedo considerar a la luz de la fe.

Juan Pablo II, con toda seguridad, no consideró a las mujeres «incapaces» para el sacerdocio.
Juan Pablo II ha sido reconocido, con toda razón, como un «pionero» de los derechos humanos de la mujer. Reconoció abiertamente que la Iglesia ha empezado muy tarde a desvelar sus tesoros.

Lejos de cualquier entusiasmo romántico, Juan Pablo II se ponía del lado de aquellos que se la «juegan» por la justicia social y política. Destacaba la necesidad de una liberación de prejuicios y clichés, de tradiciones obstaculizadoras y formas de vivir que se hayan vuelto demasiado estrictas. Al mismo tiempo advertía contra una liberación que se desprenda de los valores éticos y vínculos interpersonales. La «autoliberación» de la mujer no debe ser una barata equiparación con el varón. Se ha de buscar algo mucho más valioso, más eficaz, pero también más difícil: la autoaceptación de la mujer en su diferencia, su singularidad como mujer. El objetivo de la emancipación es el sustraerse a la manipulación, el no convertirse en un producto, sino en ser un original. Precisamente esta resistencia contra las tendencias erróneas es la piedra de toque de la propia libertad.

Una promoción auténtica no consiste en la liberación de la mujer de su propia manera de ser, sino que consiste en ayudarla a ser ella misma. Por eso, también incluye una revalorización de la maternidad, del matrimonio y de la familia.[iii]

Definición De Derechos Humanos En Juan Pablo II. Conclusión.

La cuestión de los derechos humanos —en su consideración teórica y práctica— consiste en ordenar las relaciones del hombre con los otros hombres, lo cual es, por cierto, lo propio de la justicia. Hablar de derechos humanos es, por tanto, hacer referencia a la persona y a los deberes de justicia y de verdad que surgen de la verdad trascendente sobre el hombre.

Los derechos humanos, como todo derecho, revelan la unidad de la persona. Ese conjunto unitario — de derechos y deberes— está orientado a la promoción “de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad”. Esa unidad implica a la vez, por una parte, que ningún derecho humano está seguro si no existe un compromiso para que se promuevan todos y, por otra, que cuando “se acepta sin reaccionar la violación de uno cualquiera de los derechos humanos fundamentales, todos los demás están en peligro”.

Los derechos humanos— amplía las condiciones de vida de un ser humano concreto y la de los seres humanos en general. Se trata, en efecto, de que la vida de cada persona sea más plena y mejor. De una persona a otra, de una comunidad a otra, de una cultura a otra se hace más plena la vida humana. Es quizás ésta la razón de que un amplio sector del pensamiento filosófico contemporáneo considere que los derechos humanos son la ética de la sociedad actual. Esta afirmación, con ciertos matices —propia no sólo del enfoque teológico sino ante todo del pensamiento sistémico del Papa actual— podría imputársele a JUAN PABLO II.[iv]

Juan Pablo II fue un gigante defendiendo la integridad humana, por cada persona desde el comienzo de la vida hasta su fin. Juan Pablo II el Grande, se ha colocado en la historia no solo como el promotor de la libertad, sino también, como el promotor de derechos humanos.


LOS DERECHOS HUMANOS Y LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS COMO VALORES BÁSICOS DEL DERECHO INTERNACIONAL

Cuando hablamos del Derecho Internacional en sentido global nos referimos a los principios por los que debe regirse y el papel que tiene como rector de la vida internacional. En este sentido, Juan Pablo II era consciente de que a la comunidad internacional no le faltan acuerdos escritos ni foros donde expresarse, pues éstos son innumerables, sino que, como en tantos otros campos de la vida política y social, lo que le falta al Derecho Internacional contemporáneo es una norma moral que sirva de referencia, una norma de derecho válida para todos sin excepción, fundada en unos valores morales. Esta idea, claramente presente en todos sus escritos sobre el tema, nos lleva de inmediato a afirmar que Karol Wojtyla era un firme defensor del Derecho Natural, pues es en éste dónde podemos encontrar dicha norma moral. Su vocación por la filosofía, que llenó gran parte de su vida, tanto en su formación como en su producción literaria y en su dedicación a la enseñanza universitaria, influyó notablemente en la visión que Juan Pablo II tenía de la vida, de la experiencia humana y de la realidad, y se deja ver claramente cuando defiende la existencia de ciertos valores que antes de ser normas jurídicas, son en sí mismos principios morales dignos de ser defendidos por aquellas. Con ello se asienta la primera de las ideas fundamentales del pensamiento de Juan Pablo II en relación con el Derecho Internacional y es que éste tiene sus raíces y se fundamenta necesariamente en un orden jurídico superior -el Derecho Natural- y por consiguiente, lo que explica que los primeros teóricos de la sociedad internacional y precursores del reconocimiento del derecho de gentes, fueran precisamente filósofos.

Por otro lado, el Derecho Internacional, como cualquier otro ordenamiento jurídico, debe tener como fundamento y como fin, el bien común, el bien de todos los hombres. Es en la dignidad de la persona humana, con su propia cultura, experiencias y aspiraciones, tensiones y sufrimientos, y con sus legítimas esperanzas, donde encuentra su razón de ser toda la actividad política internacional, la cual, en palabras de Juan Pablo II, "procede en última instancia del hombre, se ejerce a través del hombre y es para el hombre". Si tal actividad se separa de esa última realidad, se convierte en fin para sí misma y pierde su razón de ser. Esta idea ha estado siempre presente en la mentalidad de Karol Wojtyla que había llegado al convencimiento de que la crisis del mundo moderno era una crisis de ideas, una crisis de la idea misma del ser humano, y de que los horrores del siglo XX, ya hayan sido nazis, comunistas o autoritarios, han sido producto de conceptos defectuosos del ser humano.

Es por tanto el reconocimiento y la defensa de los derechos humanos la primera y más importante tarea del Derecho Internacional Contemporáneo en el que los individuos y los pueblos -y no sólo los Estados- han adquirido protagonismo real en las relaciones internacionales. Pues el sufrimiento humano -tan intensamente vivido por Karol Wojtyla durante su juventud en Polonia- que desencadenó la Segunda Guerra Mundial hizo tomar conciencia a la Humanidad de la necesidad de proteger los derechos humanos como condición indispensable para la paz entre las naciones y para evitar en lo sucesivo las brutalidades que se alcanzaron en la II Guerra Mundial. Por ello, el Juan Pablo II insistió en la necesidad de que, tanto la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, como todo el conjunto de numerosas Declaraciones y Convenciones relativas a aspectos fundamentales de los derechos humanos constituyan el valor básico y fuente de inspiración constante del Derecho Internacional.

Por otro lado, el fundamento de los derechos humanos, según Juan Pablo II, descansa en la dignidad del hombre, entendido íntegramente, y no reduciéndolo a una sola dimensión. Estos derechos se refieren a la satisfacción de las necesidades esenciales del hombre, al ejercicio de sus libertades, a sus relaciones con otras personas, en definitiva, al hombre, en su plena dimensión humana. Es necesario pues que desaparezcan los sistemas que permiten la explotación del hombre por el hombre o por el Estado, que la ley ampare a todos por igual, que desaparezcan las desigualdades económicas, y que la verdad y el derecho prevalezcan siempre sobre la fuerza, y lo humano prevalezca siempre sobre lo económico y lo político.

Por lo que se refiere al reconocimiento universal de los derechos humanos y su codificación internacional, Juan Pablo II ha elevado la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 a la categoría de "norma moral universal" que ha calificado como "una de las más altas expresiones de la conciencia humana". En su primer discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el Papa se refirió a este instrumento internacional como "una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad", y al aludir a la misión de las Naciones Unidas, reiteró el papel de dicha Declaración como "inspiración de base -como piedra angular- de la Organización de las Naciones Unidas".

Muy estrechamente ligados a los derechos humanos, se encuentran los derechos de las naciones y de los pueblos, ampliamente defendidos por Juan Pablo II. En efecto, conocedor de una nación sometida por dos veces a la ocupación, Karol Wojtyla fue un firme defensor de los derechos de las naciones y de los pueblos, que no son sino los derechos humanos considerados en el nivel de la vida comunitaria. A estos derechos se refirió explícitamente en su visita a la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, en 1.995, con motivo del 50 aniversario de las Naciones Unidas, señalando la necesidad de que existiera un instrumento análogo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1.948, pero relativo a los derechos de las naciones. Ya que no hay que olvidar que la Segunda Guerra Mundial fue el resultado tuvo lugar a consecuencia de la violación de los derechos de las naciones, y dio lugar a crímenes horribles justificados por doctrinas nefastas, que predicaban la inferioridad de algunas naciones.

Sobre el contenido de estos derechos, se ha referido en primer lugar al derecho a la existencia, derecho que es base y presupuesto de los demás derechos, y por el cual, nadie, ni un Estado, no una Organización Internacional, ni cualquier otro sujeto, está legitimado para pensar que una nación no sea digna de existir. Este derecho admite diversas fórmulas jurídicas, tales como la federación, la confederación, las autonomías regionales, etc., siempre y cuando tengan lugar en un clima de auténtica libertad, garantizada por el principio de libre determinación de los pueblos.Otro derecho propio de las naciones y los pueblos es el derecho a la propia lengua y cultura, a través de las cuales un pueblo expresa su "soberanía espiritual". Juan Pablo II ha dado mucha importancia a este derecho, ya que según su propia experiencia, en Polonia fue precisamente la cultura lo que permitió a esta nación sobrevivir a la pérdida de la propia independencia política y económica. Finalmente también se refirió el Papa en muchas ocasiones al derecho de cada nación a construir su propio futuro, a modelar su vida según sus propias tradiciones. Y se manifestó en contra de los regímenes internos o intervenciones externas dirigidos a mermar este derecho, como en el reciente conflicto de Irak, con respecto al cual Juan Pablo II afirmó que "lo que importa hoy es que la comunidad internacional ayude a los iraquíes, liberados de un régimen que los oprimía, para que puedan volver a tomar las riendas de su país, consolidar su soberanía, decidir democráticamente un sistema político y económico conforme a sus aspiraciones, a fin de que de ese modo Irak vuelva a ser un interlocutor creíble en la comunidad internacional".
JUAN PABLO II Y LOS DERECHOS HUMANOS «Ese mismo código moral que proviene de Dios, sancionado en la Antigua y en la Nueva Alianza, es también fundamento inamovible de toda legislación humana, en cualquier sistema y, en particular, en el sistema democrático. La ley establecida por el hombre, por los parlamentos o por cualquier otra entidad legislativa, no puede contradecir la ley natural, es decir, en definitiva, la ley eterna de Dios. Santo Tomás formuló la conocida definición de ley: Lex est quaedam rationis ordinario ad bonum com - mune, ab eo qui curam communi - tatis habet promulgata, la ley es una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene a su cargo la comunidad. En cuanto al ‘ord enamiento de la razón’, la ley se funda en la verdad del ser: la verdad de Dios, la verdad del hombre, la verdad de la realidad c reada en su conjunto. Dicha verdad es la base de la ley natural. El legislador le añade el acto de la promulgación. Es lo que sucedió en el Sinaí con la Ley de Dios, y lo que sucede en los parlamentos en sus actividades l e gislativas». Memoria e Identidad «El derecho a la vida es, para el hombre, el derecho fundamental. Y sin embargo, cierta cultura contemporánea ha querido negarlo, transformándolo en un derecho “incómodo” de defender. ¡No hay ningún o t ro derecho que afecte más de c e rca la existencia misma de la LUCES 73 p e rsona! Derecho a la vida significa derecho a venir a la luz y, luego, a perseverar en la existencia hasta su natural extinción: ‘Mientras vivo tengo derecho a vivir’». Cruzando el umbral de la esperanza «Quisiera destacar que ningún derecho humano está seguro si no nos comprometemos a tutelarlos todos. Cuando se acepta sin reaccionar la violación de uno cualquiera de los derechos humanos fundamentales, todos los demás están en peligro. Es indispensable, por lo tanto, un planteamiento global del tema de los derechos humanos y un compromiso serio en su defensa. Solo cuando una cultura de los d e rechos humanos, re s p e t u o s a con las diversas tradiciones, se convierte en parte integrante del patrimonio moral de la humanidad, se puede mirar con serena confianza al futuro». Mensaje para la Jornada Mundial por la Paz, 1999 «Ante la creciente conciencia de los derechos humanos que iba aflorando a nivel nacional e internacional, Juan XXIII intuyó la fuerza interior de este fenó- meno y su extraordinario poder de cambiar la historia. Lo que ocurrió pocos años después, sobre todo en Europa central y oriental, fue una excelente prueba de ello. El camino hacia la paz, enseñaba el Papa en su Encíclica, debía pasar por la defensa y promoción de los derechos humanos fundamentales. En efecto, cada persona humana goza de ellos, no como de un beneficio

EL SECRETO DE LA PAZ VERDADERA
RESIDE EN EL RESPETO DE LOS DERECHOS HUMANOS
1. En la primera Encíclica, Redemptor hominis, que dirigí hace casi veinte años a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, ya puse de relieve la importancia del respeto de los derechos humanos. La paz florece cuando se observan íntegramente estos derechos, mientras que la guerra nace de su transgresión y se convierte, a su vez, en causa de ulteriores violaciones aún más graves de los mismos[1].
Esta es la convicción que, con vistas a la Jornada Mundial de la Paz, deseo compartir con vosotros: cuando la promoción de la dignidad de la persona es el principio conductor que nos inspira, cuando la búsqueda del bien común es el compromiso predominante, entonces es cuando se ponen fundamentos sólidos y duraderos a la edificación de la paz. Por el contrario, si se ignoran o desprecian los derechos humanos, o la búsqueda de intereses particulares prevalece injustamente sobre el bien común, se siembran inevitablemente los gérmenes de la inestabilidad, la rebelión y la violencia.
Respeto de la dignidad humana patrimonio de la humanidad
2. La dignidad de la persona humana es un valor transcendente, reconocido siempre como tal por cuantos buscan sinceramente la verdad. En realidad, la historia entera de la humanidad se debe interpretar a la luz de esta convicción. Toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-28), y por tanto radicalmente orientada a su Creador, está en relación constante con los que tienen su misma dignidad. Por eso, allí donde los derechos y deberes se corresponden y refuerzan mutuamente, la promoción del bien del individuo se armoniza con el servicio al bien común.
La historia contemporánea ha puesto de relieve de manera trágica el peligro que comporta el olvido de la verdad sobre la persona humana. Están a la vista los frutos de ideologías como el marxismo, el nazismo y el fascismo, así como también los mitos de la superioridad racial, del nacionalismo y del particularismo étnico. No menos perniciosos, aunque no siempre tan vistosos, son los efectos del consumismo materialista, en el cual la exaltación del individuo y la satisfacción egocéntrica de las aspiraciones personales se convierten en el objetivo último de la vida. En esta perspectiva, las repercusiones negativas sobre los demás son consideradas del todo irrelevantes. Es preciso reafirmar, sin embargo, que ninguna ofensa a la dignidad humana puede ser ignorada, cualquiera que sea su origen, su modalidad o el lugar en que sucede.
Universalidad e indivisibilidad de los derechos humanos
3. En 1998 se ha cumplido el 50° aniversario de la adopción de la « Declaración Universal de los Derechos Humanos ». Ésta fue deliberadamente vinculada a Carta de las Naciones Unidas, con la que comparte una misma inspiración. La Declaración tiene como premisa básica la afirmación de que el reconocimiento de la dignidad innata de todos los miembros de la familia humana, así como la igualdad e inalienabilidad de sus derechos, es el fundamento de la libertad, de la justicia y de la paz en el mundo[2]. Todos los documentos internacionales sucesivos sobre los Derechos Humanos reiteran esta verdad, reconociendo y afirmando que derivan de la dignidad y del valor inherentes a la persona humana[3].
La Declaración Universal es muy clara: reconoce los derechos que proclama, no los otorga; en efecto, éstos son inherentes a la persona humana y a su dignidad. De aquí se desprende que nadie puede privar legítimamente de estos derechos a uno sólo de sus semejantes, sea quien sea, porque sería ir contra su propia naturaleza. Todos los seres humanos, sin excepción, son iguales en dignidad. Por la misma razón, tales derechos se refieren a todas las fases de la vida y en cualquier contexto político, social, económico o cultural. Son un conjunto unitario, orientado decididamente a la promoción de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad.
Los derechos humanos son agrupados tradicionalmente en dos grandes categorías que incluyen, por una parte, los derechos civiles y políticos y, por otra, los económicos, sociales y culturales. Ambas categorías están garantizadas, si bien en grado diverso, por acuerdos internacionales; en efecto, los derechos humanos están estrechamente entrelazados unos con otros, siendo expresión de aspectos diversos del único sujeto, que es la persona. La promoción integral de todas las categorías de los derechos humanos es la verdadera garantía del pleno respeto por cada uno de los derechos.
La defensa de la universalidad y de la indivisibilidad de los derechos humanos es esencial para la construcción de una sociedad pacífica y para el desarrollo integral de individuos, pueblos y naciones. La afirmación de esta universalidad e indivisibilidad no excluye, en efecto, diferencias legítimas de índole cultural y política en la actuación de cada uno de los derechos, siempre que, en cualquier caso, se respeten los términos fijados por la Declaración Universal para toda la humanidad.
Teniendo muy presentes estos presupuestos fundamentales, quisiera ahora resaltar algunos derechos específicos, que hoy parecen estar particularmente expuestos a violaciones más o menos manifiestas.
El derecho a la vida
4. Entre ellos, el primero es el fundamental derecho a la vida. La vida humana es sagrada e inviolable desde su concepción hasta su término natural. « No matar » es el mandamiento divino que señala el límite extremo, que nunca es lícito traspasar. « La eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral »[4].
El derecho a la vida es inviolable. Esto implica una opción positiva, una opción por la vida. El desarrollo de una cultura orientada en este sentido se extiende a todas las circunstancias de la existencia y asegura la promoción de la dignidad humana en cualquier situación. Una auténtica cultura de la vida, al mismo tiempo que garantiza el derecho a venir al mundo a quien aún no ha nacido, protege también a los recién nacidos, particularmente a las niñas, del crimen del infanticidio. Asegura igualmente a los minusválidos el desarrollo de sus posibilidades y la debida atención a los enfermos y ancianos. Un reto que suscita profundas inquietudes proviene de los recientes descubrimientos en el campo de la ingeniería genética. Para que la investigación científica en dicho ámbito esté al servicio de la persona, es preciso que esté acompañada en cada fase por una atenta reflexión ética, que inspire adecuadas normas jurídicas para salvaguardar la integridad de la vida humana. Jamás la vida puede ser degradada a objeto.
Optar por la vida comporta el rechazo de toda forma de violencia. La violencia de la pobreza y del hambre, que aflige a tantos seres humanos; la de los conflictos armados; la de la difusión criminal de las drogas y el tráfico de armas; la de los daños insensatos al ambiente natural[5]. El derecho a la vida debe ser promovido y tutelado en cualquier circunstancia con oportunas garantías legales y políticas, puesto que ninguna ofensa contra el derecho a la vida, contra la dignidad de cada persona, es irrelevante.
La libertad religiosa, centro de los derechos humanos
5. La religión expresa las aspiraciones más profundas de la persona humana, determina su visión del mundo y orienta su relación con los demás. En el fondo, ofrece la respuesta a la cuestión sobre el verdadero sentido de la existencia, tanto en el ámbito personal como social. La libertad religiosa, por tanto, es como el corazón mismo de los derechos humanos. Es inviolable hasta el punto de exigir que se reconozca a la persona incluso la libertad de cambiar de religión, si así lo pide su conciencia. En efecto, cada uno debe seguir la propia conciencia en cualquier circunstancia y no puede ser obligado a obrar en contra de ella[6]. Precisamente por eso, nadie puede ser obligado a aceptar por la fuerza una determinada religión, sean cuales fueran las circunstancias o los motivos.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce que el derecho a la libertad religiosa incluye el derecho a manifestar las propias creencias, tanto individualmente como con otros, en público o en privado[7]. A pesar de ello, existen aún hoy lugares en los que el derecho a reunirse por motivos de culto, o no es reconocido o está limitado a los miembros de una sola religión. Esta grave violación de uno de los derechos fundamentales de la persona es causa de enormes sufrimientos para los creyentes. Cuando un Estado concede un estatuto especial a una religión, esto no puede hacerse en detrimento de las otras. Sin embargo, es notorio que hay naciones en las que individuos, familias y grupos enteros siguen siendo discriminados y marginados a causa de su credo religioso.
Tampoco se debe pasar por alto otro problema indirectamente relacionado con la libertad religiosa. A veces se crean entre comunidades o pueblos de diferentes convicciones y culturas religiosas tensiones crecientes que, por la pasión suscitada, terminan por transformarse en conflictos violentos. El recurso a la violencia en nombre del propio credo religioso es una deformación de las enseñanzas mismas de las principales religiones. Como han repetido tantas veces diversos exponentes religiosos, también yo reitero que el uso de la violencia no puede tener nunca una fundada justificación religiosa, y tampoco promueve el auge del auténtico sentimiento religioso.
El derecho a participar
6. Cada ciudadano tiene el derecho a participar en la vida de la propia comunidad. Esta es una convicción generalmente compartida hoy en día. No obstante, este derecho se desvanece cuando el proceso democrático pierde su eficacia a causa del favoritismo y los fenómenos de corrupción, los cuales no solamente impiden la legítima participación en la gestión del poder, sino que obstaculizan el acceso mismo a un disfrute equitativo de los bienes y servicios comunes. Incluso las elecciones pueden ser manipuladas con el fin de asegurar la victoria de ciertos partidos o personas. Se trata de una ofensa a la democracia que comporta consecuencias muy serias, puesto que los ciudadanos, además del derecho, tienen también la responsabilidad de participar; cuando se les impide esto, pierden la esperanza de poder intervenir eficazmente y se abandonan a una actitud de indiferencia pasiva. De este modo, se hace prácticamente imposible el desarrollo de un sano sistema democrático.
Recientemente se han adoptado diversas medidas para asegurar elecciones legítimas en Estados que intentan pasar con dificultad de una forma de totalitarismo a un régimen democrático. Sin embargo, aún siendo útiles y eficaces en situaciones de emergencia, tales iniciativas no eximen del esfuerzo que comporta la creación en los ciudadanos de una plataforma de convicciones compartidas, con las cuales se evite definitivamente la manipulación del proceso democrático.
En el ámbito de la comunidad internacional, las naciones y los pueblos tienen derecho a participar en las decisiones que con frecuencia modifican profundamente su modo de vivir. El carácter técnico de ciertos problemas económicos provoca la tendencia a limitar su discusión a círculos restringidos, con el consiguiente peligro de concentración del poder político y financiero en un número limitado de gobiernos o grupos de interés. La búsqueda del bien común nacional e internacional exige poner en práctica, también en el campo económico, el derecho de todos a participar en las decisiones que les conciernen.
Una forma particularmente grave de discriminación
7. Una de las formas más dramáticas de discriminación consiste en negar a grupos étnicos y minorías nacionales el derecho fundamental a existir como tales. Esto ocurre cuando se intenta su supresión o deportación, o también cuando se pretende debilitar su identidad étnica hasta hacerlos irreconocibles. ¿Se puede permanecer en silencio ante crímenes tan graves contra la humanidad? Ningún esfuerzo ha de ser considerado excesivo cuando se trata de poner término a semejantes aberraciones, indignas de la persona humana.
Un signo positivo de la creciente voluntad de los Estados de reconocer la propia responsabilidad en la protección de las víctimas de tales crímenes y en el compromiso por prevenirlos, es la reciente iniciativa de una Conferencia Diplomática de las Naciones Unidas, que, con una deliberación específica, ha aprobado los Estatutos de una Corte Penal Internacional, destinada a determinar las culpas y castigar a los responsables de los crímenes de genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y de agresión. Esta nueva institución, si se constituye sobre buenas bases jurídicas, podría contribuir progresivamente a asegurar a escala mundial una tutela eficaz de los derechos humanos.
Derecho a la propia realización
8. Todo ser humano posee capacidades innatas que han de ser desarrolladas. De ello depende la plena realización de su personalidad y también su conveniente inserción en el contexto social del propio ambiente. Por eso es necesario, ante todo, proveer a la educación apropiada de quienes comienzan la aventura de la vida, pues de ello depende su éxito futuro.
Desde este punto de vista, ¿cómo no preocuparse al ver que, en algunas de las regiones más pobres del mundo, las oportunidades de formación, especialmente por lo que se refiere a la instrucción primaria, están en realidad disminuyendo? Esto se debe a veces a la situación económica del país, que no permite retribuir convenientemente a los profesores. En otros casos, parece haber dinero disponible para proyectos de prestigio o para la educación secundaria, pero no para la primaria. Cuando se limitan las oportunidades formativas, especialmente para las niñas, se predisponen estructuras de discriminación que pueden influir sobre el desarrollo integral de la sociedad. El mundo acabaría por estar dividido según un nuevo criterio: por una parte, Estados e individuos dotados de tecnologías avanzadas y, por otra, países y personas con conocimientos y aptitudes muy limitadas. Como es fácil intuir, esto no haría más que reforzar las ya notables desigualdades económicas existentes no sólo entre los Estados, sino incluso dentro de ellos. La educación y la formación profesional deben estar en primera línea, tanto en los planes de los países en vías de desarrollo como en los programas de renovación urbana y rural de los pueblos económicamente más avanzados.
Otro derecho fundamental, de cuya realización depende la consecución de un digno nivel de vida, es el derecho al trabajo ¿Cómo se pueden adquirir si no los alimentos, los vestidos, la casa, la asistencia médica y tantas otras necesidades de la vida? Sin embargo, la falta de trabajo representa hoy un grave problema: es incontable el número de personas que en muchas partes del mundo están afectadas por el desolador fenómeno del desempleo. Es necesario y urgente que todos, especialmente los que tienen en sus manos los hilos del poder político o económico, hagan todo lo posible para poner remedio a una situación tan penosa. Aún siendo necesarias, no es posible limitarse a las intervenciones de emergencia en caso de desempleo, enfermedad o circunstancias semejantes que no dependen de la voluntad de cada sujeto[8], sino que se ha de trabajar para que los desocupados puedan asumir la responsabilidad de su propia existencia, emancipándose de un régimen de asistencialismo humillante.
Progreso global en solidaridad
9. La rápida carrera hacia la globalización de los sistemas económicos y financieros, a su vez, hace más clara la urgencia de establecer quién debe garantizar el bien común y global, y la realización de los derechos económicos y sociales. El libre mercado de por sí no puede hacerlo, ya que, en realidad, existen muchas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. « Por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad »[9].
Los efectos de las recientes crisis económicas y financieras han repercutido gravemente sobre muchas personas, reducidas a condiciones de extrema pobreza. Muchas de ellas sólo desde hacía poco tiempo habían alcanzado una situación que justificaba su esperanza alentadora de cara al futuro. Sin ninguna responsabilidad por su parte, tales esperanzas se han visto cruelmente truncadas, con consecuencias trágicas para ellos y para sus hijos. Y ¿cómo ignorar los efectos de las fluctuaciones de los mercados financieros? Es urgente una nueva visión de progreso global en la solidaridad, que prevea un desarrollo integral y sostenible de la sociedad, permitiendo a cada uno de sus miembros llevar a cabo sus potencialidades.
En este contexto, dirijo una llamada apremiante a los que tienen la responsabilidad a escala mundial de las relaciones económicas, para que se interesen por la solución del problema acuciante de la deuda internacional de las naciones más pobres. A este respecto, instituciones financieras internacionales han tomado una iniciativa concreta digna de aprecio. Dirijo mi llamada a todos los que están interesados en este problema, especialmente a las naciones más ricas, para que den el apoyo necesario que asegure el pleno éxito de esta iniciativa. Es preciso un esfuerzo rápido y vigoroso que consienta al mayor número posible de países, de cara al año 2000, salir de una situación ya insostenible. El diálogo entre las instituciones competentes, si está animado por una voluntad de entendimiento, conducirá —estoy seguro de ello— a una solución satisfactoria y definitiva. De ese modo, será posible un desarrollo duradero para las naciones más desfavorecidas, y el milenio que tenemos delante será también para ellas un tiempo de esperanza renovada.
Responsabilidad respecto al medio ambiente
10. Con la promoción de la dignidad humana se relaciona el derecho a un medio ambiente sano, ya que éste pone de relieve el dinamismo de las relaciones entre el individuo y la sociedad. Un conjunto de normas internacionales, regionales y nacionales sobre el medio ambiente está dando forma jurídica gradualmente a este derecho. Sin embargo, por sí solas, las medidas jurídicas no son suficientes. El peligro de daños graves a la tierra y al mar, al clima, a la flora y a la fauna, exige un cambio profundo en el estilo de vida típico de la moderna sociedad de consumo, particularmente en los países más ricos. No se debe infravalorar otro riesgo, aunque sea menos drástico: empujados por la necesidad, los que viven míseramente en las áreas rurales pueden llegar a explotar por encima de sus límites la poca tierra de que disponen. Por eso, se debe favorecer una formación específica que les enseñe cómo armonizar el cultivo de la tierra con el respeto por el medio ambiente.
El presente y el futuro del mundo dependen de la salvaguardia de la creación, porque hay una constante interacción entre la persona humana y la naturaleza. El poner el bien del ser humano en el centro de la atención por el medio ambiente es, en realidad, el modo más seguro para salvaguardar la creación; de ese modo, en efecto, se estimula la responsabilidad de cada uno en relación con los recursos naturales y su uso racional.
El derecho a la paz
11. La promoción del derecho a la paz asegura en cierto modo el respeto de todos los otros derechos porque favorece la construcción de una sociedad en cuyo seno las relaciones de fuerza se sustituyen por relaciones de colaboración con vistas al bien común. La situación actual prueba sobradamente el fracaso del recurso a la violencia como medio para resolver los problemas políticos y sociales. La guerra destruye, no edifica; debilita las bases morales de la sociedad y crea ulteriores divisiones y tensiones persistentes. No obstante, las noticias continúan hablando de guerras y conflictos armados con un sinfín de víctimas. ¡Cuántas veces mis Predecesores y yo mismo hemos implorado el fin de estos horrores! Continuaré haciéndolo hasta que se comprenda que la guerra es el fracaso de todo auténtico humanismo[10].
Gracias a Dios, son muchos los pasos que se han dado en algunas regiones hacia la consolidación de la paz. Se debe reconocer el gran mérito de aquellos políticos decididos que tienen el valor de continuar las negociaciones incluso cuando la situación parece hacerlas imposibles. Pero, a la vez, ¿cómo no denunciar las masacres que continúan en otras partes, con la deportación de pueblos enteros de sus tierras y la destrucción de casas y cultivos? Ante las víctimas ya incontables, me dirijo a los responsables de las naciones y a los hombres de buena voluntad para que acudan en auxilio de los que están implicados en atroces conflictos, especialmente en África, tal vez inspirados por intereses económicos externos, y les ayuden a poner fin a los mismos. Un paso concreto en este sentido es seguramente la abolición del tráfico de armas hacia los países en guerra y el apoyo a los responsables de esos pueblos en la búsqueda de la vía del diálogo. ¡Ésta es la vía digna del hombre, ésta es la vía de la paz!
Mi pensamiento se dirige con aflicción a quienes viven y crecen en un ambiente de guerra, a quienes no han conocido otra cosa que conflictos y violencias. Los que sobrevivan llevarán para el resto de sus vidas las heridas de tan terrible experiencia. Y ¿qué decir de los niños soldado? ¿Se puede aceptar en algún caso que se arruinen así estas vidas apenas estrenadas? Adiestrados para matar, y a menudo empujados a hacerlo, estos niños tendrán graves problemas en su posterior inserción en la sociedad civil. Si se interrumpe su educación y se daña su capacidad de trabajo, ¡qué consecuencias para su futuro! Los niños tienen necesidad de paz; tienen derecho a ella.
Al recuerdo de estos niños quisiera unir el de los muchachos víctimas de las minas antipersonales y de otros medios de guerra. A pesar de los esfuerzos ya realizados para limpiar los campos minados, se asiste ahora a una paradoja increíble e inhumana: desobedeciendo a la voluntad claramente expresada por los gobiernos y los pueblos de poner definitivamente fin al uso de un arma tan perversa, se han seguido colocando otras minas en lugares ya limpiados.
Gérmenes de guerra se difunden también por la proliferación masiva e incontrolada de armas ligeras que, al parecer, circulan libremente de un área de conflicto a otra, sembrando violencia a lo largo de su recorrido. Corresponde a los gobiernos adoptar medidas apropiadas para el control de la producción, la venta, la importación y la exportación de estos instrumentos de muerte. Sólo de ese modo es posible afrontar eficazmente en su conjunto el problema del considerable tráfico ilícito de armas.
Una cultura de los derechos humanos, responsabilidad de todos
12. No es posible ahora extendernos sobre este punto. Quisiera destacar, sin embargo, que ningún derecho humano está seguro si no nos comprometemos a tutelarlos todos. Cuando se acepta sin reaccionar la violación de uno cualquiera de los derechos humanos fundamentales, todos los demás están en peligro. Es indispensable, por lo tanto, un planteamiento global del tema de los derechos humanos y un compromiso serio en su defensa. Sólo cuando una cultura de los derechos humanos, respetuosa con las diversas tradiciones, se convierte en parte integrante del patrimonio moral de la humanidad, se puede mirar con serena confianza al futuro.
En efecto, ¿cómo podría existir la guerra, si cada derecho humano fuera respetado? El respeto integral de los derechos humanos es el camino más seguro para estrechar relaciones sólidas entre los Estados. La cultura de los derechos humanos no puede ser sino cultura de paz. Toda violación de los mismos contiene en sí el germen de un posible conflicto. Ya mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pío XII, al final de la segunda Guerra mundial, hacía la pregunta: « Cuando un pueblo es expulsado por la fuerza, ¿quién tendría el valor de prometer seguridad al resto del mundo en el contexto de una paz duradera? »[11].
Para promover una cultura de los derechos humanos que repercuta en las conciencias, es necesaria la colaboración de todas las fuerzas sociales. Quisiera referirme específicamente al papel de los medios de comunicación social, tan importantes en la formación de la opinión pública y, en consecuencia, en la orientación de los comportamientos de los ciudadanos. Al mismo tiempo que es innegable su responsabilidad en aquellas violaciones de los derechos humanos que tienen su origen en la exaltación de la violencia eventualmente fomentada en ellos, es justo reconocerles el mérito de las nobles iniciativas de diálogo y solidaridad que han madurado gracias a los mensajes difundidos en los mismos medios en favor de la comprensión recíproca y de la paz.
Tiempo de opciones, tiempo de esperanza
13. El nuevo milenio está ya a las puertas y su cercanía ha alimentado en los corazones de muchos la esperanza de un mundo más justo y solidario. Es una aspiración que puede, más aún, debe ser llevada a término.
En esta perspectiva me dirijo ahora en particular a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas en Cristo, que en las distintas partes del mundo tomáis el Evangelio como norma de vida: ¡haceos heraldos de la dignidad del hombre! La fe nos enseña que toda persona ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. Ante el rechazo del hombre, el amor del Padre celestial permanece fiel; su amor no tiene fronteras. Él ha enviado a su Hijo Jesús para redimir a cada persona, restituyéndole su plena dignidad[12]. Ante tal actitud, ¿cómo podríamos excluir a alguno de nuestra atención? Al contrario, debemos reconocer a Cristo en los más pobres y marginados, a los que la Eucaristía, comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo ofrecidos por nosotros, nos compromete a servir[13]. Como indica claramente la parábola del rico, que quedará siempre sin nombre, y del pobre llamado Lázaro, « en el fuerte contraste entre ricos insensibles y pobres necesitados de todo, Dios está de parte de estos últimos »[14]. También nosotros debemos ponernos de esta parte.
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Jesús nos ha enseñado a llamar a Dios con el nombre de Padre, Abbá, revelándonos así la profundidad de nuestra relación con él. Su amor por cada persona y por toda la humanidad es infinito y eterno. Son elocuentes a este propósito las palabras de Dios en el libro del profeta Isaías:
« ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho,
sin compadecerse del hijo de sus entrañas?
Pues aunque ésas llegasen a olvidar,
yo no te olvido.
Míralo, en las palmas de mis manos te tengo
tatuada » (49, 15-16).
¡Aceptemos la invitación a compartir este amor! En él está el secreto del respeto de los derechos de cada mujer y de cada hombre. El alba del nuevo milenio nos encontrará así mejor dispuestos para construir juntos la paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 1998.
JOANNES PAULUS PP. II







JUAN PABLO II, EL PAPA DE LOS DERECHOS HUMANOS
Señor Presidente de la Academia, Ilustres participantes en el Seminario Internacional Señoras y Señores, Queda lejano el 16 de octubre de 1978. Aquel día Polonia entregaba a la humanidad su mejor hijo: Karol Wojtyla. En el otoño romano, el hasta entonces Arzobispo de esta sede metropolitana de Cracovia era llamado para ocupar la Cátedra de Pedro. Al observar en perspectiva el pontificado que se cerró el 2 de abril del 2005, podemos afirmar que Juan Pablo II es una de las más destacadas personalidades del siglo XX. Además de impulsar la renovación de la Iglesia, siguiendo la guía del Concilio Vaticano II, ha sido testigo de la caída del muro de Berlín, símbolo del statu quo que imperó en Europa desde el final de la II Guerra Mundial. Y lo ha hecho siguiendo la pauta que lanzó en la inauguración de su pontificado: ¡No tengáis miedo!1. Durante toda su vida, el Santo Padre se pronunció, de una manera valiente, en favor de cada hombre, que debe ser respetado, defendido de sí mismo y del ambiente agresivo que le rodea, y confrontado con su verdadera imagen. Su constante y valiente defensa del hombre es algo que a su muerte ha sido universalmente reconocido. Siempre consideró que una parte esencial de su ministerio consistía en “dar amplio espacio a la afirmación de los derechos humanos, por la cercana relación que tienen con dos puntos fundamentales de la moral cristiana: la dignidad de la persona y la paz”2. Así lo manifestó cuando, con ocasión del XXV aniversario del pontificado, la Universidad La Sapienza de Roma, con 700 años de historia, le concedió el doctorado ‘Honoris Causa’ en Jurisprudencia. Era un merecido reconocimiento por su labor en defensa de los derechos humanos. Desde hace varios años, el análisis de su pensamiento, en lo que se refiere a su dimensión social y política, viene siendo el centro de mi actividad intelectual. Y hoy, en esta Ciudad de Cracovia, que siempre tuvo en el corazón, se me ofrece la ∗ Es Doctor en Ciencias Políticas y Licenciado en Derecho. Su tesis sobre El pensamiento ético-político de Juan Pablo II fue publicada por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (Madrid 2002) con una presentación del último presidente de la URSS y Secretario General del Partido Comunista Soviético, Mijail Gorbachov. Es también autor de El legado social de Juan Pablo II (Pamplona 2004) y Juan Pablo II y Europa (Madrid 2004). 1 Homilía en la ceremonia de inauguración de pontificado, 22-X-1978, n. 5. 2 Discurso en la concesión del doctorado honoris causa por la Universidad de La Sapienza, 17-V-2003.
CARTA ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS
A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS
Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA
INTRODUCCIÓN
1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.
En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: « Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor » (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta « gran alegría »; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16, 21).
Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida « nueva » y « eterna », que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa « vida » donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.
Valor incomparable de la persona humana
2. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad « última », sino « penúltima »; es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.
La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor1, tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.
Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: « El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».2 En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que « tanto amó al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona humana.
La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre con renovado asombro este valor 3 y se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos este « evangelio », fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia.4
Nuevas amenazas a la vida humana
3. Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1, 14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: « Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador ».5
4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y —podría decirse— aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias.
En la actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida y las relaciones entre los hombres. El hecho de que las legislaciones de muchos países, alejándose tal vez de los mismos principios fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no penar o incluso reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo tiempo, un síntoma preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral. Opciones, antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La misma medicina, que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso los graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por parte de las comunidades nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las personas y de las naciones.
El resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana.
En comunión con todos los Obispos del mundo
5. El Consistorio extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991, se dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en nuestro tiempo. Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los desafíos presentados a toda la familia humana y, en particular, a la comunidad cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano en el Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su colaboración para redactar un documento al respecto. 6 Estoy profundamente agradecido a todos los Obispos que contestaron, enviándome valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su unánime y convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el Evangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos días de la celebración del centenario de la Encíclica Rerum novarum, llamaba la atención de todos sobre esta singular analogía: « Así como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en sus derechos humanos ». 7
Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante los abusos entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden mundial.
La presente Encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los Países del mundo, quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!
6. En comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro camino.
Al recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la Familia, como completando idealmente la Carta dirigida por mí « a cada familia de
cualquier región de la tierra »,8 miro con confianza renovada a todas las comunidades domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso de todos por sostener la familia, para que también hoy —aun en medio de numerosas dificultades y de graves amenazas— ella se mantenga siempre, según el designio de Dios, como « santuario de la vida ».9
A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor.

CAPÍTULO I
LA SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MÍ DESDE EL SUELO

ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA HUMANA
«Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4, 8):
raíz de la violencia contra la vida
7. « No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera... Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen » (Sb 1, 13-14; 2, 23-24).
El Evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el pecado de los primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo violento, a través de la muerte de Abel causada por su hermano Caín: « Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4, 8).
Esta primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página emblemática del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de los pueblos.
Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.
« Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: "¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar".
Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.
El Señor dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor: "¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra".
Entonces dijo Caín al Señor: "Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará".
El Señor le respondió: "Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces". Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén » (Gn 4, 2-16).
8. Caín se « irritó en gran manera » y su rostro se « abatió » porque el Señor « miró propicio a Abel y su oblación » (Gn 4, 4). El texto bíblico no dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caín; sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín. Le reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre no está predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe dominar: « Como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar » (Gn 4, 7).
Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, « la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes ». 10
El hermano mata a su hermano. Como en el primer fratricidio, en cada homicidio se viola el parentesco « espiritual » que agrupa a los hombres en una única gran familia 11 donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal. Además, no pocas veces se viola también el parentesco « de carne y sangre », por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la eutanasia.
En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél que « era homicida desde el principio » (Jn 8, 44), como nos recuerda el apóstol Juan: « Pues este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo del maligno, mató a su hermano » (1 Jn 3, 11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre.
Después del delito, Dios interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta con arrogancia: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). « No sé ». Con la mentira Caín trata de ocultar su delito. Así ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra la persona. « ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? »: Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad que cada hombre tiene en relación con los demás. Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son, entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad —es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y la indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los pueblos, incluso cuando están en juego valores fundamentales como la supervivencia, la libertad y la paz.
9. Dios no puede dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la denominación de « pecados que claman venganza ante la presencia de Dios » y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario. 12 Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, « la sangre es la vida » (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.
Caín es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La tierra de « jardín de Edén » (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser « país de Nod » (Gn 4, 16), lugar de « miseria », de soledad y de lejanía de Dios. Caín será « vagabundo errante por la tierra » (Gn 4, 14): la inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.
Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, « puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara » (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: « Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte ».13
« ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10): eclipse del valor de la vida
10. El Señor dice a Caín: « ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). La voz de la sangre derramada por los hombres no cesa de clamar, de generación en generación, adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre nuevos.
La pregunta del Señor « ¿Qué has hecho? », que Caín no puede esquivar, se dirige también al hombre contemporáneo para que tome conciencia de la amplitud y gravedad de los atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la humanidad; para que busque las múltiples causas que los generan y alimentan; reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de estos mismos atentados para la vida de las personas y de los pueblos.
Hay amenazas que proceden de la naturaleza misma, y que se agravan por la desidia culpable y la negligencia de los hombres que, no pocas veces, podrían remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio, intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí con homicidios, guerras, matanzas y genocidios.
¿Cómo no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ¿o en la violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo? ¿o en la siembra de muerte que se realiza con el temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal difusión de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad que, además de ser moralmente inaceptables, son también portadores de graves riesgos para la vida? Es imposible enumerar completamente la vasta gama de amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro tiempo!
11. Pero nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de « delito » y a asumir paradójicamente el de « derecho », hasta el punto de pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más grave aún es el hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro y por obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, « santuario de la vida ».
¿Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Se deben tomar en consideración múltiples factores. En el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes. A esto se añaden las más diversas dificultades existenciales y relacionales, agravadas por la realidad de una sociedad compleja, en la que las personas, los matrimonios y las familias se quedan con frecuencia solas con sus problemas. No faltan además situaciones de particular pobreza, angustia o exasperación, en las que la prueba de la supervivencia, el dolor hasta el límite de lo soportable, y las violencias sufridas, especialmente aquellas contra la mujer, hacen que las opciones por la defensa y promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo.
Todo esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una especie de « eclipse », aun cuando la conciencia no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda a disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal con expresiones de tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho a la existencia de una persona humana concreta.
12. En efecto, si muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en cierto modo el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la responsabilidad objetiva, no es menos cierto que estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera « cultura de muerte ». Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de « conjura contra la vida », que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados.
13. Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La misma investigación científica sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y responsabilidad social.
Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a la « mentalidad anticonceptiva » —bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal— son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino « no matarás ».
A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada.
Lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y « vacunas » que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.
14. También las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal, 14 estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así llamados « embriones supernumerarios » son posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple « material biológico » del que se puede disponer libremente.
Los diagnósticos prenatales, que no presentan dificultades morales si se realizan para determinar eventuales cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad —equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la « terapéutica »— que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez, la enfermedad.
Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se creía superada para siempre.
15. Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a los terminales, en un contexto social y cultural que, haciendo más difícil afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el problema del sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al momento considerado como más oportuno.
En una decisión así confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente convergentes en este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el sentimiento de angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por una experiencia de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para el equilibrio a veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo que, por una parte, el enfermo —no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y social—, corre el riesgo de sentirse abatido por la propia fragilidad; por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.
Además, en el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una especie de actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en la difusión de la eutanasia, encubierta y subrepticia, practicada abiertamente o incluso legalizada. Esta, más que por una presunta piedad ante el dolor del paciente, es justificada a veces por razones utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado costosos para la sociedad. Se propone así la eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos graves, de los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es lícito callar ante otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante.
16. Otro fenómeno actual, en el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el demográfico. Este presenta modalidades diversas en las diferentes partes del mundo: en los Países ricos y desarrollados se registra una preocupante reducción o caída de los nacimientos; los Países pobres, por el contrario, presentan en general una elevada tasa de aumento de la población, difícilmente soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social, o incluso de grave subdesarrollo. Ante la superpoblación de los Países pobres faltan, a nivel internacional, medidas globales —serias políticas familiares y sociales, programas de desarrollo cultural y de justa producción y distribución de los recursos— mientras se continúan realizando políticas antinatalistas.
La anticoncepción, la esterilización y el aborto están ciertamente entre las causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad. Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y atentados contra la vida en las situaciones de « explosión demográfica ».
El antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos de Israel, los sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf. Ex 1, 7-22). Del mismo modo se comportan hoy no pocos poderosos de la tierra. Estos consideran también como una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus Países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos. Las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan injustamente a la aceptación de una política antinatalista.
17. La humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los diversos ámbitos en los que se producen los atentados contra la vida, sino también su singular proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo que reciben de una vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una parte del personal sanitario.
Como afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud: « Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los "Caínes" que asesinan a los "Abeles"; no, se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática. El siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito posible ».15 Más allá de las intenciones, que pueden ser diversas y presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de la solidaridad, estamos en realidad ante una objetiva « conjura contra la vida », que ve implicadas incluso a Instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto. Finalmente, no se puede negar que los medios de comunicación social son con frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor de la vida.
« ¿Soy acaso yo el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9): una idea perversa de libertad
18. El panorama descrito debe considerarse atendiendo no sólo a los fenómenos de muerte que lo caracterizan, sino también a las múltiples causas que lo determinan. La pregunta del Señor: « ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10) parece como una invitación a Caín para ir más allá de la materialidad de su gesto homicida, y comprender toda su gravedad en las motivaciones que estaban en su origen y en las consecuencias que se derivan.
Las opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin embargo, hoy el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de estas situaciones personales. Está también en el plano cultural, social y político, donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos.
De este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que después de descubrir la idea de los « derechos humanos » —como derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación de los Estados— incurre hoy en una sorprendente contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.
Por una parte, las varias declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión política o clase social.
Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su trágica negación. Esta es aún más desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de « con-vivientes » a sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial, ¿cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos, adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?
19. ¿Dónde están las raíces de una contradicción tan sorprendente?
Podemos encontrarlas en valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando por aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás. Pero, ¿cómo conciliar esta postura con la exaltación del hombre como ser « indisponible »? La teoría de los derechos humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho que el hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie. También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en todo caso, experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por tanto, la fuerza que se hace criterio de opción y acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho, como comunidad en la que a las « razones de la fuerza » sustituye la « fuerza de la razón ».
A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los « más fuertes » contra los débiles destinados a sucumbir.
Precisamente en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del Señor « ¿Dónde está tu hermano Abel? »: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). Sí, cada hombre es « guarda de su hermano », porque Dios confía el hombre al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización mediante el don de sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido original y se contradice en su misma vocación y dignidad.
Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho.
20. Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro, considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a los intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma de compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de libertad en la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más propiamente político o estatal: el derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte —aunque sea mayoritaria— de la población. Es el resultado nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el « derecho » deja de ser tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la « casa común » donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases: « ¿Cómo es posible hablar todavía de dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la más débil e inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad? ».16 Cuando se verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la misma realidad establecida.
Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad: « En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo » (Jn 8, 34).
« He de esconderme de tu presencia » (Gn 4, 14): eclipse del sentido de Dios y del hombre
21. En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », no basta detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.
Una vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su hermano. Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así al Señor: « Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará » (Gn 4, 13-14). Caín considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su destino inevitable será tener que « esconderse de su presencia ». Si Caín confiesa que su culpa es « demasiado grande », es porque sabe que se encuentra ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. Esta es la experiencia de David, que después de « haber pecado contra el Señor », reprendido por el profeta Natán (cf. 2 Sam 11-12), exclama: « Mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí » (Sal 51 50, 5-6).
22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano II: « La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida ».17 El hombre no puede ya entenderse como « misteriosamente otro » respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a « una cosa », y ya no percibe el carácter trascendente de su « existir como hombre ». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad « sagrada » confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su « veneración ». La vida llega a ser simplemente « una cosa », que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.
Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio « existir ». Se preocupa sólo del « hacer » y, recurriendo a cualquier forma de tecnología, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Estas, de experiencias originarias que requieren ser « vividas », pasan a ser cosas que simplemente se pretenden « poseer » o « rechazar ».
Por otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no es « mater », quede reducida a « material » disponible a todas las manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la angustia por los resultados de esta « libertad sin ley » lleva a algunos a la postura opuesta de una « ley sin libertad », como sucede, por ejemplo, en ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la naturaleza, como en nombre de una « divinización » suya, que una vez más desconoce su dependencia del designio del Creador.
En realidad, viviendo « como si Dios no existiera », el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser.
23. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta también aquí la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: « Como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene » (Rm 1, 28). Así, los valores del ser son sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar material. La llamada « calidad de vida » se interpreta principal o exclusivamente como eficiencia económica, consumismo desordenado, belleza y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas —relacionales, espirituales y religiosas— de la existencia.
En semejante contexto el sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana, aunque también factor de posible crecimiento personal, es « censurado », rechazado como inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha perdido ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación de reivindicar el derecho a su supresión.
Siempre en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se convierte entonces en el « enemigo » a evitar en la práctica de la sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o incluso la propia voluntad, de tener un hijo « a toda costa », y no, en cambio, por expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a la riqueza de vida de la que el hijo es portador.
En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal —el del respeto, la gratuidad y el servicio— se sustituye por el criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que « es », sino por lo que « tiene, hace o produce ». Es la supremacía del más fuerte sobre el más débil.
24. En lo íntimo de la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre, con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios. 18 Pero también se cuestiona, en cierto sentido, la « conciencia moral » de la sociedad. Esta es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la « cultura de la muerte », llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas « estructuras de pecado » contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la Carta a los Romanos. Está formada « de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia » (1, 18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad de El, « se ofuscaron en sus razonamientos » de modo que « su insensato corazón se entenebreció » (1, 21); « jactándose de sabios se volvieron estúpidos » (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y « no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen » (1, 32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6, 22-23), llama « al mal bien y al bien mal » (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.
Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar la voz del Señor que resuena en la conciencia de cada hombre. De este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor, de acogida y de servicio a la vida humana.
« Os habéis acercado a la sangre de la aspersión » (cf. Hb 12, 22.24):
signos de esperanza y llamada al compromiso
25. « Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). No es sólo la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que clama a Dios, fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: « Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel » (12, 22.24).
Es la sangre de la aspersión. De ella había sido símbolo y signo anticipador la sangre de los sacrificios de la Antigua Alianza, con los que Dios manifestaba la voluntad de comunicar su vida a los hombres, purificándolos y consagrándolos (cf. Ex 24, 8; Lv 17, 11). Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la suya es la sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del mediador de la Nueva Alianza « derramada por muchos para perdón de los pecados » (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota del costado abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 34), « habla mejor que la de Abel »; en efecto, expresa y exige una « justicia » más profunda, pero sobre todo implora misericordia, 19 se hace ante el Padre intercesora por los hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de redención perfecta y don de vida nueva.
La sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor de su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro: « Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo » (1 Pe 1, 18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo, signo de su entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el creyente aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede exclamar con nuevo y grato estupor: « ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor" (Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si "Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn 3, 16)! ».20
Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo. Precisamente porque se derrama como don de vida, la sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva de los hermanos, sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida para todos. Quien bebe esta sangre en el sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús (cf. Jn 6, 56) queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo hombre (cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo donde todos los hombres encuentran la fuerza para comprometerse en favor de la vida. Esta sangre es justamente el motivo más grande de esperanza, más aún, es el fundamento de la absoluta certeza de que según el designio divino la vida vencerá. « No habrá ya muerte », exclama la voz potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap 21, 4). Y san Pablo nos asegura que la victoria actual sobre el pecado es signo y anticipo de la victoria definitiva sobre la muerte, cuando « se cumplirá la palabra que está escrita: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" » (1 Cor 15, 54-55).
26. En realidad, no faltan signos que anticipan esta victoria en nuestras sociedades y culturas, a pesar de estar fuertemente marcadas por la « cultura de la muerte ». Se daría, por tanto, una imagen unilateral, que podría inducir a un estéril desánimo, si junto con la denuncia de las amenazas contra la vida no se presentan los signos positivos que se dan en la situación actual de la humanidad.
Desgraciadamente, estos signos positivos encuentran a menudo dificultad para manifestarse y ser reconocidos, tal vez también porque no encuentran una adecuada atención en los medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas iniciativas de ayuda y apoyo a las personas más débiles e indefensas han surgido y continúan surgiendo en la comunidad cristiana y en la sociedad civil, a nivel local, nacional e internacional, promovidas por individuos, grupos, movimientos y organizaciones diversas!
Son todavía muchos los esposos que, con generosa responsabilidad, saben acoger a los hijos como « el don más excelente del matrimonio ».21 No faltan familias que, además de su servicio cotidiano a la vida, acogen a niños abandonados, a muchachos y jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos. No pocos centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas, están promovidos por personas y grupos que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y material a madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto. También surgen y se difunden grupos de voluntarios dedicados a dar hospitalidad a quienes no tienen familia, se encuentran en condiciones de particular penuria o tienen necesidad de hallar un ambiente educativo que les ayude a superar comportamientos destructivos y a recuperar el sentido de la vida.
La medicina, impulsada con gran dedicación por investigadores y profesionales, persiste en su empeño por encontrar remedios cada vez más eficaces: resultados que hace un tiempo eran del todo impensables y capaces de abrir prometedoras perspectivas se obtienen hoy para la vida naciente, para las personas que sufren y los enfermos en fase aguda o terminal. Distintos entes y organizaciones se movilizan para llevar, incluso a los países más afectados por la miseria y las enfermedades endémicas, los beneficios de la medicina más avanzada. Así, asociaciones nacionales e internacionales de médicos se mueven oportunamente para socorrer a las poblaciones probadas por calamidades naturales, epidemias o guerras. Aunque una verdadera justicia internacional en la distribución de los recursos médicos está aún lejos de su plena realización, ¿cómo no reconocer en los pasos dados hasta ahora el signo de una creciente solidaridad entre los pueblos, de una apreciable sensibilidad humana y moral y de un mayor respeto por la vida?
27. Frente a legislaciones que han permitido el aborto y a tentativas, surgidas aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido en todo el mundo movimientos e iniciativas de sensibilización social en favor de la vida. Cuando, conforme a su auténtica inspiración, actúan con determinada firmeza pero sin recurrir a la violencia, estos movimientos favorecen una toma de conciencia más difundida y profunda del valor de la vida, solicitando y realizando un compromiso más decisivo por su defensa.
¿Cómo no recordar, además, todos estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado que un número incalculable de personas realiza con amor en las familias, hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros centros o comunidades, en defensa de la vida? La Iglesia, dejándose guiar por el ejemplo de Jesús « buen samaritano » (cf. Lc 10, 29-37) y sostenida por su fuerza, siempre ha estado en la primera línea de la caridad: tantos de sus hijos e hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas antiguas y siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos construyen en lo profundo la « civilización del amor y de la vida », sin la cual la existencia de las personas y de la sociedad pierde su significado más auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y permanezcan escondidos a la mayoría, la fe asegura que el Padre, « que ve en lo secreto » (Mt 6, 4), no sólo sabrá recompensarlos, sino que ya desde ahora los hace fecundos con frutos duraderos para todos.
Entre los signos de esperanza se da también el incremento, en muchos estratos de la opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez más contraria a la guerra como instrumento de solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada cada vez más a la búsqueda de medios eficaces, pero « no violentos », para frenar la agresión armada. Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de « legítima defensa » social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse.
También se debe considerar positivamente una mayor atención a la calidad de vida y a la ecología, que se registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas, en las que las expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas de la supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las condiciones de vida. Particularmente significativo es el despertar de una reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo —entre creyentes y no creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones— sobre problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre.
28. Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos plenamente conscientes de que estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Estamos no sólo « ante », sino necesariamente « en medio » de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida.
También para nosotros resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: « Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia » (Dt 30, 15.19). Es una invitación válida también para nosotros, llamados cada día a tener que decidir entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte ». Pero la llamada del Deuteronomio es aún más profunda, porque nos apremia a una opción propiamente religiosa y moral. Se trata de dar a la propia existencia una orientación fundamental y vivir en fidelidad y coherencia con la Ley del Señor: « Yo te prescribo hoy que ames al Señor tu Dios, que sigas sus caminos y guardes sus mandamientos, preceptos y normas... Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él; pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus días » (30, 16.19-20).
La opción incondicional en favor de la vida alcanza plenamente su significado religioso y moral cuando nace, viene plasmada y es alimentada por la fe en Cristo. Nada ayuda tanto a afrontar positivamente el conflicto entre la muerte y la vida, en el que estamos inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha venido entre los hombres « para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10): es la fe en el Resucitado, que ha vencido la muerte; es la fe en la sangre de Cristo « que habla mejor que la de Abel » (Hb 12, 24).
Por tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la situación actual, la Iglesia toma más viva conciencia de la gracia y de la responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir al Evangelio de la vida.

CAPÍTULO II
HE VENIDO PARA QUE TENGAN VIDA

MENSAJE CRISTIANO SOBRE LA VIDA
« La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto » (1 Jn 1, 2): la mirada dirigida a Cristo, « Palabra de vida »
29. Ante las innumerables y graves amenazas contra la vida en el mundo contemporáneo, podríamos sentirnos como abrumados por una sensación de impotencia insuperable: ¡el bien nunca podrá tener la fuerza suficiente para vencer el mal!
Este es el momento en que el Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está llamado a profesar, con humildad y valentía, la propia fe en Jesucristo, « Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En realidad, el Evangelio de la vida no es una mera reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana; ni sólo un mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y a causar cambios significativos en la sociedad; menos aún una promesa ilusoria de un futuro mejor. El Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio dela persona misma de Jesús, el cual se presenta al apóstol Tomás, y en él a todo hombre, con estas palabras: « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6). Es la misma identidad manifestada a Marta, la hermana de Lázaro: « Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 25-26). Jesús es el Hijo que desde la eternidad recibe la vida del Padre (cf. Jn 5, 26) y que ha venido a los hombres para hacerles partícipes de este don: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10).
Así, por la palabra, la acción y la persona misma de Jesús se da al hombre la posibilidad de « conocer » toda la verdad sobre el valor de la vida humana. De esa « fuente » recibe, en particular, la capacidad de « obrar » perfectamente esa verdad (cf. Jn 3, 21), es decir, asumir y realizar en plenitud la responsabilidad de amar y servir, defender y promover la vida humana.
En efecto, en Cristo se anuncia definitivamente y se da plenamente aquel Evangelio de la vida que, anticipado ya en la Revelación del Antiguo Testamento y, más aún, escrito de algún modo en el corazón mismo de cada hombre y mujer, resuena en cada conciencia « desde el principio », o sea, desde la misma creación, de modo que, a pesar de los condicionamientos negativos del pecado, también puede ser conocido por la razón humana en sus aspectos esenciales. Como dice el Concilio Vaticano II, Cristo « con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna ».22
30. Por tanto, con la mirada fija en el Señor Jesús queremos volver a escuchar de El « las palabras de Dios » (Jn 3, 34) y meditar de nuevo el Evangelio de la vida. El sentido más profundo y original de esta meditación del mensaje revelado sobre la vida humana ha sido expuesto por el apóstol Juan, al comienzo de su Primera Carta: « Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1, 1-3).
En Jesús, « Palabra de vida », se anuncia y comunica la vida divina y eterna. Gracias a este anuncio y a este don, la vida física y espiritual del hombre, incluida su etapa terrena, encuentra plenitud de valor y significado: en efecto, la vida divina y eterna es el fin al que está orientado y llamado el hombre que vive en este mundo. El Evangelio de la vida abarca así todo lo que la misma experiencia y la razón humana dicen sobre el valor de la vida, lo acoge, lo eleva y lo lleva a término.
« Mi fortaleza y mi canción es el Señor. El es mi salvación » (Ex 15, 2): la vida es siempre un bien
31. En realidad, la plenitud evangélica del mensaje sobre la vida fue ya preparada en el Antiguo Testamento. Es sobre todo en las vicisitudes del Exodo, fundamento de la experiencia de fe del Antiguo Testamento, donde Israel descubre el valor de la vida a los ojos de Dios. Cuando parece ya abocado al exterminio, porque la amenaza de muerte se extiende a todos sus recién nacidos varones (cf. Ex 1, 15-22), el Señor se le revela como salvador, capaz de asegurar un futuro a quien está sin esperanza. Nace así en Israel una clara conciencia: su vida no está a merced de un faraón que puede usarla con arbitrio despótico; al contrario, es objeto de un tierno y fuerte amor por parte de Dios.
La liberación de la esclavitud es el don de una identidad, el reconocimiento de una dignidad indeleble y el inicio de una historia nueva, en la que van unidos el descubrimiento de Dios y de sí mismo. La experiencia del Exodo es original y ejemplar. Israel aprende de ella que, cada vez que es amenazado en su existencia, sólo tiene que acudir a Dios con confianza renovada para encontrar en él asistencia eficaz: « Eres mi siervo, Israel. ¡Yo te he formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido! » (Is 44, 21).
De este modo, mientras Israel reconoce el valor de su propia existencia como pueblo, avanza también en la percepción del sentido y valor de la vida en cuanto tal. Es una reflexión que se desarrolla de modo particular en los libros sapienciales, partiendo de la experiencia cotidiana de la precariedad de la vida y de la conciencia de las amenazas que la acechan. Ante las contradicciones de la existencia, la fe está llamada a ofrecer una respuesta.
El problema del dolor acosa sobre todo a la fe y la pone a prueba. ¿Cómo no oír el gemido universal del hombre en la meditación del libro de Job? El inocente aplastado por el sufrimiento se pregunta comprensiblemente: « ¿Para qué dar la luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que ansían la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por un tesoro? » (3, 20-21). Pero también en la más densa oscuridad la fe orienta hacia el reconocimiento confiado y adorador del « misterio »: « Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable » (Jb 42, 2).
Progresivamente la Revelación lleva a descubrir con mayor claridad el germen de vida inmortal puesto por el Creador en el corazón de los hombres: « El ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en sus corazones » (Ecl 3, 11). Este germen de totalidad y plenitud espera manifestarse en el amor, y realizarse, por don gratuito de Dios, en la participación en su vida eterna.
« El nombre de Jesús ha restablecido a este hombre » (cf. Hch 3, 16): en la precariedad de la existencia humana Jesús lleva a término el sentido de la vida
32. La experiencia del pueblo de la Alianza se repite en la de todos los « pobres » que encuentran a Jesús de Nazaret. Así como el Dios « amante de la vida » (cf. Sb 11, 26) había confortado a Israel en medio de los peligros, así ahora el Hijo de Dios anuncia, a cuantos se sienten amenazados e impedidos en su existencia, que sus vidas también son un bien al cual el amor del Padre da sentido y valor.
« Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva » (Lc 7, 22). Con estas palabras del profeta Isaías (35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta el significado de su propia misión. Así, quienes sufren a causa de una existencia de algún modo « disminuida », escuchan de El la buena nueva de que Dios se interesa por ellos, y tienen la certeza de que también su vida es un don celosamente custodiado en las manos del Padre (cf. Mt 6, 25-34).
Los « pobres » son interpelados particularmente por la predicación y las obras de Jesús. La multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo buscan (cf. Mt 4, 23-25), encuentran en su palabra y en sus gestos la revelación del gran valor que tiene su vida y del fundamento de sus esperanzas de salvación.
Lo mismo sucede en la misión de la Iglesia desde sus comienzos. Ella, que anuncia a Jesús como aquél que « pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él » (Hch 10, 38), es portadora de un mensaje de salvación que resuena con toda su novedad precisamente en las situaciones de miseria y pobreza de la vida del hombre. Así hace Pedro en la curación del tullido, al que ponían todos los días junto a la puerta « Hermosa » del templo de Jerusalén para pedir limosna: « No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar » (Hch 3, 6). Por la fe en Jesús, « autor de la vida » (cf. Hch 3, 15), la vida que yace abandonada y suplicante vuelve a ser consciente de sí misma y de su plena dignidad.
La palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a quienes padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas de marginación social, sino que conciernen más profundamente al sentido mismo de la vida de cada hombre en sus dimensiones morales y espirituales. Sólo quien reconoce que su propia vida está marcada por la enfermedad del pecado, puede redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador, la verdad y autenticidad de su existencia, según sus mismas palabras: « No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores » (Lc 5, 31-32).
En cambio, quien cree que puede asegurar su vida mediante la acumulación de bienes materiales, como el rico agricultor de la parábola evangélica, en realidad se engaña. La vida se le está escapando, y muy pronto se verá privado de ella sin haber logrado percibir su verdadero significado: « ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán? » (Lc 12, 20).
33. En la vida misma de Jesús, desde el principio al fin, se da esta singular « dialéctica » entre la experiencia de la precariedad de la vida humana y la afirmación de su valor. En efecto, la precariedad marca la vida de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente encuentra acogida en los justos, que se unieron al « sí » decidido y gozoso de María (cf. Lc 1, 38). Pero también siente, en seguida, el rechazo de un mundo que se hace hostil y busca al niño « para matarle » (Mt 2, 13), o que permanece indiferente y distraído ante el cumplimiento del misterio de esta vida que entra en el mundo: « no tenían sitio en el alojamiento » (Lc 2, 7). Del contraste entre las amenazas y las inseguridades, por una parte, y la fuerza del don de Dios, por otra, brilla con mayor intensidad la gloria que se irradia desde la casa de Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es salvación para toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume plenamente las contradicciones y los riesgos de la vida: « siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza » (2 Cor 8, 9). La pobreza de la que habla Pablo no es sólo despojarse de privilegios divinos, sino también compartir las condiciones más humildes y precarias de la vida humana (cf. Flp 2, 6-7). Jesús vive esta pobreza durante toda su vida, hasta el momento culminante de la cruz: « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre » (Flp 2, 8-9). Es precisamente en su muerte donde Jesús revela toda la grandeza y el valor de la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de vida nueva para todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En este peregrinar en medio de las contradicciones y en la misma pérdida de la vida, Jesús es guiado por la certeza de que está en las manos del Padre. Por eso puede decirle en la cruz: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 46), esto es, mi vida. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda la humanidad!
« Llamados... a reproducir la imagen de su Hijo » (Rm 8, 28-29): la gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre
34. La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender.
¿Por qué la vida es un bien? La pregunta recorre toda la Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra una respuesta eficaz y admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la de las demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal 103 102, 14; 104 103, 29), es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1, 26-27; Sal 8, 6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su célebre definición: « el hombre que vive es la gloria de Dios ».23 Al hombre se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus raíces en el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la realidad misma de Dios.
Lo afirma el libro del Génesis en el primer relato de la creación, poniendo al hombre en el vértice de la actividad creadora de Dios, como su culmen, al término de un proceso que va desde el caos informe hasta la criatura más perfecta. Toda la creación está ordenada al hombre y todo se somete a él: « Henchid la tierra y sometedla; mandad... en todo animal que serpea sobre la tierra » (1, 28), ordena Dios al hombre y a la mujer. Un mensaje semejante aparece también en el otro relato de la creación: « Tomó, pues, el Señor Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase » (Gn 2, 15). Así se reafirma la primacía del hombre sobre las cosas, las cuales están destinadas a él y confiadas a su responsabilidad, mientras que por ningún motivo el hombre puede ser sometido a sus semejantes y reducido al rango de cosa.
En el relato bíblico, la distinción entre el hombre y las demás criaturas se manifiesta sobre todo en el hecho de que sólo su creación se presenta como fruto de una especial decisión por parte de Dios, de una deliberación que establece un vínculo particular y específico con el Creador: « Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra » (Gn 1, 26). La vida que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura.
Israel se peguntará durante mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo particular y específico del hombre con Dios. También el libro del Eclesiástico reconoce que Dios al crear a los hombres « los revistió de una fuerza como la suya, y los hizo a su imagen » (17, 3). Con esto el autor sagrado manifiesta no sólo su dominio sobre el mundo, sino también las facultades espirituales más características del hombre, como la razón, el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: « De saber e inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal » (Si 17, 6). La capacidad de conocer la verdad y la libertad son prerrogativas del hombre en cuanto creado a imagen de su Creador, el Dios verdadero y justo (cf. Dt 32, 4). Sólo el hombre, entre todas las criaturas visibles, tiene « capacidad para conocer y amar a su Creador ».24 La vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es germen de un existencia que supera los mismos límites del tiempo: « Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza » (Sb 2, 23).
35. El relato yahvista de la creación expresa también la misma convicción. En efecto, esta antigua narración habla de un soplo divino que es infundido en el hombre para que tenga vida: « El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, sopló en sus narices un aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente » (Gn 2, 7).
El origen divino de este espíritu de vida explica la perenne insatisfacción que acompaña al hombre durante su existencia. Creado por Dios, llevando en sí mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a El. Al experimentar la aspiración profunda de su corazón, todo hombre hace suya la verdad expresada por san Agustín: « Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti ».25
Qué elocuente es la insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre en el Edén, cuando su única referencia es el mundo vegetal y animal (cf. Gn 2, 20). Sólo la aparición de la mujer, es decir, de un ser que es hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2, 23), y en quien vive igualmente el espíritu de Dios creador, puede satisfacer la exigencia de diálogo interpersonal que es vital para la existencia humana. En el otro, hombre o mujer, se refleja Dios mismo, meta definitiva y satisfactoria de toda persona.
« ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te cuides? », se pregunta el Salmista (Sal 8, 5). Ante la inmensidad del universo es muy poca cosa, pero precisamente este contraste descubre su grandeza: « Apenas inferior a los ángeles le hiciste (también se podría traducir: « apenas inferior a Dios »), coronándole de gloria y de esplendor » (Sal 8, 6). La gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre. En él encuentra el Creador su descanso, como comenta asombrado y conmovido san Ambrosio: « Finalizó el sexto día y se concluyó la creación del mundo con la formación de aquella obra maestra que es el hombre, el cual ejerce su dominio sobre todos los seres vivientes y es como el culmen del universo y la belleza suprema de todo ser creado. Verdaderamente deberíamos mantener un reverente silencio, porque el Señor descansó de toda obra en el mundo. Descansó al final en lo íntimo del hombre, descansó en su mente y en su pensamiento; en efecto, había creado al hombre dotado de razón, capaz de imitarle, émulo de sus virtudes, anhelante de las gracias celestes. En estas dotes suyas descansa el Dios que dijo: "¿En quién encontraré reposo, si no es en el humilde y contrito, que tiembla a mi palabra" (cf. Is 66, 1-2). Doy gracias al Señor nuestro Dios por haber creado una obra tan maravillosa donde encontrar su descanso ».26
36. Lamentablemente, el magnífico proyecto de Dios se oscurece por la irrupción del pecado en la historia. Con el pecado el hombre se rebela contra el Creador, acabando por idolatrar a las criaturas: « Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador » (Rm 1, 25). De este modo, el ser humano no sólo desfigura en sí mismo la imagen de Dios, sino que está tentado de ofenderla también en los demás, sustituyendo las relaciones de comunión por actitudes de desconfianza, indiferencia, enemistad, llegando al odio homicida. Cuando no se reconoce a Dios como Dios, se traiciona el sentido profundo del hombre y se perjudica la comunión entre los hombres.
En la vida del hombre la imagen de Dios vuelve a resplandecer y se manifiesta en toda su plenitud con la venida del Hijo de Dios en carne humana: « El es Imagen de Dios invisible » (Col 1, 15), « resplandor de su gloria e impronta de su sustancia » (Hb 1, 3). El es la imagen perfecta del Padre.
El proyecto de vida confiado al primer Adán encuentra finalmente su cumplimiento en Cristo. Mientras la desobediencia de Adán deteriora y desfigura el designio de Dios sobre la vida del hombre, introduciendo la muerte en el mundo, la obediencia redentora de Cristo es fuente de gracia que se derrama sobre los hombres abriendo de par en par a todos las puertas del reino de la vida (cf. Rm 5, 12-21). Afirma el apóstol Pablo: « Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida » (1 Cor 15, 45).
La plenitud de la vida se da a cuantos aceptan seguir a Cristo. En ellos la imagen divina es restaurada, renovada y llevada a perfección. Este es el designio de Dios sobre los seres humanos: que « reproduzcan la imagen de su Hijo » (Rm 8, 29). Sólo así, con el esplendor de esta imagen, el hombre puede ser liberado de la esclavitud de la idolatría, puede reconstruir la fraternidad rota y reencontrar su propia identidad.
« Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 26): el don de la vida eterna
37. La vida que el Hijo de Dios ha venido a dar a los hombres no se reduce a la mera existencia en el tiempo. La vida, que desde siempre está « en él » y es « la luz de los hombres » (Jn 1, 4), consiste en ser engendrados por Dios y participar de la plenitud de su amor: « A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios » (Jn 1, 12-13).
A veces Jesús llama esta vida, que El ha venido a dar, simplemente así: « la vida »; y presenta la generación por parte de Dios como condición necesaria para poder alcanzar el fin para el cual Dios ha creado al hombre: « El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios » (Jn 3, 3). El don de esta vida es el objetivo específico de la misión de Jesús: él « es el que baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn 6, 33), de modo que puede afirmar con toda verdad: « El que me siga... tendrá la luz de la vida » (Jn 8, 12).
Otras veces Jesús habla de « vida eterna », donde el adjetivo no se refiere sólo a una perspectiva supratemporal. « Eterna » es la vida que Jesús promete y da, porque es participación plena de la vida del « Eterno ». Todo el que cree en Jesús y entra en comunión con El tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 15; 6, 40), ya que escucha de El las únicas palabras que revelan e infunden plenitud de vida en su existencia; son las « palabras de vida eterna » que Pedro reconoce en su confesión de fe: « Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios » (Jn 6, 68-69). Jesús mismo explica después en qué consiste la vida eterna, dirigiéndose al Padre en la gran oración sacerdotal: « Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo » (Jn 17, 3). Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina.
38. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo. El creyente hace suyas las palabras del apóstol Juan: « Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es » (1 Jn 3, 1-2).
Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: « el hombre que vive » es « gloria de Dios », pero « la vida del hombre consiste en la visión de Dios ».27
De aquí derivan unas consecuencias inmediatas para la vida humana en su misma condición terrena, en la que ya ha germinado y está creciendo la vida eterna. Si el hombre ama instintivamente la vida porque es un bien, este amor encuentra ulterior motivación y fuerza, nueva extensión y profundidad en las dimensiones divinas de este bien. En esta perspectiva, el amor que todo ser humano tiene por la vida no se reduce a la simple búsqueda de un espacio donde pueda realizarse a sí mismo y entrar en relación con los demás, sino que se desarrolla en la gozosa conciencia de poder hacer de la propia existencia el « lugar » de la manifestación de Dios, del encuentro y de la comunión con El. La vida que Jesús nos da no disminuye nuestra existencia en el tiempo, sino que la asume y conduce a su destino último: « Yo soy la resurrección y la vida...; todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 25.26).
« A cada uno pediré cuentas de la vida de su hermano » (Gn 9, 5): veneración y amor por la vida de todos
39. La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo afirma a Noé después del diluvio: « Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma humana » (Gn 9, 5). El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora: « Porque a imagen de Dios hizo El al hombre » (Gn 9, 6).
La vida y la muerte del hombre están, pues, en las manos de Dios, en su poder: « El, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre », exclama Job (12, 10). « El Señor da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar » (1 S 2, 6). Sólo El puede decir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39).
Sin embargo, Dios no ejerce este poder como voluntad amenazante, sino como cuidado y solicitud amorosa hacia sus criaturas. Si es cierto que la vida del hombre está en las manos de Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas como las de una madre que acoge, alimenta y cuida a su niño: « Mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en mí! » (Sal 131 130, 2; cf. Is 49, 15; 66, 12-13; Os 11, 4). Así Israel ve en las vicisitudes de los pueblos y en la suerte de los individuos no el fruto de una mera casualidad o de un destino ciego, sino el resultado de un designio de amor con el que Dios concentra todas las potencialidades de vida y se opone a las fuerzas de muerte que nacen del pecado: « No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera » (Sb 1, 13-14).
40. De la sacralidad de la vida deriva su carácter inviolable, inscrito desde el principio en el corazón del hombre, en su conciencia. La pregunta « ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10), con la que Dios se dirige a Caín después de que éste hubiera matado a su hermano Abel, presenta la experiencia de cada hombre: en lo profundo de su conciencia siempre es llamado a respetar el carácter inviolable de la vida —la suya y la de los demás—, como realidad que no le pertenece, porque es propiedad y don de Dios Creador y Padre.
El mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida humana ocupa el centro de las « diez palabras » de la alianza del Sinaí (cf. Ex 34, 28). Prohíbe, ante todo, el homicidio: « No matarás » (Ex 20, 13); « No quites la vida al inocente y justo » (Ex 23, 7); pero también condena —como se explicita en la legislación posterior de Israel— cualquier daño causado a otro (cf. Ex 21, 12-27). Ciertamente, se debe reconocer que en el Antiguo Testamento esta sensibilidad por el valor de la vida, aunque ya muy marcada, no alcanza todavía la delicadeza del Sermón de la Montaña, como se puede ver en algunos aspectos de la legislación entonces vigente, que establecía penas corporales no leves e incluso la pena de muerte. Pero el mensaje global, que corresponde al Nuevo Testamento llevar a perfección, es una fuerte llamada a respetar el carácter inviolable de la vida física y la integridad personal, y tiene su culmen en el mandamiento positivo que obliga a hacerse cargo del prójimo como de sí mismo: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lv 19, 18).
41. El mandamiento « no matarás », incluido y profundizado en el precepto positivo del amor al prójimo, es confirmado por el Señor Jesús en toda su validez. Al joven rico que le pregunta: « Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna? », responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19, 16.17). Y cita, como primero, el « no matarás » (v. 18). En el Sermón de la Montaña, Jesús exige de los discípulos una justicia superior a la de los escribas y fariseos también en el campo del respeto a la vida: « Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal » (Mt 5, 21-22).
Jesús explicita posteriormente con su palabra y sus obras las exigencias positivas del mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida. Estas estaban ya presentes en el Antiguo Testamento, cuya legislación se preocupaba de garantizar y salvaguardar a las personas en situaciones de vida débil y amenazada: el extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el pobre en general, la vida misma antes del nacimiento (cf. Ex 21, 22; 22, 20-26). Con Jesús estas exigencias positivas adquieren vigor e impulso nuevos y se manifiestan en toda su amplitud y profundidad: van desde cuidar la vida del hermano (familiar, perteneciente al mismo pueblo, extranjero que vive en la tierra de Israel), a hacerse cargo del forastero, hasta amar al enemigo.
No existe el forastero para quien debe hacerse prójimo del necesitado, incluso asumiendo la responsabilidad de su vida, como enseña de modo elocuente e incisivo la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37). También el enemigo deja de serlo para quien está obligado a amarlo (cf. Mt 5, 38-48; Lc 6, 27-35) y « hacerle el bien » (cf. Lc 6, 27.33.35), socorriendo las necesidades de su vida con prontitud y sentido de gratuidad (cf. Lc 6, 34-35). Culmen de este amor es la oración por el enemigo, mediante la cual sintonizamos con el amor providente de Dios: « Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos » (Mt 5, 44-45; cf. Lc 6, 28.35).
De este modo, el mandamiento de Dios para salvaguardar la vida del hombre tiene su aspecto más profundo en la exigencia de veneración y amor hacia cada persona y su vida. Esta es la enseñanza que el apóstol Pablo, haciéndose eco de la palabra de Jesús (cf. Mt 19, 17-18), dirige a los cristianos de Roma: « En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud » (Rm 13, 9-10).
« Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla » (Gn 1, 28): responsabilidades del hombre ante la vida
42. Defender y promover, respetar y amar la vida es una tarea que Dios confía a cada hombre, llamándolo, como imagen palpitante suya, a participar de la soberanía que El tiene sobre el mundo: « Y Dios los bendijo, y les dijo Dios: "Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra" » (Gn 1, 28).
El texto bíblico evidencia la amplitud y profundidad de la soberanía que Dios da al hombre. Se trata, sobre todo, del dominio sobre la tierra y sobre cada ser vivo, como recuerda el libro de la Sabiduría: « Dios de los Padres, Señor de la misericordia... con tu Sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti creados, y administrase el mundo con santidad y justicia » (9, 1.2-3). También el Salmista exalta el dominio del hombre como signo de la gloria y del honor recibidos del Creador: « Le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos juntos, y aun las bestias del campo, y las aves del cielo, y los peces del mar, que surcan las sendas de las aguas » (Sal 8, 7-9).
El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gn 2, 15), tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su vida: respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras. Es la cuestión ecológica —desde la preservación del « habitat » natural de las diversas especies animales y formas de vida, hasta la « ecología humana » propiamente dicha28— que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida. En realidad, « el dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de "usar y abusar", o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de "comer del fruto del árbol" (cf. Gn 2, 16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune ».29
43. Una cierta participación del hombre en la soberanía de Dios se manifiesta también en la responsabilidad específica que le es confiada en relación con la vida propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza su vértice en el don de la vida mediante la procreación por parte del hombre y la mujer en el matrimonio, como nos recuerda el Concilio Vaticano II: « El mismo Dios, que dijo « no es bueno que el hombre esté solo » (Gn 2, 18) y que « hizo desde el principio al hombre, varón y mujer » (Mt 19, 4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: « Creced y multiplicaos » (Gn 1, 28) ».30
Hablando de una « cierta participación especial » del hombre y de la mujer en la « obra creadora » de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman « una sola carne » (Gn 2, 24) y también a Dios mismo que se hace presente. Como he escrito en la Carta a las Familias, « cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación "sobre la tierra". En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación ».31
Esto lo enseña, con lenguaje inmediato y elocuente, el texto sagrado refiriendo la exclamación gozosa de la primera mujer, « la madre de todos los vivientes » (Gn 3, 20). Consciente de la intervención de Dios, Eva dice: « He adquirido un varón con el favor del Señor » (Gn 4, 1). Por tanto, en la procreación, al comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo, por la creación del alma inmortal. 32 En este sentido se expresa el comienzo del « libro de la genealogía de Adán »: « El día en que Dios creó a Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó "Hombre" en el día de su creación. Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su imagen, a quien puso por nombre Set » (Gn 5, 1-3). Precisamente en esta función suya como colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos « a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más ».33 En este sentido el obispo Anfiloquio exaltaba el « matrimonio santo, elegido y elevado por encima de todos los dones terrenos » como « generador de la humanidad, artífice de imágenes de Dios ».34
Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida.
Sin embargo, más allá de la misión específica de los padres, el deber de acoger y servir la vida incumbe a todos y ha de manifestarse principalmente con la vida que se encuentra en condiciones de mayor debilidad. Es el mismo Cristo quien nos lo recuerda, pidiendo ser amado y servido en los hermanos probados por cualquier tipo de sufrimiento: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados... Todo lo que se hace a uno de ellos se hace a Cristo mismo (cf. Mt 25, 31-46).
« Porque tú mis vísceras has formado » (Sal 139 138, 13): la dignidad del niño aún no nacido
44. La vida humana se encuentra en una situación muy precaria cuando viene al mundo y cuando sale del tiempo para llegar a la eternidad. Están muy presentes en la Palabra de Dios —sobre todo en relación con la existencia marcada por la enfermedad y la vejez— las exhortaciones al cuidado y al respeto. Si faltan llamadas directas y explícitas a salvaguardar la vida humana en sus orígenes, especialmente la vida aún no nacida, como también la que está cercana a su fin, ello se explica fácilmente por el hecho de que la sola posibilidad de ofender, agredir o, incluso, negar la vida en estas condiciones se sale del horizonte religioso y cultural del pueblo de Dios.
En el Antiguo Testamento la esterilidad es temida como una maldición, mientras que la prole numerosa es considerada como una bendición: « La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127 126, 3; cf. Sal 128 127, 3-4). Influye también en esta convicción la conciencia que tiene Israel de ser el pueblo de la Alianza, llamado a multiplicarse según la promesa hecha a Abraham: « Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas... así será tu descendencia » (Gn 5, 15). Pero es sobre todo palpable la certeza de que la vida transmitida por los padres tiene su origen en Dios, como atestiguan tantas páginas bíblicas que con respeto y amor hablan de la concepción, de la formación de la vida en el seno materno, del nacimiento y del estrecho vínculo que hay entre el momento inicial de la existencia y la acción del Dios Creador.
« Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado » (Jr 1, 5): la existencia de cada individuo, desde su origen, está en el designio divino. Job, desde lo profundo de su dolor, se detiene a contemplar la obra de Dios en la formación milagrosa de su cuerpo en el seno materno, encontrando en ello un motivo de confianza y manifestando la certeza de la existencia de un proyecto divino sobre su vida: « Tus manos me formaron, me plasmaron, ¡y luego, en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que me hiciste como se amasa el barro, y que al polvo has de devolverme. ¿No me vertiste como leche y me cuajaste como queso? De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó mi aliento » (10, 8-12). Acentos de reverente estupor ante la intervención de Dios sobre la vida en formación resuenan también en los Salmos. 35
¿Cómo se puede pensar que uno solo de los momentos de este maravilloso proceso de formación de la vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa acción del Creador y dejado a merced del arbitrio del hombre? Ciertamente no lo pensó así la madre de los siete hermanos, que profesó su fe en Dios, principio y garantía de la vida desde su concepción, y al mismo tiempo fundamento de la esperanza en la nueva vida más allá de la muerte: « Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes » (2 M 7, 22-23).
45. La revelación del Nuevo Testamento confirma el reconocimiento indiscutible del valor de la vida desde sus comienzos. La exaltación de la fecundidad y la espera diligente de la vida resuenan en las palabras con las que Isabel se alegra por su embarazo: « El Señor... se dignó quitar mi oprobio entre los hombres » (Lc 1, 25). El valor de la persona desde su concepción es celebrado más vivamente aún en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno. Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan la llegada de la era mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la fuerza redentora de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres. « Bien pronto —escribe san Ambrosio— se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también colmada la madre ».36
« ¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116 115, 10): la vida en la vejez y en el sufrimiento
46. También en lo relativo a los últimos momentos de la existencia, sería anacrónico esperar de la revelación bíblica una referencia expresa a la problemática actual del respeto de las personas ancianas y enfermas, y una condena explícita de los intentos de anticipar violentamente su fin. En efecto, estamos en un contexto cultural y religioso que no está afectado por estas tentaciones, sino que, en lo concerniente al anciano, reconoce en su sabiduría y experiencia una riqueza insustituible para la familia y la sociedad.
La vejez está marcada por el prestigio y rodeada de veneración (cf. 2 M 6, 23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su peso, al contrario, reza así: « Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud... Y ahora que llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras » (Sal 71 70, 5.18). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél en el que « no habrá jamás... viejo que no llene sus días » (Is 65, 20).
Sin embargo, ¿cómo afrontar en la vejez el declive inevitable de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la muerte? El creyente sabe que su vida está en las manos de Dios: « Señor, en tus manos está mi vida » (cf. Sal 16 15, 5), y que de El acepta también el morir: « Esta sentencia viene del Señor sobre toda carne, ¿por qué desaprobar el agrado del Altísimo? » (Si 41, 4). El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al « agrado del Altísimo », a su designio de amor.
Incluso en el momento de la enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor y a renovar su confianza fundamental en El, que « cura todas las enfermedades » (cf. Sal 103 102, 3). Cuando parece que toda expectativa de curación se cierra ante el hombre —hasta moverlo a gritar: « Mis días son como la sombra que declina, y yo me seco como el heno » (Sal 102 101, 12)—, también entonces el creyente está animado por la fe inquebrantable en el poder vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza: « ¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116 115, 10); « Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa » (Sal 30 29, 3-4).
47. La misión de Jesús, con las numerosas curaciones realizadas, manifiesta cómo Dios se preocupa también de la vida corporal del hombre. « Médico de la carne y del espíritu »,37 Jesús fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los pobres y a sanar los corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is 61, 1). Al enviar después a sus discípulos por el mundo, les confía una misión en la que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio: « Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios » (Mt 10, 7-8; cf. Mc 6, 13; 16, 18).
Ciertamente, la vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior; como dice Jesús, « quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará » (Mc 8, 35). A este propósito, los testimonios del Nuevo Testamento son diversos. Jesús no vacila en sacrificarse a sí mismo y, libremente, hace de su vida una ofrenda al Padre (cf. Jn 10, 17) y a los suyos (cf. Jn 10, 15). También la muerte de Juan el Bautista, precursor del Salvador, manifiesta que la existencia terrena no es un bien absoluto; es más importante la fidelidad a la palabra del Señor, aunque pueda poner en peligro la vida (cf. Mc 6, 17-29). Y Esteban, mientras era privado de la vida temporal por testimoniar fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas del Maestro y responde a quienes le apedrean con palabras de perdón (cf. Hch 7, 59-60), abriendo el camino a innumerables mártires, venerados por la Iglesia desde su comienzo.
Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien « vivimos, nos movemos y existimos » (Hch 17, 28).
« Todos los que la guardan alcanzarán la vida » (Ba 4, 1): de la Ley del Sinaí al don del Espíritu
48. La vida lleva escrita en sí misma de un modo indeleble su verdad. El hombre, acogiendo el don de Dios, debe comprometerse a mantener la vida en esta verdad, que le es esencial. Distanciarse de ella equivale a condenarse a sí mismo a la falta de sentido y a la infelicidad, con la consecuencia de poder ser también una amenaza para la existencia de los demás, una vez rotas las barreras que garantizan el respeto y la defensa de la vida en cada situación.
La verdad de la vida es revelada por el mandamiento de Dios. La palabra del Señor indica concretamente qué dirección debe seguir la vida para poder respetar su propia verdad y salvaguardar su propia dignidad. No sólo el específico mandamiento « no matarás » (Ex 20, 13; Dt 5, 17) asegura la protección de la vida, sino que toda la Ley del Señor está al servicio de esta protección, porque revela aquella verdad en la que la vida encuentra su pleno significado.
Por tanto, no sorprende que la Alianza de Dios con su pueblo esté tan fuertemente ligada a la perspectiva de la vida, incluso en su dimensión corpórea. El mandamiento se presenta en ella como camino de vida: « Yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión » (Dt 30, 15-16). Está en juego no sólo la tierra de Canaán y la existencia del pueblo de Israel, sino el mundo de hoy y del futuro, así como la existencia de toda la humanidad. En efecto, es absolutamente imposible que la vida se conserve auténtica y plena alejándose del bien; y, a su vez, el bien está esencialmente vinculado a los mandamientos del Señor, es decir, a la « ley de vida » (Si 17, 9). El bien que hay que cumplir no se superpone a la vida como un peso que carga sobre ella, ya que la razón misma de la vida es precisamente el bien, y la vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.
El conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del hombre. Esto explica lo difícil que es mantenerse fiel al « no matarás » cuando no se observan las otras « palabras de vida » (Hch 7, 38), relacionadas con este mandamiento. Fuera de este horizonte, el mandamiento acaba por convertirse en una simple obligación extrínseca, de la que muy pronto se querrán ver límites y se buscarán atenuaciones o excepciones. Sólo si nos abrimos a la plenitud de la verdad sobre Dios, el hombre y la historia, la palabra « no matarás » volverá a brillar como un bien para el hombre en todas sus dimensiones y relaciones. En este sentido podemos comprender la plenitud de la verdad contenida en el pasaje del libro del Deuteronomio, citado por Jesús en su respuesta a la primera tentación: « No sólo de pan vive el hombre, sino... de todo lo que sale de la boca del Señor » (8, 3; cf. Mt 4, 4).
Sólo escuchando la palabra del Señor el hombre puede vivir con dignidad y justicia; observando la Ley de Dios el hombre puede dar frutos de vida y felicidad: « todos los que la guardan alcanzarán la vida, mas los que la abandonan morirán » (Ba 4, 1).
49. La historia de Israel muestra lo difícil que es mantener la fidelidad a la ley de la vida, que Dios ha inscrito en el corazón de los hombres y ha entregado en el Sinaí al pueblo de la Alianza. Ante la búsqueda de proyectos de vida alternativos al plan de Dios, los Profetas reivindican con fuerza que sólo el Señor es la fuente auténtica de la vida. Así escribe Jeremías: « Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen » (2, 13). Los Profetas señalan con el dedo acusador a quienes desprecian la vida y violan los derechos de las personas: « Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles » (Am 2, 7); « Han llenado este lugar de sangre de inocentes » (Jr 19, 4). Entre ellos el profeta Ezequiel censura varias veces a la ciudad de Jerusalén, llamándola « la ciudad sanguinaria » (22, 2; 24, 6.9), « ciudad que derramas sangre en medio de ti » (22, 3).
Pero los Profetas, mientras denuncian las ofensas contra la vida, se preocupan sobre todo de suscitar la espera de un nuevo principio de vida, capaz de fundar una nueva relación con Dios y con los hermanos abriendo posibilidades inéditas y extraordinarias para comprender y realizar todas las exigencias propias del Evangelio de la vida. Esto será posible únicamente gracias al don de Dios, que purifica y renueva: « Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo » (Ez 36, 25-26; cf. Jr 31, 31-34). Gracias a este « corazón nuevo » se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse. Este es el mensaje esclarecedor que sobre el valor de la vida nos da la figura del Siervo del Señor: « Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días... Por las fatigas de su alma, verá luz » (Is 53, 10.11).
En Jesús de Nazaret se cumple la Ley y se da un corazón nuevo mediante su Espíritu. En efecto, Jesús no reniega de la Ley, sino que la lleva a su cumplimiento (cf. Mt 5, 17): la Ley y los Profetas se resumen en la regla de oro del amor recíproco (cf. Mt 7, 12). En El la Ley se hace definitivamente « evangelio », buena noticia de la soberanía de Dios sobre el mundo, que reconduce toda la existencia a sus raíces y a sus perspectivas originarias. Es la Ley Nueva, « la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús » (Rm 8, 2), cuya expresión fundamental, a semejanza del Señor que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13), es el don de sí mismo en el amor a los hermanos: « Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte al vida, porque amamos a los hermanos » (1 Jn 3, 14). Es ley de libertad, de alegría y de bienaventuranza.
« Mirarán al que atravesaron » (Jn 19, 37): en el árbol de la Cruz se cumple el Evangelio de la vida
50. Al final de este capítulo, en el que hemos meditado el mensaje cristiano sobre la vida, quisiera detenerme con cada uno de vosotros a contemplar a Aquél que atravesaron y que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12, 32). Mirando « el espectáculo » de la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en este árbol glorioso el cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida.
En las primeras horas de la tarde del viernes santo, « al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra... El velo del Santuario se rasgó por medio » (Lc 23, 44.45). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte. Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática entre la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Sin embargo, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana.
Jesús es clavado en la cruz y elevado sobre la tierra. Vive el momento de su máxima « impotencia », y su vida parece abandonada totalmente al escarnio de sus adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado, insultado, ultrajado (cf. Mc 15, 24-36). Sin embargo, ante todo esto el centurión romano, viendo « que había expirado de esa manera », exclama: « Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios » (Mc 15, 39). Así, en el momento de su debilidad extrema se revela la identidad del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se manifiesta su gloria!
Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus perseguidores (cf. Lc 23, 34) y dice al malhechor que le pide que se acuerde de él en su reino: « Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso » (Lc 23, 43). Después de su muerte « se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron » (Mt 27, 52). La salvación realizada por Jesús es don de vida y de resurrección. A lo largo de su existencia, Jesús había dado también la salvación sanando y haciendo el bien a todos (cf. Hch 10, 38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones eran signo de otra salvación, consistente en el perdón de los pecados, es decir, en liberar al hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo a la vida misma de Dios.
En la Cruz se renueva y realiza en su plena y definitiva perfección el prodigio de la serpiente levantada por Moisés en el desierto (cf. Jn 3, 14-15; Nm 21, 8-9). También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia encuentra la esperanza segura de liberación y redención.
51. Existe todavía otro hecho concreto que llama mi atención y me hace meditar con emoción: « Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido". E inclinando la cabeza entregó el espíritu ». (Jn 19, 30). Y el soldado romano « le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua » (Jn 19, 34).
Todo ha alcanzado ya su pleno cumplimiento. La « entrega del espíritu » presenta la muerte de Jesús semejante a la de cualquier otro ser humano, pero parece aludir también al « don del Espíritu », con el que nos rescata de la muerte y nos abre a una vida nueva.
El hombre participa de la misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los sacramentos de la Iglesia —de los que son símbolo la sangre y el agua manados del costado de Cristo—, se comunica continuamente a los hijos de Dios, constituidos así como pueblo de la nueva alianza. De la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el « pueblo de la vida ».
La contemplación de la Cruz nos lleva, de este modo, a las raíces más profundas de cuanto ha sucedido. Jesús, que entrando en el mundo había dicho: « He aquí que vengo, Señor, a hacer tu voluntad » (cf. Hb 10, 9), se hizo en todo obediente al Padre y, « habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo » (Jn 13, 1), se entregó a sí mismo por ellos.
El, que no había « venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos » (Mc 10, 45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. « Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos » (Jn 15, 13). Y El murió por nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5, 8).
De este modo proclama que la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega.
En este punto la meditación se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo tiempo, nos invita a imitar a Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P 2, 21).
También nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por los hermanos, realizando de este modo en plenitud de verdad el sentido y el destino de nuestra existencia.
Lo podremos hacer porque Tú, Señor, nos has dado ejemplo y nos has comunicado la fuerza de tu Espíritu. Lo podremos hacer si cada día, contigo y como Tú, somos obedientes al Padre y cumplimos su voluntad.
Por ello, concédenos escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que sale de la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a « no matar » la vida del hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.

CAPÍTULO III
NO MATARÁS

LA LEY SANTA DE DIOS
« Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19, 17): Evangelio y mandamiento
52. « En esto se le acercó uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?" » (Mt 19, 16). Jesús responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19, 17). El Maestro habla de la vida eterna, es decir, de la participación en la vida misma de Dios. A esta vida se llega por la observancia de los mandamientos del Señor, incluido también el mandamiento « no matarás ». Precisamente éste es el primer precepto del Decálogo que Jesús recuerda al joven que pregunta qué mandamientos debe observar: « Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás..." » (Mt 19, 18).
El mandamiento de Dios no está nunca separado de su amor; es siempre un don para el crecimiento y la alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto esencial y un elemento irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado como « evangelio », esto es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio de la vida es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre. Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado, observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige al hombre que la ame, la respete y la promueva. De este modo, el don se hace mandamiento, y el mandamiento mismo es un don.
El hombre, imagen viva de Dios, es querido por su Creador como rey y señor. « Dios creó al hombre —escribe san Gregorio de Nisa— de modo tal que pudiera desempeñar su función de rey de la tierra... El hombre fue creado a imagen de Aquél que gobierna el universo. Todo demuestra que, desde el principio, su naturaleza está marcada por la realeza... También el hombre es rey. Creado para dominar el mundo, recibió la semejanza con el rey universal, es la imagen viva que participa con su dignidad en la perfección del modelo divino ».38 Llamado a ser fecundo y a multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre todos los seres inferiores a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es rey y señor no sólo de las cosas, sino también y sobre todo de sí mismo 39 y, en cierto sentido, de la vida que le ha sido dada y que puede transmitir por medio de la generación, realizada en el amor y respeto del designio divino. Sin embargo, no se trata de un señorío absoluto, sino ministerial, reflejo real del señorío único e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo con sabiduría y amor, participando de la sabiduría y del amor inconmensurables de Dios. Esto se lleva a cabo mediante la obediencia a su santa Ley: una obediencia libre y gozosa (cf. Sal 119 118), que nace y crece siendo conscientes de que los preceptos del Señor son un don gratuito confiado al hombre siempre y sólo para su bien, para la tutela de su dignidad personal y para la consecución de su felicidad.
Como sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre no es dueño absoluto y árbitro incensurable, sino —y aquí radica su grandeza sin par— que es « administrador del plan establecido por el Creador ».40
La vida se confía al hombre como un tesoro que no se debe malgastar, como un talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27).
« Pediré cuentas de la vida del hombre al hombre » (cf. Gn 9, 5): la vida humana es sagrada e inviolable
53. « La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta "la acción creadora de Dios" y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente ».41 Con estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el contenido central de la revelación de Dios sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana.
En efecto, la Sagrada Escritura impone al hombre el precepto « no matarás » como mandamiento divino (Ex 20, 13; Dt 5, 17). Este precepto —como ya he indicado— se encuentra en el Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el Señor establece con el pueblo elegido; pero estaba ya incluido en la alianza originaria de Dios con la humanidad después del castigo purificador del diluvio, provocado por la propagación del pecado y de la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26-28). Por tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma del Creador. Precisamente por esto, Dios se hace juez severo de toda violación del mandamiento « no matarás », que está en la base de la convivencia social. Dios es el defensor del inocente (cf. Gn 4, 9-15; Is 41, 14; Jr 50, 34; Sal 19 18, 15). También de este modo, Dios demuestra que « no se recrea en la destrucción de los vivientes » (Sb 1, 13). Sólo Satanás puede gozar con ella: por su envidia la muerte entró en el mundo (cf. Sb 2, 24). Satanás, que es « homicida desde el principio », y también « mentiroso y padre de la mentira » (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a los confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de vida.
54. Explícitamente, el precepto « no matarás » tiene un fuerte contenido negativo: indica el límite que nunca puede ser transgredido. Implícitamente, sin embargo, conduce a una actitud positiva de respeto absoluto por la vida, ayudando a promoverla y a progresar por el camino del amor que se da, acoge y sirve. El pueblo de la Alianza, aun con lentitud y contradicciones, fue madurando progresivamente en esta dirección, preparándose así al gran anuncio de Jesús: el amor al prójimo es un mandamiento semejante al del amor a Dios; « de estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas » (cf. Mt 22, 36-40). « Lo de... no matarás... y todos los demás preceptos —señala san Pablo— se resumen en esta fórmula: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" » (Rm 13, 9; cf. Ga 5, 14). El precepto « no matarás », asumido y llevado a plenitud en la Nueva Ley, es condición irrenunciable para poder « entrar en la vida » (cf. Mt 19, 16-19). En esta misma perspectiva, son apremiantes también las palabras del apóstol Juan: « Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él » (1 Jn 3, 15).
Desde sus inicios, la Tradición viva de la Iglesia —como atestigua la Didaché, el más antiguo escrito cristiano no bíblico— repite de forma categórica el mandamiento « no matarás »: « Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero grande es la diferencia que hay entre estos caminos... Segundo mandamiento de la doctrina: No matarás... no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido... Mas el camino de la muerte es éste:... que no se compadecen del pobre, no sufren por el atribulado, no conocen a su Criador, matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de Dios; los que rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, abogados de los ricos, jueces injustos de los pobres, pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis libres, hijos, de todos estos pecados! ».42
A lo largo del tiempo, la Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado unánimemente el valor absoluto y permanente del mandamiento « no matarás ». Es sabido que en los primeros siglos el homicidio se consideraba entre los tres pecados más graves —junto con la apostasía y el adulterio— y se exigía una penitencia pública particularmente dura y larga antes que al homicida arrepentido se le concediese el perdón y la readmisión en la comunión eclesial.
55. No debe sorprendernos: matar un ser humano, en el que está presente la imagen de Dios, es un pecado particularmente grave. ¡Sólo Dios es dueño de la vida! Desde siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo dramáticas situaciones que la vida individual y social presenta, la reflexión de los creyentes ha tratado de conocer de forma más completa y profunda lo que prohíbe y prescribe el mandamiento de Dios. 43 En efecto, hay situaciones en las que aparecen como una verdadera paradoja los valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por ejemplo, de la legítima defensa, en que el derecho a proteger la propia vida y el deber de no dañar la del otro resultan, en concreto, difícilmente conciliables. Sin duda alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base de un verdadero derecho a la propia defensa. El mismo precepto exigente del amor al prójimo, formulado en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo como uno de los términos de la comparación: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría renunciar al derecho a defenderse por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por un amor heroico, que profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48) en la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, « la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad ».44 Por desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no fuese moralmente responsable por falta del uso de razón. 45
56. En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone « tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta ».46 La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse. 47
Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.
De todos modos, permanece válido el principio indicado por el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, según el cual « si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana ».48
57. Si se pone tan gran atención al respeto de toda vida, incluida la del reo y la del agresor injusto, el mandamiento « no matarás » tiene un valor absoluto cuando se refiere a la persona inocente. Tanto más si se trata de un ser humano débil e indefenso, que sólo en la fuerza absoluta del mandamiento de Dios encuentra su defensa radical frente al arbitrio y a la prepotencia ajena.
En efecto, el absoluto carácter inviolable de la vida humana inocente es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio. Esta unanimidad es fruto evidente de aquel « sentido sobrenatural de la fe » que, suscitado y sostenido por el Espíritu Santo, preserva de error al pueblo de Dios, cuando « muestra estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral ».49
Ante la progresiva pérdida de conciencia en los individuos y en la sociedad sobre la absoluta y grave ilicitud moral de la eliminación directa de toda vida humana inocente, especialmente en su inicio y en su término, el Magisterio de la Iglesia ha intensificado sus intervenciones en defensa del carácter sagrado e inviolable de la vida humana. Al Magisterio pontificio, especialmente insistente, se ha unido siempre el episcopal, por medio de numerosos y amplios documentos doctrinales y pastorales, tanto de Conferencias Episcopales como de Obispos en particular. Tampoco ha faltado, fuerte e incisiva en su brevedad, la intervención del Concilio Vaticano II. 50
Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. 51
La decisión deliberada de privar a un ser humano inocente de su vida es siempre mala desde el punto de vista moral y nunca puede ser lícita ni como fin, ni como medio para un fin bueno. En efecto, es una desobediencia grave a la ley moral, más aún, a Dios mismo, su autor y garante; y contradice las virtudes fundamentales de la justicia y de la caridad. « Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo ».52
Cada ser humano inocente es absolutamente igual a todos los demás en el derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación social que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia, reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona y no como una cosa de la que se puede disponer. Ante la norma moral que prohíbe la eliminación directa de un ser humano inocente « no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales ».53
« Mi embrión tus ojos lo veían » (Sal 139 138, 16): el delito abominable del aborto
58. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como « crímenes nefandos ».54
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5, 20). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo: 55 de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida.
Pero la responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado —y no lo han hecho— políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas. Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus constructores y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias, « nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización ».56 Estamos ante lo que puede definirse como una « estructura de pecado » contra la vida humana aún no nacida.
60. Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal. En realidad, « desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre... la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar ».57 Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen « una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana? ».58
Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: « El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida ».59
61. Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas y específicas al respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se extienda también a este caso el mandamiento divino « no matarás ».
La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia, también en el inicial que precede al nacimiento. El hombre, desde el seno materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión informe y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya vocación está ya escrita en el « libro de la vida » (cf. Sal 139 138, 1. 13-16). Incluso cuando está todavía en el seno materno, —como testimonian numerosos textos bíblicos 60— el hombre es término personalísimo de la amorosa y paterna providencia divina.
La Tradición cristiana —como bien señala la Declaración emitida al respecto por la Congregación para la Doctrina de la Fe 61— es clara y unánime, desde los orígenes hasta nuestros días, en considerar el aborto como desorden moral particularmente grave. Desde que entró en contacto con el mundo greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del aborto y del infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en aquella sociedad, como bien demuestra la ya citada Didaché. 62 Entre los escritores eclesiásticos del área griega, Atenágoras recuerda que los cristianos consideran como homicidas a las mujeres que recurren a medicinas abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de la madre, son ya « objeto, por ende, de la providencia de Dios ».63 Entre los latinos, Tertuliano afirma: « Es un homicidio anticipado impedir el nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será ».64
A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores. Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la mínima duda sobre la condena moral del aborto.
62. El Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina común. En particular, Pío XI en la Encíclica Casti connubii rechazó las pretendidas justificaciones del aborto; 65 Pío XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que tienda directamente a destruir la vida humana aún no nacida, « tanto si tal destrucción se entiende como fin o sólo como medio para el fin »; 66 Juan XXIII reafirmó que la vida humana es sagrada, porque « desde que aflora, ella implica directamente la acción creadora de Dios ».67 El Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran severidad el aborto: « se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos ».68
La disciplina canónica de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se manchaban con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido ratificada en los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de excomunión. 69 También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que « quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae »,70 es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido: 71 con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era inmutable. 72 Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. 73
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia.
63. La valoración moral del aborto se debe aplicar también a las recientes formas de intervención sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismos legítimos, comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso de los experimentos con embriones, en creciente expansión en el campo de la investigación biomédica y legalmente admitida por algunos Estados. Si « son lícitas las intervenciones sobre el embrión humano siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia individual »,74 se debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como objeto de experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda persona. 75
La misma condena moral concierne también al procedimiento que utiliza los embriones y fetos humanos todavía vivos —a veces « producidos » expresamente para este fin mediante la fecundación in vitro— sea como « material biológico » para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable.
Una atención especial merece la valoración moral de las técnicas de diagnóstico prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales anomalías del niño por nacer. En efecto, por la complejidad de estas técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente. Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de riesgos desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a posibilitar una terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente aceptación del niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación antes del nacimiento son hoy todavía escasas, sucede no pocas veces que estas técnicas se ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto selectivo para impedir el nacimiento de niños afectados por varios tipos de anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de « normalidad » y de bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y que la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás. La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento, acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a todas las familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades.
« Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39): el drama de la eutanasia
64. En el otro extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte, considerada « absurda » cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una « liberación reivindicada » cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida en plena y total autonomía. Es particularmente el hombre que vive en países desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a ello por los continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas. Mediante sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia y la práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas elementales, de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.
En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin « dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la « cultura de la muerte », que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.
65. Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados ».76
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado « ensañamiento terapéutico », o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia « renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares ».77 Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al muerte. 78
En la medicina moderna van teniendo auge los llamados « cuidados paliativos », destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no debe considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, « si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales ».79 En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo »: 80 acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores 81 y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. 82
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio.
66. Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. 83 Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. 84 En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir » (Sb 16, 13; cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado « suicidio asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada. « No es lícito —escribe con sorprendente actualidad san Agustín— matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las ligaduras del cuerpo y quería desasirse ».85 La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante « perversión » de la misma. En efecto, la verdadera « compasión » hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como los familiares— deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos —como los médicos—, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios « conocedores del bien y del mal » (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce su poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas.
67. Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, « ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen » para el hombre; y sin embargo « juzga certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte ».86
Esta repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe cristiana y este germen de esperanza en la inmortalidad alcanza su realización por la misma fe, que promete y ofrece la participación en la victoria de Cristo Resucitado: es la victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha liberado al hombre de la muerte, « salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu, prenda de resurrección y de vida (cf. Rm 8, 11). La certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio del sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza extraordinaria para abandonarse al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia total al Señor que abarca cualquier condición humana: « Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos » (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa vivir la propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2, 8), aceptando encontrarla en la « hora » querida y escogida por El (cf. Jn 13, 1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha concluido. Vivir para el Señor significa también reconocer que el sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una prueba, puede siempre llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si se vive con amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios y por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a El (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su obra redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad. 87 Esta es la experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también llamada a revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).
« Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5, 29): ley civil y ley moral
68. Una de las características propias de los atentados actuales contra la vida humana —como ya se ha dicho— consiste en la tendencia a exigir su legitimación jurídica, como si fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios.
No pocas veces se considera que la vida de quien aún no ha nacido o está gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según una lógica proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada con otros bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa situación concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación justa de los bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la moralidad de su decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia civil y de la armonía social, debería respetar esta decisión, llegando incluso a admitir el aborto y la eutanasia.
Otras veces se cree que la ley civil no puede exigir que todos los ciudadanos vivan de acuerdo con un nivel de moralidad más elevado que el que ellos mismos aceptan y comparten. Por esto, la ley debería siempre manifestar la opinión y la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y reconcerles también, al menos en ciertos casos extremos, el derecho al aborto y a la eutanasia. Por otra parte, la prohibición y el castigo del aborto y de la eutanasia en estos casos llevaría inevitablemente —así se dice— a un aumento de prácticas ilegales, que, sin embargo, no estarían sujetas al necesario control social y se efectuarían sin la debida seguridad médica. Se plantea, además, si sostener una ley no aplicable concretamente no significaría, al final, minar también la autoridad de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones más radicales llegan a sostener que, en una sociedad moderna y pluralista, se debería reconocer a cada persona una plena autonomía para disponer de su propia vida y de la vida de quien aún no ha nacido. En efecto, no correspondería a la ley elegir entre las diversas opciones morales y, menos aún, pretender imponer una opción particular en detrimento de las demás.
69. De todos modos, en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral. Si además se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos —que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos— exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público.
Por consiguiente, se perciben dos tendencias diametralmente opuestas en apariencia. Por un lado, los individuos reivindican para sí la autonomía moral más completa de elección y piden que el Estado no asuma ni imponga ninguna concepción ética, sino que trate de garantizar el espacio más amplio posible para la libertad de cada uno, con el único límite externo de no restringir el espacio de autonomía al que los demás ciudadanos también tienen derecho. Por otro lado, se considera que, en el ejercicio de las funciones públicas y profesionales, el respeto de la libertad de elección de los demás obliga a cada uno a prescindir de sus propias convicciones para ponerse al servicio de cualquier petición de los ciudadanos, que las leyes reconocen y tutelan, aceptando como único criterio moral para el ejercicio de las propias funciones lo establecido por las mismas leyes. De este modo, la responsabilidad de la persona se delega a la ley civil, abdicando de la propia conciencia moral al menos en el ámbito de la acción pública.
70. La raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia.
Sin embargo, es precisamente la problemática del respeto de la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura.
Es cierto que en la historia ha habido casos en los que se han cometido crímenes en nombre de la « verdad ». Pero crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad se han cometido y se siguen cometiendo también en nombre del « relativismo ético ». Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión « tiránica » respecto al ser humano más débil e indefenso? La conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados por el consenso popular?
En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un « ordenamiento » y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter « moral » no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo « signo de los tiempos », como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. 88 Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el « bien común » como fin y criterio regulador de la vida política.
En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles « mayorías » de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto « ley natural » inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos. 89
Alguien podría pensar que semejante función, a falta de algo mejor, es también válida para los fines de la paz social. Aun reconociendo un cierto aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver cómo, sin una base moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una paz estable, tanto más que la paz no fundamentada sobre los valores de la dignidad humana y de la solidaridad entre todos los hombres, es a menudo ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes participativos la regulación de los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas del poder, sino incluso la formación del consenso. En un situación así, la democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía.
71. Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover.
En este sentido, es necesario tener en cuenta los elementos fundamentales del conjunto de las relaciones entre ley civil y ley moral, tal como son propuestos por la Iglesia, pero que forman parte también del patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la humanidad.
Ciertamente, el cometido de la ley civil es diverso y de ámbito más limitado que el de la ley moral. Sin embargo, « en ningún ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni dictar normas que excedan la propia competencia »,90 que es la de asegurar el bien común de las personas, mediante el reconocimiento y la defensa de sus derechos fundamentales, la promoción de la paz y de la moralidad pública. 91 En efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar una ordenada convivencia social en la verdadera justicia, para que todos « podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad » (1 Tm 2, 2). Precisamente por esto, la ley civil debe asegurar a todos los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho inviolable de cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más grave, 92 sin embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos —aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—, la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad. 93
A este propósito, Juan XXIII recordó en la Encíclica Pacem in terris: « En la época moderna se considera realizado el bien común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona humana. De ahí que los deberes fundamentales de los poderes públicos consisten sobre todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento de los respectivos deberes. "Tutelar el intangible campo de los derechos de la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el deber esencial de los poderes públicos". Por esta razón, aquellos magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atropellen, no sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos prescriban ».94
72. En continuidad con toda la tradición de la Iglesia se encuentra también la doctrina sobre la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, tal y como se recoge, una vez más, en la citada encíclica de Juan XXIII: « La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia...; más aún, en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y degeneraría en abuso ».95 Esta es una clara enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe: « La ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia ».96 Y añade: « Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley ».97
La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley. Se podría objetar que éste no es el caso de la eutanasia, cuando es pedida por el sujeto interesado con plena conciencia. Pero un Estado que legitimase una petición de este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un caso de suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se puede disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo se favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.
Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien común y, por consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez jurídica. En efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a eliminar la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común. De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante.
73. Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que « hay que obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5, 29). Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas « no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños » (Ex 1, 17). Pero es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: « Las parteras temían a Dios » (ivi). Es precisamente de la obediencia a Dios —a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que « aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos » (Ap 13, 10).
En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, « ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto ».98
Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas para la introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales, en otras Naciones —particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga de tales legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión. En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos.
74. La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar en acciones moralmente malas. A veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera. En otros casos, puede suceder que el cumplimiento de algunas acciones en sí mismas indiferentes, o incluso positivas, previstas en el articulado de legislaciones globalmente injustas, permita la salvaguarda de vidas humanas amenazadas. Por otra parte, sin embargo, se puede temer justamente que la disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los atentados contra la vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una lógica permisiva.
Para iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener en cuenta los principios generales sobre la cooperación en acciones moralmente malas. Los cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto de la libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2, 6; 14, 12).
El rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un deber moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera así, se obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma libertad, cuyo sentido y fin auténticos residen en su orientación a la verdad y al bien, quedaría radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un derecho esencial que, como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil. En este sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería asegurarse a los médicos, a los agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional.
« Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lc 10, 27): « promueve » la vida
75. Los mandamientos de Dios nos enseñan el camino de la vida. Los preceptos morales negativos, es decir, los que declaran moralmente inaceptable la elección de una determinada acción, tienen un valor absoluto para la libertad humana: obligan siempre y en toda circunstancia, sin excepción. Indican que la elección de determinados comportamientos es radicalmente incompatible con el amor a Dios y la dignidad de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta elección no puede justificarse por la bondad de ninguna intención o consecuencia, está en contraste insalvable con la comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de orientar la propia vida a Dios. 99
Ya en este sentido los preceptos morales negativos tienen una importantísima función positiva: el « no » que exigen incondicionalmente marca el límite infranqueable más allá del cual el hombre libre no puede pasar y, al mismo tiempo, indica el mínimo que debe respetar y del que debe partir para pronunciar innumerables « sí », capaces de abarcar progresivamente el horizonte completo del bien (cf. Mt 5, 48). Los mandamientos, en particular los preceptos morales negativos, son el inicio y la primera etapa necesaria del camino hacia la libertad: « La primera libertad —escribe san Agustín— es no tener delitos... como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es perfecta ».100
76. El mandamiento « no matarás » establece, por tanto, el punto de partida de un camino de verdadera libertad, que nos lleva a promover activamente la vida y a desarrollar determinadas actitudes y comportamientos a su servicio. Obrando así, ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que nos han sido confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139 138, 13-14).
El Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado responsable, no para que disponga de ella de modo arbitrario, sino para que la custodie con sabiduría y la administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre. El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor, crea entre los hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del misterio de recíproca entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes y apela a su responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos y la acogida del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su medida.
77. En esta ley nueva se inspira y plasma el mandamiento « no matarás ». Por tanto, para el cristiano implica en definitiva el imperativo de respetar, amar y promover la vida de cada hermano, según las exigencias y las dimensiones del amor de Dios en Jesucristo. « El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos » (1 Jn 3, 16).
El mandamiento « no matarás », incluso en sus contenidos más positivos de respeto, amor y promoción de la vida humana, obliga a todo hombre. En efecto, resuena en la conciencia moral de cada uno como un eco permanente de la alianza original de Dios creador con el hombre; puede ser conocido por todos a la luz de la razón y puede ser observado gracias a la acción misteriosa del Espíritu que, soplando donde quiere (cf. Jn 3, 8), alcanza y compromete a cada hombre que vive en este mundo.
Por tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de amor, para que siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando es más débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino también social, que todos debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional de la vida humana como fundamento de una sociedad renovada.
Se nos pide amar y respetar la vida de cada hombre y de cada mujer y trabajar con constancia y valor, para que se instaure finalmente en nuestro tiempo, marcado por tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida, fruto de la cultura de la verdad y del amor.

CAPÍTULO IV
A MÍ ME LO HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA
« Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas » (cf. 1 P 2, 9): el pueblo de la vida y para la vida
78. La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre « para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través de los Apóstoles, enviados por El a todo el mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). La Iglesia, nacida de esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación del Apóstol: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Cor 9, 16). En efecto, « evangelizar —como escribía Pablo VI— constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar ».101
La evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la caridad. Es un acto profundamente eclesial, que exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y ministerio.
Así sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte integrante del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo recibido como don y de haber sido enviados a proclamarlo a toda la humanidad « hasta los confines de la tierra » (Hch 1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo de la vida y para la vida y presentémonos de este modo ante todos.
79. Somos el pueblo de la vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el Evangelio de la vida y hemos sido transformados y salvados por este mismo Evangelio. Hemos sido redimidos por el « autor de la vida » (Hch 3, 15) a precio de su preciosa sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1, 19) y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6, 4-5; Col 2, 12), como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15, 5). Renovados interiormente por la gracia del Espíritu, « que es Señor y da la vida », hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal.
Somos enviados: estar al servicio de la vida no es para nosotros una vanagloria, sino un deber, que nace de la conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro camino nos guía y sostiene la ley del amor: el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que « muriendo ha dado la vida al mundo ».102
Somos enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada uno. Es una responsabilidad propiamente « eclesial », que exige la acción concertada y generosa de todos los miembros y de todas las estructuras de la comunidad cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de « hacerse prójimo » de cada hombre: « Vete y haz tú lo mismo » (Lc 10, 37).
Todos juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la vida, de celebrarlo en la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y estructuras de apoyo y promoción.
« Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos » (1 Jn 1, 3): anunciar el Evangelio de la vida
80. « Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 1. 3). Jesús es el único Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar.
Precisamente el anuncio de Jesús es anuncio de la vida. En efecto, El es « la Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En El « la vida se manifestó » (1 Jn 1, 2); más aún, él mismo es « la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó » (ivi). Esta misma vida, gracias al don del Espíritu, ha sido comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno, ordenada a la vida en plenitud, a la « vida eterna », adquiere también pleno sentido.
Iluminados por este Evangelio de la vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por la novedad sorprendente que lo caracteriza. Este Evangelio, al identificarse con el mismo Jesús, portador de toda novedad 103 y vencedor de la « vejez » causada por el pecado y que lleva a la muerte, 104 supera toda expectativa del hombre y descubre la sublime altura a la que, por gracia, es elevada la dignidad de la persona. Así la contempla san Gregorio de Nisa: « El hombre que, entre los seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad, cuando es adoptado por el Dios del universo como hijo, llega a ser familiar de este Ser, cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender. ¿Con qué palabra, pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la sobreabundancia de esta gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se hace inmortal, de perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace dios ».105
El agradecimiento y la alegría por la dignidad inconmensurable del hombre nos mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: « Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 3). Es necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad.
81. Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano, que nos llama a una profunda comunión con El y nos abre a la esperanza segura de la vida eterna; es afirmación del vínculo indivisible que fluye entre la persona, su vida y su corporeidad; es presentación de la vida humana como vida de relación, don de Dios, fruto y signo de su amor; es proclamación de la extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo; es manifestación del « don sincero de sí mismo » como tarea y lugar de realización plena de la propia libertad.
Al mismo tiempo, se trata se señalar todas las consecuencias de este mismo Evangelio, que se pueden resumir así: la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son absolutamente inaceptables el aborto procurado y la eutanasia; la vida del hombre no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad la sexualidad y la procreación humana; en este amor incluso el sufrimiento y la muerte tienen un sentido y, aun permaneciendo el misterio que los envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación; el respeto de la vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar, defender y promover la dignidad de cada persona humana, en todo momento y condición de su vida.
82. Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el primer anuncio del Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de predicación, en el diálogo personal y en cada actividad educativa. A los educadores, profesores, catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada vida humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad original del Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir, también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su existencia; hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso con los no creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva cultura de la vida.
En medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina sobre la vida del hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la exhortación de Pablo a Timoteo: « Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina » (2 Tm 4, 2). Esta exhortación debe encontrar un fuerte eco en el corazón de cuantos, en la Iglesia, participan más directamente, con diverso título, en su misión de « maestra » de la verdad. Que resuene ante todo para nosotros Obispos: somos los primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio de la vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar sobre la trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en esta Encíclica y adoptar las medidas más oportunas para que los fieles sean preservados de toda doctrina contraria a la misma. Debemos poner una atención especial para que en las facultades teológicas, en los seminarios y en las diversas instituciones católicas se difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento de la sana doctrina. 106 Que la exhortación de Pablo resuene para todos los teólogos, para los pastores y para todos los que desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y formación de las conciencias: conscientes del papel que les pertenece, no asuman nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión exponiendo ideas personales contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e interpreta fielmente el Magisterio.
Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15, 19; 17, 16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16, 33).
« Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy » (Sal 139 138, 14): celebrar el Evangelio de la vida
83. Enviados al mundo como « pueblo para la vida », nuestro anuncio debe ser también una celebración verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más aún, esta celebración, con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en lugar precioso y significativo para transmitir la belleza y grandeza de este Evangelio.
Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa. 107 Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139 138, 14). Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.
Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de Navidad. 108 El pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.
84. Celebrar el Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de la vida, el Dios que da la vida: « Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los seres que de algún modo participan de la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de los ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está viviente, que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida ».109
Como el Salmista también nosotros, en la oración cotidiana, individual y comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en el seno materno y nos ha visto y amado cuando todavía éramos informes (cf. Sal 139 138, 13. 15-16), y exclamamos con incontenible alegría: « Yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente » (Sal 139 138, 14). Sí, « esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y gloria ».110 Más aún, el hombre y su vida no se nos presentan sólo como uno de los prodigios más grandes de la creación: Dios ha dado al hombre una dignidad casi divina (cf. Sal 8, 6-7). En cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo.
Estamos llamados a expresar admiración y gratitud por la vida recibida como don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida no sólo con la oración personal y comunitaria, sino sobre todo con las celebraciones del año litúrgico. Se deben recordar aquí particularmente los Sacramentos, signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada valoración, las celebraciones litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más capaces de expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.
85. En la celebración del Evangelio de la vida es preciso saber apreciar y valorar también los gestos y los símbolos, de los que son ricas las diversas tradiciones y costumbres culturales y populares. Son momentos y formas de encuentro con las que, en los diversos Países y culturas, se manifiestan el gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda existencia humana, el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o al moribundo, la participación del dolor de quien está de luto, la esperanza y el deseo de inmortalidad.
En esta perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en el Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en las distintas Naciones una Jornada por la Vida, como ya tiene lugar por iniciativa de algunas Conferencias Episcopales. Es necesario que esta Jornada se prepare y se celebre con la participación activa de todos los miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta consideración, según sugiera la evolución de la situación histórica.
86. Respecto al culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), la celebración del Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la existencia cotidiana, vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.
En este contexto, rico en humanidad y amor, es donde surgen también los gestos heroicos. Estos son la celebración más solemne del Evangelio de la vida, porque lo proclaman con la entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación del grado más elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13); son la participación en el misterio de la Cruz, en la que Jesús revela cuánto vale para El la vida de cada hombre y cómo ésta se realiza plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más allá de casos clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida. Entre ellos merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas.
A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente, de « todas las madres valientes, que se dedican sin reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas ».111 Al desarrollar su misión « no siempre estas madres heroicas encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de civilización, a menudo promovidos y propagados por los medios de comunicación, no favorecen la maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se presentan como superados ya los valores de la fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han distinguido y siguen distinguiéndose innumerables esposas y madres cristianas... Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro amor invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en su amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida... Cristo, en el misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el poder de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda ».112 « ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? » (St 2, 14): servir el Evangelio de la vida
87. En virtud de la participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la promoción de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de la caridad, que se manifiesta en el testimonio personal, en las diversas formas de voluntariado, en la animación social y en el compromiso político. Esta es una exigencia particularmente apremiante en el momento actual, en que la « cultura de la muerte » se contrapone tan fuertemente a la « cultura de la vida » y con frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una exigencia que nace de la « fe que actúa por la caridad » (Gal 5, 6), como nos exhorta la Carta de Santiago: « ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y algunos de vosotros les dice: "Idos en paz, calentaos y hartaos", pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta » (2, 14-17).
En el servicio de la caridad, hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Como discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37), teniendo una preferencia especial por quien es más pobre, está sólo y necesitado. Precisamente mediante la ayuda al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado —como también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano a la muerte— tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: « Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25, 40). Por eso, nos sentimos interpelados y juzgados por las palabras siempre actuales de san Juan Crisóstomo: « ¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí en el templo con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez ».113
El servicio de la caridad a la vida debe ser profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e inviolable en todas sus fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por tanto, se trata de « hacerse cargo » de toda la vida y de la vida de todos. Más aún, se trata de llegar a las raíces mismas de la vida y del amor.
Partiendo precisamente de un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha desarrollado a lo largo de los siglos una extraordinaria historia de caridad, que ha introducido en la vida eclesial y civil numerosas estructuras de servicio a la vida, que suscitan la admiración de todo observador sin prejuicios. Es una historia que cada comunidad cristiana, con nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar escribiendo a través de una acción pastoral y social múltiple. En este sentido, se deben poner en práctica formas discretas y eficaces de acompañamiento de la vida naciente, con una especial cercanía a aquellas madres que, incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo y educarlo. Una atención análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en la marginación o en el sufrimiento, especialmente en sus fases finales.
88. Todo esto supone una paciente y valiente obra educativa que apremie a todos y cada uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf. Gal 6, 2); exige una continua promoción de vocaciones al servicio, particularmente entre los jóvenes; implica la realización de proyectos e iniciativas concretas, estables e inspiradas en el Evangelio.
Múltiples son los medios para valorar con competencia y serio propósito. Respecto a los inicios de la vida, los centros de métodos naturales de regulación de la fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda para la paternidad y maternidad responsables, en la que cada persona, comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por sí misma, y cada decisión es animada y guiada por el criterio de la entrega sincera de sí. También los consultorios matrimoniales y familiares, mediante su acción específica de consulta y prevención, desarrollada a la luz de una antropología coherente con la visión cristiana de la persona, de la pareja y de la sexualidad, constituyen un servicio precioso para profundizar en el sentido del amor y de la vida y para sostener y acompañar cada familia en su misión como « santuario de la vida ». Al servicio de la vida naciente están también los centros de ayuda a la vida y las casas o centros de acogida de la vida. Gracias a su labor muchas madres solteras y parejas en dificultad hallan razones y convicciones, y encuentran asistencia y apoyo para superar las molestias y miedos de acoger una vida naciente o recién dada a luz.
Ante condiciones de dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la vida, otros medios —como las comunidades de recuperación de drogadictos, las residencias para menores o enfermos mentales, los centros de atención y acogida para enfermos de SIDA, y las cooperativas de solidaridad sobre todo para incapacitados— son expresiones elocuentes de lo que la caridad sabe inventar para dar a cada uno razones nuevas de esperanza y posibilidades concretas de vida.
Cuando la existencia terrena llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra los medios más oportunos para que los ancianos, especialmente si no son autosuficientes, y los llamados enfermos terminales puedan gozar de una asistencia verdaderamente humana y recibir cuidados adecuados a sus exigencias, en particular a su angustia y soledad. En estos casos es insustituible el papel de las familias; pero pueden encontrar gran ayuda en las estructuras sociales de asistencia y, si es necesario, recurriendo a los cuidados paliativos, utilizando los adecuados servicios sanitarios y sociales, presentes tanto en los centros de hospitalización y tratamiento públicos como a domicilio.
En particular, se debe revisar la función de los hospitales, de las clínicas y de las casas de salud: su verdadera identidad no es sólo la de estructuras en las que se atiende a los enfermos y moribundos, sino ante todo la de ambientes en los que el sufrimiento, el dolor y la muerte son considerados e interpretados en su significado humano y específicamente cristiano. De modo especial esta identidad debe ser clara y eficaz en los institutos regidos por religiosos o relacionados de alguna manera con la Iglesia.
89. Estas estructuras y centros de servicio a la vida, y todas las demás iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar según los casos, tienen necesidad de ser animadas por personas generosamente disponibles y profundamente conscientes de lo fundamental que es el Evangelio de la vida para el bien del individuo y de la sociedad.
Es peculiar la responsabilidad confiada a todo el personal sanitario: médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas, personal administrativo y voluntarios. Su profesión les exige ser custodios y servidores de la vida humana. En el contexto cultural y social actual, en que la ciencia y la medicina corren el riesgo de perder su dimensión ética original, ellos pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la vida o incluso en agentes de muerte. Ante esta tentación, su responsabilidad ha crecido hoy enormemente y encuentra su inspiración más profunda y su apoyo más fuerte precisamente en la intrínseca e imprescindible dimensión ética de la profesión sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual juramento de Hipócrates, según el cual se exige a cada médico el compromiso de respetar absolutamente la vida humana y su carácter sagrado.
El respeto absoluto de toda vida humana inocente exige tambiénejercer la objeción de conciencia ante el aborto procurado y la eutanasia. El « hacer morir » nunca puede considerarse un tratamiento médico, ni siquiera cuando la intención fuera sólo la de secundar una petición del paciente: es más bien la negación de la profesión sanitaria que debe ser un apasionado y tenaz « sí » a la vida. También la investigación biomédica, campo fascinante y prometedor de nuevos y grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar siempre los experimentos, descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la dignidad inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de los hombres y se transforman en realidades que, aparentando socorrerlos, los oprimen.
90. Un papel específico están llamadas a desempeñar las personas comprometidas en el voluntariado: ofrecen una aportación preciosa al servicio de la vida, cuando saben conjugar la capacidad profesional con el amor generoso y gratuito. El Evangelio de la vida las mueve a elevar los sentimientos de simple filantropía a la altura de la caridad de Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y cansancios, la conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al encuentro de las necesidades de las personas iniciando —si es preciso— nuevos caminos allí donde más urgentes son las necesidades y más escasas las atenciones y el apoyo.
El realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio de la vida se le sirva también mediante formas de animación social y de compromiso político, defendiendo y proponiendo el valor de la vida en nuestras sociedades cada vez más complejas y pluralistas. Los individuos, las familias, los grupos y las asociaciones tienen una responsabilidad, aunque a título y en modos diversos, en la animación social y en la elaboración de proyectos culturales, económicos, políticos y legislativos que, respetando a todos y según la lógica de la convivencia democrática, contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de todos.
Esta tarea corresponde en particular a los responsables de la vida pública. Llamados a servir al hombre y al bien común, tienen el deber de tomar decisiones valientes en favor de la vida, especialmente en el campo de las disposiciones legislativas. En un régimen democrático, donde las leyes y decisiones se adoptan sobre la base del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la responsabilidad personal en la conciencia de los individuos investidos de autoridad. Pero nadie puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando se tiene un mandato legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios, ante la propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones eventualmente contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres. Repito una vez más que una norma que viola el derecho natural a la vida de un inocente es injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo con fuerza mi llamada a todos los políticos para que no promulguen leyes que, ignorando la dignidad de la persona, minen las raíces de la misma convivencia ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias pluralistas, es difícil realizar una eficaz defensa legal de la vida por la presencia de fuertes corrientes culturales de diversa orientación. Sin embargo, movida por la certeza de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad de cada conciencia, anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a no resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo en la afirmación y promoción del valor de la vida. En esta perspectiva, es necesario poner de relieve que no basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y a la maternidad: la política familiar debe ser eje y motor de todas las políticas sociales. Por tanto, es necesario promover iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la maternidad; además, es necesario replantear las políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan conciliar entre sí los horarios de trabajo y los de la familia, y sea efectivamente posible la atención a los niños y a los ancianos.
91. La problemática demográfica constituye hoy un capítulo importante de la política sobre la vida. Las autoridades públicas tienen ciertamente la responsabilidad de « intervenir para orientar la demografía de la población »; 114 pero estas iniciativas deben siempre presuponer y respetar la responsabilidad primaria e inalienable de los esposos y de las familias, y no pueden recurrir a métodos no respetuosos de la persona y de sus derechos fundamentales, comenzando por el derecho a la vida de todo ser humano inocente. Por tanto, es moralmente inaceptable que, para regular la natalidad, se favorezca o se imponga el uso de medios como la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Los caminos para resolver el problema demográfico son otros: los Gobiernos y las distintas instituciones internacionales deben mirar ante todo a la creación de las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y culturales que permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena libertad y con verdadera responsabilidad; deben además esforzarse en « aumentar los medios y distribuir con mayor justicia la riqueza para que todos puedan participar equitativamente de los bienes de la creación. Hay que buscar soluciones a nivel mundial, instaurando una verdadera economía de comunión y de participación de bienes, tanto en el orden internacional como nacional ».115 Este es el único camino que respeta la dignidad de las personas y de las familias, además de ser el auténtico patrimonio cultural de los pueblos.
El servicio al Evangelio de la vida es, pues, vasto y complejo. Se nos presenta cada vez más como un ámbito privilegiado y favorable para una colaboración activa con los hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo de las obras que el Concilio Vaticano II autorizadamente impulsó. 116 Además, se presenta como espacio providencial para el diálogo y la colaboración con los fieles de otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad de todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles.
« La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127 126, 3): la familia « santuario de la vida »
92. Dentro del « pueblo de la vida y para la vida », es decisiva la responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota de su propia naturaleza —la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio— y de su misión de « custodiar, revelar y comunicar el amor ».117 Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes en la transmisión de la vida y en su educación según el designio del Padre son los padres. 118 Es, pues, el amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva.
La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente « el santuario de la vida..., el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano ».119 Por esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible.
Como iglesia doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más conscientes del significado de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana es un don recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, « si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos: un don que brota del don ».120
Es principalmente mediante la educación de los hijos como la familia cumple su misión de anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en la entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un don. La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios. Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su alrededor y, principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.
93. Además, la familia celebra el Evangelio de la vida con la oración cotidiana, individual y familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de la vida e implora luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la celebración que da significado a cualquier otra forma de oración y de culto es la que se expresa en la vida cotidiana de la familia, si es una vida hecha de amor y entrega.
De este modo la celebración se transforma en un servicio al Evangelio de la vida, que se expresa por medio de la solidaridad, experimentada dentro y alrededor de la familia como atención solícita, vigilante y cordial en las pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión particularmente significativa de solidaridad entre las familias es la disponibilidad a la adopción o a la acogida temporal de niños abandonados por sus padres o en situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno y materno va más allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo. Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la adopción a distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene como único motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En efecto, con esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias para mantener y educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos de su ambiente natural.
La solidaridad, entendida como « determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común »,121 requiere también ser llevada a cabo mediante formas de participación social y política. En consecuencia, servir el Evangelio de la vida supone que las familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajen para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan.
94. Una atención particular debe prestarse a los ancianos. Mientras en algunas culturas las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la familia con un papel activo importante, por el contrario, en otras culturas el viejo es considerado como un peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación puede surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso el rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia en la familia o al menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea posible por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental para crear un clima de intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora entre las distintas generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o se restablezca donde se ha perdido, una especie de « pacto » entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12; Lv 19, 3). Pero hay algo más. El anciano no se debe considerar sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También él tiene que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.
Si es cierto que « el futuro de la humanidad se fragua en la familia »,122 se debe reconocer que las actuales condiciones sociales, económicas y culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión de la familia al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación de « santuario de la vida », como célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es necesario y urgente que la familia misma sea ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben asegurarle todo el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las familias puedan responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por su parte, la Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación con el Evangelio de la vida.
« Vivid como hijos de la luz » (Ef 5, 8): para realizar un cambio cultural
95. « Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas » (Ef 5, 8.10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias.
Es urgente una movilización general de las conciencias y uncomún esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y activa por todos los cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural está relacionada con la situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su raíz en la misma misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el Evangelio pretende « transformar desde dentro, renovar la misma humanidad »; 123 es como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13, 33) y, como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro, 124 para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida.
Se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis. Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo, debemos promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los lugares de elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de cada uno.
96. El primer paso fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la formación de la conciencia moral sobre el valor inconmensurable e inviolable de toda vida humana. Es de suma importancia redescubrir el nexo inseparable entre vida y libertad. Son bienes inseparables: donde se viola uno, el otro acaba también por ser violado. No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas realidades guardan además una relación innata y peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación al amor. Este amor, como don sincero de sí, 125 es el sentido más verdadero de la vida y de la libertad de la persona.
No menos decisivo en la formación de la conciencia es eldescubrimiento del vínculo constitutivo entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras veces, separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la persona sobre una sólida base racional y pone las premisas para que se afirme en la sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder público causante de la muerte. 126
Es esencial pues que el hombre reconozca la evidencia original de su condición de criatura, que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo esta dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta ante todo que « el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios ».127Cuando se niega a Dios y se vive como si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el carácter inviolable de su vida.
97. A la formación de la conciencia está vinculada estrechamente la labor educativa, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente por la vida, lo forma en las justas relaciones entre las personas.
En particular, es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad, riqueza de toda la persona, « manifiesta su significado íntimo al llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor ».128 La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y del amor, una educación que implica la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la persona y la capacita para respetar el significado « esponsal » del cuerpo.
La labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para la procreación responsable. Esta exige, en su verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreación, el recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los valores morales que su uso supone.
La labor educativa debe tener en cuenta también el sufrimiento y la muerte. En realidad forman parte de la experiencia humana, y es vano, además de equivocado, tratar de ocultarlos o descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a cada uno a comprender, en la realidad concreta y difícil, su misterio profundo. El dolor y el sufrimiento tienen también un sentido y un valor, cuando se viven en estrecha relación con el amor recibido y entregado. En este sentido he querido que se celebre cada año la Jornada Mundial del Enfermo, destacando « el carácter salvífico del ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a la esencia misma de la redención ».129 Por otra parte, incluso la muerte es algo más que una aventura sin esperanza: es la puerta de la existencia que se proyecta hacia la eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia de participación en su misterio de muerte y resurrección.
98. En síntesis, podemos decir que el cambio cultural deseado aquí exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como fundamento de las decisiones concretas —a nivel personal, familiar, social e internacional— la justa escala de valores: la primacía del ser sobre el tener, 130 de la persona sobre las cosas.
131 Este nuevo estilo de vida implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro y del rechazo a su acogida: los demás no son contrincantes de quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas con quienes se ha de ser solidarios; hay que amarlos por sí mismos; nos enriquecen con su misma presencia.
En la movilización por una nueva cultura de la vida nadie se debe sentir excluido: todos tienen un papel importante que desempeñar. La misión de los profesores y de los educadores es, junto con la de las familias, particularmente importante. De ellos dependerá mucho que los jóvenes, formados en una auténtica libertad, sepan custodiar interiormente y difundir a su alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan crecer en el respeto y servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad.
También los intelectuales pueden hacer mucho en la construcción de una nueva cultura de la vida humana. Una tarea particular corresponde a los intelectuales católicos, llamados a estar presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística y de la reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción en las claras fuentes del Evangelio, deben entregarse al servicio de una nueva cultura de la vida con aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse por su valor el respeto e interés de todos. Precisamente en esta perspectiva he instituido la Pontificia Academia para la Vida con el fin de « estudiar, informar y formar en lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor relación con la moral cristiana y las directrices del Magisterio de la Iglesia ».132 Una aportación específica deben dar también las Universidades, particularmente las católicas, y los Centros, Institutos y Comités de bioética.
Grande y grave es la responsabilidad de los responsables de los medios de comunicación social, llamados a trabajar para que la transmisión eficaz de los mensajes contribuya a la cultura de la vida. Deben, por tanto, presentar ejemplos de vida elevados y nobles, dando espacio a testimonios positivos y a veces heroicos de amor al hombre; proponiendo con gran respeto los valores de la sexualidad y del amor, sin enmascarar lo que deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la lectura de la realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda insinuar o acrecentar sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio o rechazo ante la vida. En la escrupulosa fidelidad a la verdad de los hechos, están llamados a conjugar al mismo tiempo la libertad de información, el respeto a cada persona y un sentido profundo de humanidad.
99. En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un « nuevo feminismo » que, sin caer en la tentación de seguir modelos « machistas », sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación.
Recordando las palabras del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante: « Reconciliad a los hombres con la vida ».133 Vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la acogida del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo, os confiere una misión particular: « La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer... Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general—, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer ».134 En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la aportación fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre.
100. En este gran esfuerzo por una nueva cultura de la vida estamos sostenidos y animados por la confianza de quien sabe que el Evangelio de la vida, como el Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4, 26-29). Es ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la « cultura de la muerte » y los de que disponen los promotores de una « cultura de la vida y del amor ». Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es imposible (cf. Mt 19, 26).
Con esta profunda certeza, y movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer, repito hoy a todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus difíciles tareas en medio de las insidias que las amenazan: 135 es urgente una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la vida y del amor.
« Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1, 4): el Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres
101. « Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1, 4). La revelación del Evangelio de la vida se nos da como un bien que hay que comunicar a todos: para que todos los hombres estén en comunión con nosotros y con la Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3). No podremos tener alegría plena si no comunicamos este Evangelio a los demás, si sólo lo guardamos para nosotros mismos.
El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos.
Por esto, nuestra acción de « pueblo de la vida y para la vida » debe ser interpretada de modo justo y acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente —desde la concepción a su muerte natural— es uno de los pilares sobre los que se basa toda sociedad civil, « quiere simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil ».136
El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz.
En efecto, no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos.
No puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida, como recordaba Pablo VI: « Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo..., por el contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social ».137
El « pueblo de la vida » se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el « pueblo para la vida » y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres.

CONCLUSIÓN
102. Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, « el Niño nacido para nosotros » (cf. Is 9, 5), para contemplar en El « la Vida » que « se manifestó » (1 Jn 1, 2). En el misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su muerte vencerá la muerte y será para la humanidad entera principio de vida nueva.
Quien acogió « la Vida » en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el Evangelio de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la muerte definitiva y eterna.
Por esto María, « como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que debían vivir por ella ».138
Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más profunda para comprender la experiencia de María como modelo incomparable de acogida y cuidado de la vida.
« Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol » (Ap 12, 1): la maternidad de María y de la Iglesia
103. La relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con claridad en la « gran señal » descrita en el Apocalipsis: « Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza » (12, 1). En esta señal la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la historia, es consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el « germen y el comienzo » del Reino de Dios. 139 La Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo con total perfección.
La « Mujer vestida del sol » —pone de relieve el Libro del Apocalipsis— « está encinta » (12, 2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo al Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al mundo, regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede olvidar que esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de María, que concibió y dio a luz al que es « Dios de Dios », « Dios verdadero de Dios verdadero ». María es verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación a la maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como modelo para la Iglesia, llamada a ser la « nueva Eva », madre de los creyentes, madre de los « vivientes » (cf. Gn 3, 20).
La maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza —también de esto la Iglesia es consciente— en medio de « los dolores y del tormento de dar a luz » (Ap 12, 2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que continúan atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres, haciendo resistencia a Cristo: « En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron » (Jn 1, 4-5).
Como la Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del sufrimiento: « Este está puesto... para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones » (Lc 2, 34-35). En las palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón dirige a María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y con El hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. « Junto a la cruz de Jesús » (Jn 19, 25), María participa de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra definitivamente para nosotros. El « sí » de la Anunciación madura plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y engendrar como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él el amor redentor del Hijo: « Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" » (Jn 19, 26).
« El Dragón se detuvo delante de la Mujer... para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz » (Ap 12, 4): la vida amenazada por las fuerzas del mal
104. En el Libro del Apocalipsis la « gran señal » de la « Mujer » (12, 1) es acompañada por « otra señal en el cielo » : se trata de « un gran Dragón rojo » (12, 3), que simboliza a Satanás, potencia personal maléfica, y al mismo tiempo a todas las fuerzas del mal que intervienen en la historia y dificultan la misión de la Iglesia.
También en esto María ilumina a la Comunidad de los creyentes. En efecto, la hostilidad de las fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de afectar a los discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo de cuantos lo temen como una amenaza peligrosa, María debe huir con José y el Niño a Egipto (cf. Mt 2, 13-15).
María ayuda así a la Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf. Ap 12, 4), figura de Cristo, al que María engendra en la « plenitud de los tiempos » (Gal 4, 4) y que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las diversas épocas de la historia. Pero en cierto modo es también figura de cada hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada, porque —como recuerda el Concilio— « el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».140Precisamente en la « carne » de cada hombre, Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con nosotros, de modo que el rechazo de la vida del hombre, en sus diversas formas, es realmente rechazo de Cristo. Esta es la verdad fascinante, y al mismo tiempo exigente, que Cristo nos descubre y que su Iglesia continúa presentando incansablemente: « El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe » (Mt 18, 5); « En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25, 40).
« No habrá ya muerte » (Ap 21, 4): esplendor de la resurrección
105. La anunciación del ángel a María se encuentra entre estas confortadoras palabras: « No temas, María » y « Ninguna cosa es imposible para Dios » (Lc 1, 30.37). En verdad, toda la existencia de la Virgen Madre está marcada por la certeza de que Dios está a su lado y la acompaña con su providencia benévola. Esta es también la existencia de la Iglesia, que encuentra « un lugar » (Ap 12, 6) en el desierto, lugar de la prueba, pero también de la manifestación del amor de Dios hacia su pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de consuelo para la Iglesia en su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en El: « Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta ».141
El Cordero inmolado vive con las señales de la pasión en el esplendor de la resurrección. Sólo El domina todos los acontecimientos de la historia: desata sus « sellos » (cf. Ap 5, 1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo, el poder de la vida sobre la muerte. En la « nueva Jerusalén », es decir, en el mundo nuevo, hacia el que tiende la historia de los hombres, « no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado » (Ap 21, 4).
Y mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos confiados hacia « un cielo nuevo y una tierra nueva » (Ap 21, 1), dirigimos la mirada a aquélla que es para nosotros « señal de esperanza cierta y de consuelo ».142
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.

IOANNES PAULUS PP. II


ARTÍCULO


EL INTEGRADOR DE  LOS DERECHOS HUMANOS EN LA SOCIEDAD.



En la vida todos vamos buscando un horizonte, al cual llamamos vocación o servicio al cual nos sentimos llamados a servir, bien sea por nuestro creador, esto,  en el caso  de los que reconocemos que existe una fuerza creadora que nos creó o por el contrario aquellos que piensan que vienen por la evolución del cosmos, siempre se van a sentir llamados a un servicio, que de igual manera es lo que quiero aclarar en este artículo.
Y por ello,  quiero empezar citando  a un hombre quien en vida se dio a conocer por su  gran estima, no solo de su comunidad más cercana como lo era para él la Iglesia católica sino un gran sin número de personas pertenecientes a otros credos religiosos por su manera de ser, pues bien cosas características que lo llevaron a la santidad, pues bien el santo pontífice Juan Pablo II.
Un hombre que trabajó incansablemente, por el progreso espiritual de los fieles y el desarrollo de las naciones, causa por la cual  me motivo hablarles hoy en este apartado, y adicional a esto   a cerca del aporte del aporte que generó a los derechos humanos durante sus veinticinco años de pontificado, y prueba de ello es el gran reconocimiento que ofrecieron grandes personajes que trabajan en esta misma line de acción  tal como lo fue el constitucionalista de la Universidad de Pittsburg el De. Deacon Keith Fournier quien público:
The Lion and the Lamb: A tribute to Pope John Paul II. El Dr. Fournier describe con precisión el contexto en que Juan Pablo II en 25 años de pontificado realizó una obra y proclamado un mensaje que trascenderá el curso de los siglos y las generaciones porque habrá de seguir orientando a la modelación del mundo y la sociedad a partir del s. XXI; y que han contribuido a que, desde ahora se le llame Juan Pablo II El Magno.
Y adicionalmente a ello el gran respeto que logro generar para defensa de los derechos en los seres humanos, en todas las fase de la vida, y resaltó que “cuando se acepta sin reaccionar la violación de  uno cualquier de los derechos humanos fundamentales, todos los demás están en peligro” siendo esta una de las primeras cosas que podemos ver que hace en mención a los diversos derechos en especial el respeto  a la vida.
Pues, consideraba que el derecho a la existencia era indispensable y condenaba a las culturas contemporáneas que iban en contra de la misma haciéndolo como un derecho más, cuando en verdad es uno de los más significativos, puesto que sin este nada sería posible, valentía que deberíamos a tener cada uno de las personas del mundo actual para defender estos derechos que se han constituido como norma ejemplar para el buen desarrollo de la convivencia de la humanidad.
Sin embargo, cabe resaltar que uno de los principales factores para la ejecución de los mismos  es la lectura que puede aportar cada cristiano que ha escuchado la voz de  Dios a través de su palabra, y que ahora  se hace evidente en el testimonio de vida,  por la gracia que suscita el Espíritu Santo  en cada uno de los miembros de su Iglesia;  para que valla en defensa de los mismos o genere políticas que contribuyan a la garantía y el progreso de los mismos , para cumplir con la finalidad de la conservación de los mismos.
Para que de esta manera se pueda garantizar la paz y la tranquilidad a las generaciones presentes y venideras y se conlleve a la conservación de las naciones y de todos los habitantes y así se pueda garantizar la existencia de la vida sobre la faz de la tierra
















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